sábado, 12 de diciembre de 2015

Una mirada hacia Pedro Henríquez Ureña

Una mirada hacia Pedro Henríquez Ureña

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Pedro Henríquez Ureña, fotografía 1943.
Cuando Pedro Henríquez Ureña nació, el 29 de junio del año 1884, la ciudad que lo acogió, Santo Domingo, era un entramado sinuoso de calles polvorientas en las cuales discurría la vida lenta y apaciblemente. Es cierto que las frecuentes refriegas que escenificaban los “rojos” y los “azules” (1) por el control político y económico del país alteraban la vida de la nación, pero muy a pesar de toda la polvareda escenificada por los caciques políticos de entonces, sorprendía que la vida cultural fuera tan numerosa y activa. Eugenio María de Hostos cuando llegó al país, en mayo del 1887, se asombró de las numerosas asociaciones culturales que existían, y vio en esa fértil pasión por la cultura y el saber un caldo de cultivo apropiado para abonar la savia de su enseñanza. Se suele abordar, particularmente en las historias del pensamiento americano, el surgimiento de la figura de Pedro Henríquez Ureña como el producto de una autogeneración asombrosa, dejándolo flotar en el enigma que encierra la idea de que “el destino dominicano lo prefigura pero no lo explica” (2). Como si todo el saber de Pedro Henríquez Ureña brotara del azar, de la casualidad.
Es por eso que este libro, “Treinta intelectuales dominicanos escriben a Pedro Henríquez Ureña (1897-1933)”, cuya edición y notas pertenecen a Bernardo Vega; sirve para inferir un arduo proceso formativo, una descripción de la atmósfera intelectual y cultural en la que se fraguó uno de los más fructíferos intelectuales del mundo americano. Y es, además, extraordinariamente oportuno para aclarar algunas cosas relativas a la formación humanística de Pedro Henríquez Ureña, asombro de muchos por esa capacidad de despliegue tan abarcadora de la historia del pensamiento universal. Lo primero es la circunstancia de un núcleo que entraña una verdadera oligarquía espiritual de la nación dominicana. Casi toda la formación educativa, tanto de Pedro como de Max, y después de Camila; se desarrolla en el seno de la familia, incluso la formación escolar. En “Hermano y maestro”, Max Henríquez Ureña detalla con claridad cómo ni siquiera asistieron a la escuela tradicional, sino que recibían la educación directamente de sus padres (3). Ese núcleo familiar era una inexorable incitación al saber. No es por lo tanto una casualidad histórica el que surgiera en el ambiente intelectual dominicano de finales del siglo XIX, en medio de una familia tan ilustre, un intelectual de las dimensiones de Pedro Henríquez Ureña. Todas las correspondencias de la primera etapa que compila este libro, corroboran fehacientemente la paulatina concreción de un saber enciclopédico. Y justifican lo que el propio Pedro Henríquez Ureña había dicho sobre sí mismo, que desde su nacimiento había vivido “en el culto exclusivo de lo intelectual” (4). Esas tesis sobre el surgimiento inexplicable de una figura de la dimensión de Pedro Henríquez Ureña quedan desvirtuadas con este legajo de correspondencias que recuperan un ambiente de alta vida intelectual, minuciosamente datado por Bernardo Vega.
Hay otros dos factores que estas correspondencias reflejan con claridad, el primero es el hecho de que el despertar del intelecto de Pedro Henríquez Ureña ocurre en un momento de grandes transformaciones sociales; y el segundo es el influjo intelectual de las oleadas de inmigrantes que devinieron en un soporte primario del saber, propiciando las transformaciones del pensamiento que caracterizan la época, aportando propuestas de regeneración social así como dándoles un aire cosmopolita al ambiente intelectual dominicano. Y quisiera citar el caso de las correspondencias con Leonor Feltz. Pedro Henríquez Ureña le dedicó su ensayo “Días alcióneos” , de su libro “Horas de estudios” de 1910; y siempre destacaba sus virtudes intelectuales. Leonor Feltz era una de las alumnas preferidas de su madre Salomé Ureña de Henríquez, en aquella primera aguerrida aventura del normalismo hostosiano en nuestro país, también fungía de animadora cultural; y su admiración por esta maestra constituía una de las pocas devociones sentimentales que él expresaba, al impulsar un juicio que tenga que ver con la cultura. Sin embargo, por su obra, uno no tenía certeza del peso intelectual de que era portadora. Yo siempre me preguntaba el por qué él la encomiaba intelectualmente con tanta frecuencia, llegué a pensar que era una debilidad afectiva de un hombre caracterizado por su franqueza a la hora de emitir un juicio de valor (La llegó a llamar “Predilecta hija intelectual de mi madre”). Pero al leer la correspondencia que aparece en este libro se comprueba la sólida formación de Leonor Feltz, sus lecturas, la capacidad analítica, la profundidad de sus juicios. Su defensa del positivismo hostosiano, sus referencias a un escritor maldito como Vargas Vila cuya sola mención era una provocación. Y es enteramente justificable la influencia que él ha admitido tuvo esa maestra en su formación. Lo mismo se puede decir del intercambio epistolar con Mercedes Mota, tan íntimo, profundo, y lleno de pícaras complicidades intelectuales, e incluso de premoniciones respecto de lo que Pedro llegaría a ser. En ambos casos, uno descubre mujeres con plena capacidad para el ejercicio del criterio, criaturas pensantes, activas, dueñas y señoras de sus ideas intelectuales y políticas. Algo sorprendente a finales del siglo XIX y principios del XX, en una sociedad en la cual el papel de la mujer en el orden social era más recatado y modesto. Y descubre también los rasgos de una formación actualizada, y los nexos con bibliografías y escuelas de pensamientos muy actuales en la época. Están, además, los casos de las correspondencias de Ramona Ureña y Camila Henríquez Ureña. Camila es una personalidad destacada, su vida intelectual y magisterial constituyen un verdadero paradigma de entrega a la investigación. No es de extrañar, por lo tanto, que sus misivas a Pedro sean una oportunidad de reflexionar asuntos trascendentes de la vida cultural. Lo que sí es sorprendente son las numerosas oportunidades en que hace juicios políticos respecto de lo que está ocurriendo en ese momento en la República Dominicana. Lo de Ramona Ureña es otra cosa. Siendo dueña de una fuerte personalidad, e incluso poseyendo una destacable formación intelectual; siempre pasa inadvertida cuando de la familia Henríquez Ureña se habla. Después de la muerte de Salomé Ureña de Henríquez, fue la madre sustituta de Pedro, y le acompañó incluso cuando este se casó en México con Isabel Lombardo Toledano. Era su ángel protector. Las cartas dan cuenta de su formación intelectual, y el delicado tino para analizar todo cuanto ocurre a su alrededor y que ella juzga le debe ser comunicado a Pedro.
Todas las correspondencias intercambiadas en la primera y la segunda etapa que reúne este libro ilustran profusamente el paulatino crecimiento de un Pedro Henríquez Ureña a quien se acude como una referencia fundamental de la cultura americana. Y es satisfactorio descubrir que el reconocimiento de sus méritos intelectuales partió de sus compatriotas. Incluso desde los primeros años de su vida familiar. No es verdad, por lo tanto, según esta correspondencia, que él tuviera un reconocimiento a sus calidades intelectuales primero fuera de su país y luego dentro, porque lo que se puede leer es que había una conciencia en los sectores intelectuales del país de su dimensión como pensador. Este es, además, un epistolario activo. Presenta la historia en movimiento, comenta sobre los acontecimientos históricos que se están viviendo en el país en la época que Pedro Henríquez Ureña vive. En particular, en el caso de Pedro Henríquez Ureña, no era frecuente que hiciera comentarios en su correspondencia sobre acontecimientos políticos que estuvieran ocurriendo en los países donde vivía. Por ejemplo, en el “Epistolario de los Henríquez Ureña” son muy pocas las menciones que hace de la Revolución mexicana de 1910, a pesar de que fue uno de sus precursores intelectuales, como tampoco lo hace en sus “Memorias, Diario, y notas de viaje”. En cambio, este epistolario está lleno de referencias a la historia en movimiento. Se pueden observar los cambios de gobiernos, las insurrecciones, las guerras civiles, los golpes de Estado; e incluso las incertidumbres de los protagonistas y las tomas de posiciones a favor o en contra de los caudillos de turno. Esta cartografía es apreciable en las cartas de Max desde Cuba, quien expresa sus aprensiones por la inestabilidad política del país y las constantes contiendas armadas; O las reseñas de Federico García Godoy que incluyen análisis hasta de lo que se veía venir sobre México en vísperas de la Revolución del 1910. Y muchas otras que, en medio del debate intelectual o la crítica literaria, cuelan comentarios y juicios de valores sobre los acontecimientos políticos y sociales del país. En este sentido, también, estos “Treinta intelectuales dominicanos que escriben a Pedro Henríquez Ureña” es una excelente fuente de documentación histórica, incluso para la historia del pensamiento dominicano.
Yo creo que este es un libro que completa la visión de Pedro Henríquez Ureña que todos tenemos, y robustece la biografía que algún día tendrá que escribirse. La vida de este gran maestro del pensamiento americano fue trashumante y fértil, errante y productiva. Y no hay biografía que pueda abarcarla. Su verdadera biografía está en sus libros, en las aulas. Se desplegó en las miles de conferencias que dictó, tomó forma humana en sus alumnos, en la abundante correspondencia con sus amigos, y saltó a ser leyenda, magisterio y paradigma del pensamiento americano. Una existencia enteramente dedicada al estudio. Estas cartas que les son dirigidas a él en su mayoría, lo reflejan en sus afanes intelectuales con toda nitidez. Junto con sus “Memorias, Diario, Notas de viaje”, publicado por el Fondo de Cultura Económica en el año 2000; el libro de Max Henríquez Ureña “Hermano y Maestro”; las notas de su hija Sonia Henríquez, el “Epistolario íntimo con Alfonso Reyes, y el “Epistolario de los Henríquez Ureña”; constituyen documentos esenciales para el conocimiento de su robusta formación intelectual, y de los retos y vicisitudes que tuvo que enfrentar para producir todo lo que su prodigiosa mente plasmó. Son como el itinerario de su vida íntima.
Producto del arduo trabajo de editor de Bernardo Vega, contamos ahora con “Treinta intelectuales dominicanos escriben a Pedro Henríquez Ureña”, un aporte de gran significación para la cultura dominicana. Pero, en rigor, hay que decir que Bernardo Vega no se ha limitado exclusivamente al trabajo de Editor, sino que su veta de investigador ha permitido sacar a flote variados aspectos de la vida de Pedro Henríquez Ureña. Entre ellos, los incidentes, las confrontaciones, la atmósfera asfixiante que vivió durante su estadía en el país como Superintendente de Educación al inicio del régimen de Rafael Leónidas Trujillo Molina (diciembre de 1931- junio de 1933). Esta etapa ha sido discutida arduamente, y es fuente de numerosas disquisiciones. En las notas y en las fichas bibliográficas de Bernardo quedan aclaradas, pues, muchas cosas; pero sobre todo, se rastrea la actitud que Pedro Henríquez Ureña adoptó con respecto al régimen después de su renuncia de 1933. Ingrediente novedoso y esclarecedor, porque había, y hay, objeciones muy vehementes por su participación en el primer periodo de gobierno de Trujillo. Más interesante es, sin embargo, las precisiones documentadas que opone a la leyenda que se ha tejido sobre el incidente protagonizado por la educadora Ercilia Pepín y don Sergio A. Hernández. La versión popular, desplegada en un elevado nivel literario por el doctor Joaquín Balaguer en su obra “Memorias de un cortesano de la Era de Trujillo”, contaba que a raíz de la muerte de los hermanos Perozo por el ejército de Trujillo, Ercilia Pepín, que era directora de la escuela México, ordenó izar a media asta la bandera nacional en señal de duelo. En cambio, el director don Sergio Hernández, atemorizado, no lo hizo así en su escuela, y ella entonces se quitó la falda y se la mandó en una bandeja, pidiéndole que le mandara sus pantalones. Balaguer hizo de este contrapunteó un drama trágico, pero Bernardo demuestra en este libro lo que en verdad ocurrió. Y de paso, la investigación dibuja con acierto las duras circunstancias a las que se enfrentó, en medio de los hechos documentados, Pedro Henríquez Ureña. Un verdadero aporte.
El sublime magisterio de Pedro Henríquez Ureña no lo ha degradado el tiempo. Vida plural, ha resistido todas las pruebas, y se refugia esplendente como un referente moral del intelectual verdadero. Agradezco al amigo Bernardo Vega que me haya pedido escribir estas breves palabras de presentación, que son hijas del aprecio y la admiración por el modelo de vida intelectual que él encarna.

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