¿Quiénes eran los filisteos?Incircuncisos I
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¿Qué pensábamos y siguen pensando muchos de nosotros de los filisteos? Son el enemigo por excelencia al encarnar tantos atributos negativos. Cualquier niño de nuestro pueblo repetiría esa sarta de adjetivos con la que los define nuestra gente: agresivos, violentos, crueles, sanguinarios, impuros, incultos, pecaminosos, paganos y por si fuera poco, incircuncisos. La personificación perfecta de lo malo, de lo aborrecible, del pecado. Si a alguno de esos críos se le ocurriese preguntar por el origen de esos monstruos, los padres no encontrarían otra solución que atribuírselos al mismo demonio. Esa es la mejor manera para predisponer un pueblo a la guerra, mantenerlo constantemente enfrentado a otro y alimentar el odio necesario que pueda justificar el empleo de todo tipo de atrocidades en la lucha. De fomentarlo se encargan las autoridades religiosas y militares.
La vida me ha deparado muchas lecciones. La mayoría de ellas llegan, desgraciadamente, demasiado tarde, cuando ya sólo me sirven para lamentarme o arrepentirme, sin poder cambiar nada. Una de ellas es que para comprender a nuestro pueblo, deberíamos mudarnos a un país lejano, o mejor a uno enemigo como fue mi destino, y desde allí observarlo con la objetividad que presta la distancia y con los ojos de nuestros vecinos. Al volver, nos sentiríamos como extranjeros en nuestra propia casa. Un amargo divorcio, ese es el precio a pagar por descubrir el alma de nuestro pueblo. Entonces comprenderíamos que no existen ni buenos ni malos, sólo engañados. Todos estamos manipulados por un poder que nosotros mismos creamos, fortalecemos y respaldamos, pero cuyo control acaba escapándose de nuestras manos y termina apoderándose de nuestra voluntad y manejándola a su antojo. ¡Cuántas guerras nos ahorraríamos entonces!
Nuestra enemistad con los filisteos era, y lo sigue siendo a pesar de mis esfuerzos, ejemplar. Incluso se refleja en nuestra lengua al usar expresiones como »el abrazo filisteo« que no significa otra cosa más que robar el dinero y cortar el cuello al prójimo. Los odiamos tanto como los tememos. Sí, porque también sentimos un miedo espantoso de caer en sus manos y sufrir sus atrocidades. El miedo, el segundo pilar en el que se basa la enemistad, anida en nuestras almas alimentado a base de relatos narrando las barbaridades cometidas en pasados enfrentamientos y de cuya veracidad tengo que dudar ahora. Sirvan estas palabras para explicar en que situación tan contradictoria y penosa me encontré al sentir como crecían mis sentimientos por el guerrero filisteo. Temí convertirme en un traidor ya que no podía dejar de sentir una simpatía especial por Goliath, que paulatinamente se fue convirtiendo en amor como sólo he podido comprender mucho más tarde cuando ya lo había perdido para siempre.
Fue esa simpatía, sin duda, la que despertó mi interés por su pueblo, por lo que intenté recopilar la mayor información posible de las dos fuentes que se me ofrecían, la de nuestros historiadores y la proveniente de los labios de uno de ellos, mi amigo accidental.
¿Quiénes son verdaderamente los filisteos? Habían llegado al mismo tiempo que nosotros – cualquiera de los bandos que presumiera de ser el primero se engañaría a sí mismo o lo estaría utilizando como mera propaganda política para reclamar un derecho que no poseía ninguno de los dos – a ese territorio cuya soberanía nos disputamos. Lo que sí es cierto, es que si nuestro pueblo ha podido extenderse por estas tierras se lo debemos a ellos que desbarataron la hegemonía egipcia. Los egipcios dicen de ellos que sus corazones están repletos de confianza y sinceridad, y los llaman pueblos del mar refiriéndose a su procedencia.
– Sí, somos un pueblo del mar – me aclaró el gigante con su voz ruda, en la que la ternura con que me trataba resaltaba aún más –. Nuestra manera de entender la vida, nuestras ambiciones y nuestro carácter se reflejan en ese elemento. Que los egipcios nos bautizaran con ese nombre al desembarcar en estas orillas, fue un gran acierto. Nuestro afán de libertad y de aventura, ¿dónde se puede saciar mejor que en alta mar, contemplando un horizonte imposible de recortar, más lejano y misterioso cuanto más nos acercamos a él? ¿Y qué mejor retrato de nuestra alma, la calma de lo insondable mezclada con la pasión de las tormentas? Y por su carácter efímero, ¿a qué se asemeja más nuestra existencia que a la espuma de las olas? Y el paso del tiempo por nuestros cuerpos, ¿no es tan parecido a la erosión de las aguas en la tierra? Nuestros días, las olas que rompen en la playa de los deseos, nuestras noches cuando se repliegan, nuestra vida ese refrán que se repite interminablemente. Sí, somos un pueblo del mar. Somos apasionados, sentimentales y soñadores, es decir, cumplimos todos esos requisitos para no poder vencer ni triunfar nunca. Nos falta vuestra voluntad férrea, esa astucia que raya en el engaño y el cinismo, vuestro deseo de dominio tan necesario en una tierra tan conflictiva como este triángulo infernal entre dos mundos opuestos. Por eso estamos condenados a desaparecer. Somos navegantes en búsqueda de un horizonte que no alcanzaremos nunca, somos sólo sombras de deseos y huellas de recuerdos.
Con esas palabras me abrió las puertas de su alma y me metí en ella, como un bañista confiado en las aguas mansas de un mar en calma.
A los filisteos se les tacha siempre de lascivos y borrachos, de saqueadores de la región, lo que no concuerda con la realidad. »La mayoría de mi pueblo está formada por campesinos, artesanos y comerciantes, guerreros sólo a la fuerza y por necesidad«, me aclaró Goliath. De ello atestiguan sus trigales y viñedos en Ascalón, de dónde procede su codiciado vino, así como sus plantaciones de olivos, de los que se extrae el aceite, tan importante para preparar las comidas como para mantener nuestras lámparas encendidas. Todos reconocemos sus habilidades manuales como atestiguan su cerámica, que se caracteriza por sus cisnes, volutas en forma de árboles y finos dibujos geométricos de gran elegancia, así como la fama de sus afiladores y otros artesanos. En tiempos de Samuel, no se hallaba un herrero en toda nuestra tierra, por lo que todo Israel tenía que acudir a ellos para aguzar la reja y el azadón, la segur y el escardillo. Hasta para componer una aguijada había que recurrir a ellos.
Los adjetivos de lascivos y borrachos son las descripciones exageradas y peyorativas de su apasionamiento y sus ganas de gozar los placeres de la vida. Disfrutarlos es un arte y nada de lo que avergonzarse. El placer es un remedio mágico para quitarse el deje amargo de la premonición de la muerte en nuestra vida cotidiana.
Se diferencian de nosotros en que ellos se han asimilado a su nuevo entorno y a las costumbres de sus vecinos, mientras nosotros consideramos cualquier influencia como una deshonra, una mancha en nuestra pureza. Por eso, muchos de ellos, no han dudado en ocupar altos cargos en numerosas jurisdicciones egipcias, demostrando igualmente gran talento en esas tareas. Mientras que nosotros tendemos a un centralismo autoritario, desde la época de los jueces a la mía actual, que inauguró Saúl como primer rey, ellos han elegido un régimen federal que comprende cinco ciudades principales, Ascalón, Asdod, Ecrón, Gaza y Gath, la denominada pentápolis filistea, que destaca por encima de otras muchas aldeas fortificadas entre las que sobresalen Jabné y Jamnia. Las decisiones son tomadas conjuntamente por los cinco monarcas a quienes llaman seranims.
Los filisteos son un pueblo de civilización muy adelantada, con una organización política superior a la de las otras tribus de la tierra de Canaán y a la nuestra. Su ejército se distingue por su valor en la guerra, contando en sus filas con soldados temibles como los guerreros de intervalos. Aún en tiempos de Saúl mantenían el monopolio sobre los talleres siderúrgicos de la región, como atestiguaban las puntas de sus lanzas tan temidas, mientras que la mayor parte de nuestras armas, quitando las robadas o arrebatadas después de alguna contienda, eran de bronce o cobre. A Gerar se la llamaba y sigue llamando ciudad del hierro. Durante mi reinado y gracias a lo mucho que he aprendido de ellos y a la confianza que me han dispensado y de la que he acabado aprovechándome, he podido apoderarme de ese secreto, que pensábamos nos mantenían oculto para que no pudiéramos forjar nuestras propias armas y condenarnos a permanecer sus vasallos. Si hoy, nos podemos medir con ellos y figuramos entre los pueblos más temidos y respetados de la zona, es gracias a su ayuda.
Sus carros de guerra siguen siendo temibles y copiados por todos sus enemigos. La lanza y los ejes los hacen de madera de encina petrificada, las otras partes de madera de fresno o de ojaranzo. Con la corteza y brea del abedul fijan los rayos al cubo de las ruedas consiguiendo una estabilidad y una resistencia óptimas, como he podido apreciar con mis propios ojos durante mi estancia en Gath. En carros de bueyes se comenta que conducían a sus mujeres y niños a las batallas al aposentarse en estas tierras.
Con su flota de barcos, fácilmente reconocibles por los cisnes que adornan las rodas y quillas sumamente escarpadas así como por el timón colocado en popa a estribor y tan envidiados por la rapidez con la que pueden replegar e izar sus velas, gobiernan y controlan el mar, al que muchos ya llaman mar filisteo. Para afianzar y extender su floreciente comercio marítimo, son capaces de levantar puerto tras puerto en las costas más arenosas. También en la construcción ya sea de templos o de otros edificios civiles o militares nos llevan gran ventaja. Sus puestos militares nos han servido de ejemplo, cuando no los hemos utilizado como base para levantar nuestras fortalezas, tanto por su situación estratégica, dominando las tierras del alrededor como por su sólida construcción. ¿No se hizo famoso en uno de ellos, entre dos agudos peñascos, mi amigo Jonathán dando pruebas de su valor y derrotando a un enemigo muy superior en número con la única ayuda de su escudero? Esos apostaderos, ¡cuántas veces los he tenido delante de mis ojos, esas cuatro torres de piedra cuadradas, unidas por una muralla doble, alcanzando unos ochenta codos de largo por unos veinticinco de ancho y formando un patio interior medio recubierto por una construcción de madera de cipreses y pinos, cuántas veces hemos intentado asaltarlos y conquistarlos en tiempos pasados, cuando nuestra estrategia se reducía a ataques por sorpresa y otras escaramuzas ya que nuestro ejército era sumamente inferior al suyo para enfrentarse en terreno abierto! En todos los terrenos, tenemos mucho que aprender de ellos si queremos, aunque sólo sea, emular sus pasos.
Parece imposible que un solo pueblo pueda reunir tantas cualidades y poseer conocimientos tan valiosos como adelantados. El secreto me lo revelaron palabras posteriores de mi confidente. No somos una raza, somos un conglomerado de razas, me había precisado Goliath, y esa característica del pueblo filisteo es importantísima para poder comprenderlos. Claro que ninguno de nosotros tiene interés alguno en hacerlo, sino sólo en combatirlos y destruirlos. Los filisteos constituyen una entidad dinámica capaz de recoger, asimilar y trabajar diversas influencias. Ningún de ellos se opondría al matrimonio de una de sus hijas con un extranjero, al contrario de lo que sucede entre nosotros que seguimos calificando un matrimonio mixto de agravio, siempre que no nos depare otras ventajas.
Su flexibilidad y tolerancia son envidiables y propias de esas civilizaciones superiores que no necesitan rechazar o prohibir otras culturas por miedo a poder ser absorbidas por ellas sino que incluso se refuerzan asimilándolas. He sido el primero en reconocerlas, admirarlas, practicarlas e intentar infundírselas a mis gentes. Así he reclutado a oficiales de diferentes pueblos entre mis hombres de más confianza. Incluso he formado mi ejército profesional con cereteos y peleteos, que han llegado a convertirse en una especie de guardia especial, lo que me ha costado muchas críticas pero sin los cuales me hubiera sido imposible conseguir mis victorias más importantes. Ese mismo espíritu hubiera querido plasmar en nuestra organización política pero la oposición y resistencia de nuestra religión me lo han impedido, acusándome de querer atentar contra la ley de nuestro Señor.
En ese punto, también se diferencian los filisteos rotundamente de nosotros, en sus creencias y en la práctica de su religión. Todos nosotros hemos escuchado hablar de Dagón. Ya de pequeños nos asustan mentando el nombre de ese Dios, de cabeza y torso humanos, pero de la cintura para abajo tomando la forma de la cola de un pez, envolviendo su descripción en una sarta de relatos o bien espeluznantes o bien moralizadores, en los que se manifiesta siempre la superioridad de nuestro Señor. El más conocido de todos es el de la batalla de Eben-ezer, en la que perdieron la vida el profeta Eli y sus dos hijos, y el arca cayó en manos de los filisteos que la transportaron a Asdod y la metieron en el templo de Dagón. Al amanecer contemplaron estupefactos que su dios yacía boca abajo en el suelo delante del arca. Volvieron a colocarlo en su lugar, y al día siguiente a encontrarlo tendido en tierra sobre su pecho, con la cabeza y las manos cortadas sobre el umbral de la puerta. Por esta razón y desde entonces, decimos que sus sacerdotes y todos aquellos que acuden a su templo evitan pisarlo. No bastó tal prueba de superioridad, sino que el Señor descargó su mano terriblemente sobre los habitantes de la ciudad y comarca, hiriéndolos en la parte más secreta de sus nalgas. Al mismo tiempo, comenzaron los campos y las aldeas a bullir, viéndose invadidas por una gran multitud de ratones, a la que siguió la peste causando alta mortandad. Decidieron entonces los príncipes filisteos trasladarla primero a Gath y luego a Ecrón, pero la peste les seguía, y nuestro Señor hería también a los moradores de esas ciudades, desde los mayores hasta los menores, de modo que sus hemorroides, hinchadas y caídas, se corrompían, por lo que los geteos se vieron obligados a inventarse y confeccionarse unos asientos de pieles para aminorar el dolor. Al final, para librarse de todas esas calamidades, no tuvieron más remedio que restituirnosla acompañándola de grandes regalos en oro para expiar el pecado cometido.
Recuerdo que Goliath tardó en reconocer a su dios Apolo bajo el nombre con el que mi pueblo lo ha bautizado, como ha hecho con todos sus otros dioses, pero no en soltar una gran carcajada cuando le revelé aquella historia, sobre todo, al escuchar la parte de las hemorroides hinchadas y los asientos de piel. Herido en mi orgullo le reprendí por burlarse del relato y poner en duda su veracidad. Me pasó, entonces, suavemente la mano por la cabeza y me preguntó cómo podía creerme todas esas historias. Mi mirada debió reflejar todo el enfurecimiento que sentía en mi interior por lo que añadió que la mayoría de los hechos eran reales, pero que cada uno contaba la historia a su manera y que la nuestra era muy original y graciosa.
Volviendo a sus dioses, Apolo, es decir nuestro Dagón, es el más hermoso de todos. Dios del Sol y de la luz, por eso, a su nacimiento todo se convirtió en oro. De oro el agua del río, las hojas del olivo, la yerba y las olas del mar, cantaba Goliath. Además de ser el dios de la música y medicina, también es el patrón de la navegación. De vez en cuando toma la forma de un delfín para salvar a los náufragos y conducirlos a la orilla. Su animal sagrado y preferido es el cisne, símbolo de la elegancia. También me aclaró el filisteo que Apolo no era el único Dios que ellos veneraban, sino que existían otros muchos como, por ejemplo, Poseidón, al que nosotros llamamos Baal-sebub.
Nosotros, los israelitas, creíamos que, conforme a nuestra religión que excluye a las mujeres del culto, todos sus dioses son masculinos, pero existen también femeninos como Artemis, para nosotros Astaroth, la diosa de la fecundidad y de los animales, la doncella que rechazó a todos los hombres y de la que se dice que al tensar su arco, no tiemblan ni los pliegues de su túnica, o aquella otra diosa cuyo cuerpo se confunde con la silla donde toma asiento, como he podido comprobar con mis propios ojos en Gath, donde me mostraron una de sus representaciones. Que los filisteos son politeístas es conocido de todos nosotros. Lo que desconocíamos es que en su naturaleza se puedan aunar lo bueno y lo malo, la belleza y la fealdad, el amor y la envidia, lo que sacudió fuertemente mi mente. Al principio, no me lo podía explicar. ¿Cómo podía un pueblo tan culto e inteligente aferrarse a esas creencias? No sólo no creían en un sólo Dios sino en una disparidad de ellos – estando incluso dispuestos a aceptar al nuestro entre ellos, lo que hubiera matado del susto a muchos de nuestros sacerdotes – que se contradecían y peleaban entre ellos. Como ninguno era omnipotente, permanecía la victoria incierta.
– No existe nadie bueno, ni nadie malo, ni siquiera los dioses, querido amigo – me expuso Goliath para aclarar mi confusión –. Y el que piense que lo es, ese es el más loco y peligroso de todos.
Esas palabras de Goliath tampoco las he podido olvidar nunca. Un mundo donde no existe ni lo malo ni lo bueno, en el que una multitud de Dioses se aman y se odian, se confabulan o disputan el destino de los hombres y de las cosas. Y de ese equilibrio nace la armonía. ¡Qué mundo tan diferente y lejano del nuestro a pesar de cohabitar vecinos el uno al otro!
Miré los ojos oscuros y llenos de vida de Goliath intentando penetrar en ellos para contestar esa pregunta que perturbaba todos mis pensamientos: ¿Podía ser feliz un hombre con esas creencias y esa mentalidad, según nuestra moral tan equivocado y pecador? ¿Podía ser, acaso, más feliz que nosotros? Goliath seguía sonriéndome, esa fue la respuesta que buscaba. Se sentía parte de un mundo al que no intentaba dominar, lo que le confería una calma y una tranquilidad especiales, propias de quien se encuentra satisfecho y no ambiciona.
Siempre me han parecido los dioses filisteos demasiado sencillos, naturales y humanos en comparación con el nuestro, muestra de poder y soberanía. Para nosotros, la religión es reflejo de la verdad, respuesta a preguntas de otro modo incontestables, instrumento de poder y dominio, para ellos, sin embargo, es una mezcla de magia, adivinación y superstición, un relato tan asombroso como prodigioso, tal como iba a ser para mí esa amistad que se estaba fraguando entre nosotros.
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POR UNA CULTURA SOCIAL.PORQUE SOLO LA CULTURA SALVA LOS PUEBLOS. CULTURA - HISTORIA - SOCIEDAD
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