jueves, 3 de diciembre de 2015

El maldito

El maldito


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Por Andrés L. Mateo. 3 de diciembre de 2015 - 4:00 am -  1
amateo

Andrés L. Mateo

Escritor, novelista, poeta, educador, critico literario, ensayista, investigador y filósofo. Ganador del Premio Nacional de Literatura 2004. Estudió Filología en la Universidad de La Habana. Actualmente es Decano de Estudios Generales, de la Universidad APEC. autor de las novelas Pisar los dedos de Dios,1979. La otra Penélope, 1982. La balada de Alfonsina Bairán, 1992. El Violín de la Adúltera, 2007.
En diciembre, cada año, reescribo  mis notas sobre Juan Sánchez Lamouth, ese poeta maldito que se vanagloriaba al decir que su escuela era “El tabernismo”, un guiño perverso que él arrojaba como una burla sobre una sociedad que también lo rechazaba. Príncipe y señor de las madrugadas, en los cafetines de mala muerte levantaba su copa y dejaba caer en la tierra el “trago de los muertos”, una liturgia que tenía en su boca siempre un mismo destinatario: “A Edgar Allan Poe”-decía-. Y luego se bebía su trago, recitando bajito una jerigonza que, según  él afirmaba, había aprendido leyendo “El caso de la casa Usher”, un cuento célebre de la cosecha tenebrosa de Poe.
      Juan Sánchez Lamouth, el padre del “Tabernismo literario”,  es para mí un tipo inspirador, que se remontó por encima del destino que le tenían reservado. Por eso vale siempre como figura de reversión, disponiendo regresos al itinerario en sombras que transitó su vida. Siempre tenía en sus gruesos labios de hombre negro la cita de algún poeta inglés, o mascullaba en sordina el nombre de su amado Edgar Allan Poe, mientras apuraba la copa. Cerraba los ojos como si lo buscara en el recuerdo, como si se lo inventara.   Pero, ¿quién se inventó a quién? ¿Juan Sánchez Lamouth, volcando aquel trago de iniciación sobre la tierra seca de una isla remota, invocando a otro tipo “extraño”, marginal y aborrecido,  como él; que en el sopor de su borrachera su lengua estropajosa pronunciaba su nombre: Edgar Allan Poe?  ¿O aquél dipsómano de habla inglesa, con los ojos abotagados por el alcohol, los cabellos ensortijados, y la mirada huidiza, se inventó antes al poeta maldito que decía su nombre en medio del chisporroteo de la embriaguez, impresionando a las putas de la Calle Enriquillo?
          ¿Quién se inventó a quién, Dios mio?
            No sé por qué en algunos momentos especiales  Juan Sánchez Lamouth me asalta desde la niebla acogedora en la que construyó su enigma. Su enigma lleno de humillaciones y rechazo, su enigma de poeta sensible, provocador y maldito. Particularmente en el periodo de navidad lo retomo porque me vienen a la memoria sus afanes por reproducir la vida, y el duro fardo de privaciones materiales que siempre cargaba consigo. Era un verdadero buhonero de la palabra, y cobraba sus versos. Les  hacía pagar a los funcionarios del gobierno trujillista las  dedicatorias de sus poemas,  y cuando les pasaba la factura tenía una extraña dignidad que ofendía a los del poder.  Siempre lo recupero en la memoria con su copa de ron cayendo sobre el patio polvoroso del cafetín, su imagen como una pre-escritura de sí mismo, como un estilete frío que perfora la muerte, como una invención del personaje a quien él mismo dedicaba la copa: Edgar Allan Poe. Y entonces vuelvo a los años en que hablaba con él todas las tardes, en la Biblioteca Froilán Tavárez; y mi madre me advertía: “Hijo no andes con ese poeta, la gente dice”,  y yo miraba su saco raído, su corbata mugrienta, el honor inútil en que se sostenía su alcurnia de poeta. No devolvía los libros de  poesía que le prestaban, y cuando de una acera a otra, en la calle El Conde, Ramón Francisco le voceaba: “Lamouth, devuélveme mis libros”,  el respondía: “Los libros no son de nadie, la cultura es de todos”. Y eso era exactamente lo que él creía, que “los libros no son de nadie, y que la cultura es de todos”.
        Ataviado con la única vestimenta que yo le conocí (siempre saco y corbata, mustios, desarreglados), hablando a borbotones porque tenía un amor exagerado por las palabras, exorcizando la turbia eternidad terrenal en la que se movía. Para Juan Sánchez Lamouth toda la existencia terminaba en su poesía. Su única manera de vivir era salvar el instante en la poesía. Sus sufrimientos, que todos lo vivimos, eran breves y espléndidos, como un relámpago borrado por las tinieblas. “Hasta los perros, señor, tienen su otoño”-escribió un día- Y cuando me lo leyó, en aquella oficinita estrecha de la biblioteca, le vi dos lágrimas furtivas en las mejillas. Quienes leen mis columnas saben que siempre escribo de él en diciembre.       
¡Oh, Dios, tal vez es demasiado lo que hemos envejecido!      

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