jueves, 24 de marzo de 2016

El origen del racismo dominicano

El origen del racismo dominicano

Por 
e.jorge[@]jorgeprats.com 

El historiador Bernardo Vega, en su interesante libro intitulado “La agresión contra Lescot” (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 2007), sostiene que “Trujillo no permitió ataques raciales contra el pueblo haitiano sino con motivo de su enemistad con [el presidente haitiano] Lescot, es decir que esos ataques se iniciaron a partir de marzo de 1942 y terminaron con la caída de su gobierno en enero de 1946?
Llama la atención, sin embargo, el hecho de que “cuando Trujillo ordenó atacar al pueblo haitiano”, la intelectualidad al servicio del régimen trujillista tenía en su arsenal todas las municiones teóricas para desplegar una campaña anti haitiana de tal magnitud que, todavía hoy, en 2014, sirve de fuente de inspiración y de referencia teórica a quienes sostienen la existencia de una “amenaza haitiana”. ¿Qué pasó entre 1844 y 1944 que cambió la actitud de las élites dominicanas – principalmente de la intelectualidad – y enterró todo el legado de hombres como Juan Pablo Duarte, Gregorio Luperón, Máximo Gómez y Eugenio María de Hostos para quienes el color, la lengua y la etnicidad no importaban y era posible un nacionalismo democrático, liberal y pan-caribeño? ¿Adónde fue a parar el mulatismo de Pedro Francisco Bonó y su rechazo del “exclusivismo racial”?
Vega aporta datos que fundamentan su tesis de que, en gran medida, el anti-haitianismo de Trujillo fue coyuntural. Pero no cabe duda de que el prejuicio anti-haitiano predominante en nuestras élites es anterior a los conflictos entre Trujillo y Lescot. Este prejuicio contrasta con el sentimiento del pueblo dominicano que tiende a rechazar la presentación de los haitianos como enemigos raciales, culturales, sociales y políticos. En apoyo de Vega, podría afirmarse que el dictador quizás compartía los sentimientos populares hacia Haití, pues solo ello puede explicar que en una ocasión confesase que por sus venas corría “sangre africana”.
Ahora bien, de algún lado tenía que nutrirse el anti-haitianismo de la intelectualidad trujillista y no era precisamente del legado de Luperón, Hostos y Bonó. Si leemos “La isla al revés” de Joaquín Balaguer (1983), en donde éste reproduce literalmente las ideas expuestas en “La realidad dominicana” (1947), vemos que parte de supuestos tomados de la biología evolucionista de la segunda mitad del siglo XIX, la cual legitimó la esclavitud y el imperialismo de las potencias de Occidente. Ese “salvajismo intelectual”, como bien señala Juanma Sánchez Arteaga, implicó que “el más descarnado racismo sobre los pueblos de origen no europeo, lejos de considerarse una ideología perniciosa, llegó a constituir, para la inmensa mayoría de la población culta (…), el resultado lógico de una verdad demostrada por las ciencias naturales más avanzadas”.
Esta ideología europea, compartida por las élites coloniales, asumió la superioridad evolutiva del “hombre blanco” y la visión del indígena como pariente moderno del “eslabón perdido”. Fue ella la que, a partir de la justificación de la dominación de los grupos más aptos sobre las razas “degradadas, primitivas y salvajes”, legitimó el ejercicio sistemático del genocidio y del exterminio. Y es que el imperialismo necesita del racismo “como única excusa posible de sus actos” (Sven Lindquist). Mucho antes que Trujillo ordenase la matanza de los haitianos, Joseph Conrad, resumiendo el rol de Europa frente a los pueblos de otros continentes, clamaba en “El corazón de las tinieblas”: “exterminad a todos los salvajes”. Las “terribles masacres” y los “salvajes asesinatos” (Hanna Arendt) de los imperialismos europeos son, pues, los precedentes inmediatos del “corte” de 1937 y del genocidio nazi. Es por ello que el libro de Angel S. del Rosario, “La exterminación añorada” (1957), no es una obra aislada sino la expresión de una ideología para la cual “el exterminio (se debe) al inexorable cumplimiento de una ley tan natural como la gravitación” (Kletzing, 1900) pues “en contacto con las grandes razas, las razas inferiores perecen: (…) es un efecto de la selección natural” (Sergi, 1888).
El racismo dominicano es, por tanto, de origen europeo. Y es que, como señala Niall Ferguson en su reciente obra “Occidente y el resto”, hace un siglo “el racismo no era una ideología reaccionaria y retrógada: los científicamente profanos lo abrazaban con tanto entusiasmo como la gente acepta hoy la teoría del calentamiento global artificial”. Ello explica cómo un político latinoamericano de credenciales socialistas incuestionadas e incuestionables como Salvador Allende, en su tesis de 1933 para optar por el título de médico, que lleva por título “Higiene mental y delincuencia”, y como denuncia el historiador Victor Farias en su obra “Salvador Allende: contra los judíos, los homosexuales y otros degenerados”, sostiene tesis tan racistas que lo llevan al extremo de afirmar, por ejemplo, que “los hebreos se caracterizan por determinadas formas de delito: estafa, falsedad, calumnia y, sobre todo, la usura”. Es obvio entonces que el racismo está en el código genético, en el sistema operativo, de la ideología de la modernidad occidental, que es fundamentalmente etnocéntrica y cuyo influjo no pudo resistir la intelectualidad trujillista, ya preparada por el arielismo para ver en el indio, el negro y el mestizo una amenaza a la América hispana y un obstáculo para la cultura.

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