viernes, 11 de diciembre de 2015

LA RADIO


LA RADIO


Para Ramón

Es muy probable que todo aquél que trasponga las puertas de estas lujosas oficinas de Olmedo & Suárez, Ingenieros-Arquitectos, Co., logre frenar la curiosidad de preguntar o preguntarse el porqué de mi presencia aquí, mudo testigo de otra época, contrastando con la armonía del conjunto (moderna y agradable música, pinturas, esculturas y suaves y delicados tonos y detalles), que ambientan este encantador espacio. Unos preguntarán, querrán tener noticias acerca de mi procedencia, mi edad o mi relación con el o los dueños del establecimiento. Otros quizás fabularán, otorgándome lances y andanzas que, al fin y al cabo, ni me tocan. Otros más, muy pocos, se internarán en lo hondo y querrán saber la verdadera historia de mi vida, que no ha sido toda fiesta y música como pudiera parecer, porque, si bien no puedo precisar gran cosa sobre mis primeros días, no sucede lo mismo con los que he vivido luego de adquirir uso de razón.

Empecé a tener conciencia de mis actos aquella vez que abrí los ojos sobre el lomo de una mula. Bueno, no precisamente a lomo de mula. Abrí los ojos porque mi amo, o primer adquiriente, y yo nos encontramos frente a frente, con algunos rasguños y magulladuras, en el fondo de una cañada, luego de un resbalón que dio la montura cuando casi concluíamos la empinada cuesta de El Cerro, antes de llegar a El Caimito. Ahí, podría decirse, fue mi primer contacto con los rayos de este sol caribeño, el cual baña la hermosa isla que puede dar cuenta de mis casi sesenta años de existencia. Fueron tres días, con sus noches, de azaroso trajinar por entre laderas, pinares y badeos de arroyuelos, hasta llegar al amplio valle de San José del Puerto, donde una próspera familia nos recibió, entre jubilosa y embrujada. Recuerdo que mi llegada a la casa de los Olmedo constituyó la noticia del siglo, la novedad era mi presencia allí y todo lo que me rodeaba. Me convertí en algo así como la aparición de un Mesías, el portador de la alegría y el motorizador de un movimiento tendente a romper, de una vez por todas, con la monotonía del lugar. De diferentes rincones del poblado, a cada hora de cada día, venían hombres y mujeres a comprobar, por ellos mismos, las maravillas que se decían de mí. Nunca podré olvidar la expresión de fascinación y miedo con la que se me acercó una tarde de aquellos días el viejo Dimas, y el temor reflejado en sus ojos cuando don Luis Olmedo lo tomó de la mano y lo hizo tocarme, asegurándole con vehemencia, que nada podría pasarle, y los niños y las mujeres que no dejaron ni un momento de mirarme por horas y horas sin mostrar ni pizca de cansancio.

En casa de los Olmedo viví las experiencias más maravillosas que pudieran haberle ocurrido a alguien en estos últimos años: los primeros juegos de pelota entre los tigres del Licey y los leones del Escogido, con toda la familia y los vecinos allí sentados, alrededor de una fogata de leña y cuaba, y uno que otro discreto trago. La lotería de los domingos y las discusiones que se armaban, mientras, más allá, por el fondo del patio, don Luis Olmedo y sus amigos careaban gallos de su amplia traba, y los muchachos jugaban pelota, y doña Marina preparaba un sabroso asopao, tradición dominical de la familia. Por las noches, el Santo Rosario, con doña Marina al frente y todos resignados y entregados, siguiendo muy de cerca las oraciones que comandaban las Siervas de María y, más tardecito, cercana la medianoche, cuando los más pequeños se habían retirado a sus cuartos, los más creciditos nos extasiábamos con las emisoras de La Habana o San Juan (nunca podré olvidar aquel locutor y su bien timbrado aló, KBM, dígame… y luego las canciones, los cantantes: Celina y Reutilio, Marquesita Radel, La Jarocha, los Tres Ases y si el mundo te castiga, mujer me han clavado cien puñales en mitad del corazón, déjame que te cuente, limeña, déjame cruzar, que mi madre enferma me mandó a llamar y en El Edén fue donde comenzó la gran historia y, más tarde, después, Onda Musical, La Onda y ¿qué es lo que pasa aquí? Que se muda La Guarachita y es la historia de mi vida…

A medida que el tiempo fue pasando, empecé a integrarme a la familia, adecuándome a la mentalidad y los gustos de cada uno. En cierto modo, fui dejando de ser el centro de atracción que, desde mi llegada, constituí; ya me aceptaban, y cada quien me buscaba de acuerdo a sus gustos y sus momentos. Así fue como ligué estrechamente con dos importantes polos de la familia, quizá los miembros más relevantes: en un extremo, Arturo, el mayor, quien un día partiría para la capital a continuar sus estudios universitarios y retornaría luego, totalmente transformado, intentando cambiarlo todo y convencernos de que las cosas no eran como hasta ahora las habíamos visto y oído. En el otro, Pablito, el nidal, mi eterno protector, un pequeñín que junto a mí comenzó a aguzar los sentidos para empaparse de todo lo que ocurría en el entorno que, en un principio, creíamos que se movía, o tenía razón de ser, sólo porque Dios y El Benefactor, de común acuerdo, así lo habían dispuesto. Punto de vista contra el que Arturo ya enfilaba sus cañones, blandiendo la terrible herejía que habría de cambiar muchas cosas en aquella, hasta entonces, apacible morada de los Olmedo, modelo a imitar en el fértil valle de San José del Puerto y más allá.

Con Arturo y Fausto llegaron a la casa las primeras noticias de lo que había pasado en La Sierra Maestra y nos internamos en las informaciones que, desde Caracas, difundían los enemigos de la paz y la confraternidad del mundo libre (recuerdo como ahora, la primera noche que sintonizamos Radio Habana y, a oscuras, asustados, algo temblorosos, comenzamos a escuchar, primero los pititos intermitentes que daban la señal y, luego, lo que allí se decía del país y la forma despectiva e insultante como trataban al Primer Maestro). Cuánto se incomodó don Luis, la noche que nos sorprendió en éstas; cuántas cosas salieron a relucir después de eso, cuando las reuniones comenzaron a hacerse más esporádicas y selectivas. Los mismos grupos no coincidían ya en una misma actividad. Rara vez, los que participaban del Santo Rosario o de Macario y Felipa, formaban parte de los seguidores de las emisiones internacionales secretas, y viceversa. Don Luis y doña Marina, podría decirse, asistían a una especie de tendenciación del hogar: un grupo que estaba por aceptar las cosas tal y como eran; uno que no sabía ni le importaba nada, y otro, audaz, secreto, que cuestionaba abiertamente lo establecido. Yo, sin embargo, quizá por fuerza, por mi condición de adquirido, de ser parte de la familia de una manera, más o menos pasiva, sin ningún derecho o prerrogativa, no podía tomar partido. Esto, a final de cuentas, me daba ciertas ventajas: participaba, de casi todas las actividades, de todas las tendencias. Así, cuando llegó la invasión que se instaló en las montañas que bordean el valle, fui parte activa y viví de cerca el debate que se daba en el país y que, en pequeño, se reproducía en el que, hasta ahora, había sido el hogar ejemplar que me había dado tan cálido alojamiento, la inigualable mansión de don Luis Olmedo, el próspero hacendado que levantó su familia sin nunca haberse preocupado en preguntar por qué las cosas eran como eran.

El mismo día que se iniciaron los enfrentamientos entre las fuerzas leales y los rebeldes, los que rezábamos el Santo Rosario lo hicimos como todos los días, después que terminaron las ocurrencias y peripecias de Sirita y Felipito que, por cierto, esa tarde querían escaparse por los lados del arroyo, aprovechando que sus tíos y padrinos (Macario y Felipa) estaban empeñados en indagar quién había sacado la pava del cajón y, luego de concluidas las averiguaciones de lugar y llegada la mesura y la paz de la oración del Santo Oficio, después de la cena (en la que no habían participado, por cierto, Arturo y Fausto), don Luis y doña Marina recordaron viejos tiempos con La Onda y quién será la que me quiera a mí, quién será y, aunque me cueste la vida, al fin del mundo me iré como un rayito, claro de luna, pero… Arturo y Fausto se lo tenían muy callado y sabían que no era cierto, que en la placidez de la noche, Radio Maracay, Radio Habana, Radio Rebelde y otras tantas ya lo andaban pregonando a viva voz y, al filo de la madrugada, en silencio, a escondidas —como siempre— bajo un manto de estrellas, lo compartimos…

La turbulencia de la guerrilla en la montaña, los militares hurgando en cada rincón y el miedo y todo el malestar provocado por la situación, trastocaron la pasividad y la armonía de la hasta entonces tranquila familia Olmedo —a la cual, la última vez que yo recuerde haberla visto junta, fue para compartir, entre asustada, triste y confundida, la noticia, trágica y demoledora, del ajusticiamiento del Tirano—. A Pablito se le querían salir los ojos de sus órbitas, cuando oyó que unos peregrinos desalmados habían dado término a la vida del Benefactor y Padre de la Patria Nueva…

A principios de los sesenta salí de aquella casa, que ya no era ni sombra de la hermosa mansión que había conocido, la que me recibió con tanto calor, mi casa. Toda o gran parte de la familia estaba en desbandada: estudios, matrimonios, viajes. Sólo don Luis, doña Marina, Carla, Luisa y Pablito la habitaron por un tiempo, hasta que decidieron mudarse a San José del Puerto, como a noventa kilómetros de El Gajo del Mulo. Hasta allí los acompañé, como un objeto más de los que quedaban dispersos por la desolada morada, como un pariente viejo y achacoso que se acuna en el último cuarto de la casa, a la espera de la entrega y el silencio. Sólo Pablito, ahora un díscolo adolescente, encontró en mí un compañero para iniciar una vida de locuras y aventuras con el descubrimiento de Love me do, P.S. I Love You, I Can´t Get no Satisfaction o A Hard Day´s Night, que luego se fue llenando de conflictos cuando Carla intercambiaba Las Mosquitas, Los Clanners y sin tener que mentir, con el pelo alborotado y calcetines de color, vete con ella, vida, no es rebelde, no, no y es Lupe, la linda, dueña de mi amor y Luisa que se interponía con su digan lo que digan los demás, yo soy aquél o quizás simplemente le regale una rosa, rosa, rosa tan maravillosa y Sandro y Raphael o Lucecita, Angélica María y Lissette comenzaron a desplazar y a borrar a Lucho, Antonio Prieto, Leo Marini y la nueva casa se convirtió en una babel de baladas y rock, con un merengue que, de un momento a otro, empujaba, interrumpía y llamaba a la vecina a coger su estilla o a llamar a la patrulla, contagiando y yo vine pa´que me, porque El Caballo y El Negrito del Batey tenían problemas con un cuabero o con una muchacha y Los Magos del Ritmo se preparaban y ahí viene el tren, el tren de la navidad, mientras don Luis y doña Marina tarareaban son rumores o por las cuatro esquinas hablan de los dos y el reloj, inexorable, cuesta abajo, pregúntale si yo alguna vez, por la vereda tropical, he renunciado a ti, lo mismo que la hiedra, como una espinita y que viva el amor, porque, sin quererlo, sin darnos cuenta, declinaban los sesenta y Luisa, Carla y Pablito también partieron para la capital, la universidad los llamaba y ya vendrían otros días de olvido y viejas canciones, con Noti-Tiempo y la lucha por el Medio Millón y, aquí su reportero Méndez Lara, desde el lugar del hecho, con todas las incidencias, las evidencias probatorias del crimen del profesor Eladio Peña de la Rosa o el secuestro del coronel Donald J. Crowley y la persecución de los izquierdistas y los ajusticiamientos en las calles y los derechos inalienables —decía Noti-Tiempo— y era como si El Honorable Heredero (y don Luis y doña Marina, envejeciendo en su casita pequeña y apolillada, cada vez con menos tiempo para estar conmigo, para compartir y pasar por mi rincón), hubieran formalizado un pacto de asordinamiento en ese punto de la memoria que ya no se toca. Don Luis con sus gallos y doña Marina, en la iglesia por la mañana y por la noche y con tiempo para ver sólo una que otra novela en el canal cinco que ya no transmitía lisonjas sobre El Sátrapa, radiaba el nuevo amanecer con tintes de Nosferatu y El Príncipe…

Me olvidaron. Pasaron meses, quizás años sin reparar en mí. Y yo, apagado testigo, vi pasar la historia del país. Seguí el proceso de cada uno de los Olmedo y me mantuve inmóvil en mi rincón, esperando, esperando el momento que llegó. Un día, Pablito (profesional, casado, con hijos y, como siempre lleno de ideas locas), rebuscando en los recuerdos de familia, dio conmigo, se le aguaron los ojos y lloró de alegría. Sacudió polvo y orín de tiempos idos y me trajo con él. Pasó días y semanas sin encontrarme sitio, yendo conmigo, removiendo momentos y episodios, presentándome a todos, hablándoles, hablándome. ¡Pablito, el de siempre! Hasta que decidió traerme a su oficina, posicionarme aquí, a la vista de todos, al lado de esta joven y hermosa recepcionista, a sabiendas de que ya, ahora, a estas alturas de la tecnología del sonido y de la música, no puedo serle útil ni tengo capacidad ni gusto para compartir con él conciertos de Corea, Basia, la Purim, Airto ni mucho menos de Benson, Winwood, el nuevo Clapton, Boccherini, Offenbach ni Handel, pues mis obsoletos engranajes, tubos, baterías, antenas y bocinas, sólo transmiten canciones y noticias en unas bandas y frecuencias que apenas sintonizan sus recuerdos.

© La radio y otros boleros (1996)

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