La guerra fría del siglo XXI
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Ni Estados Unidos ni China. La Guerra Fría del siglo XXI se parecerá mucho más a la que ya empiezan a librar compañías como Apple y Google que a la que enfrentó a EE UU con la Unión Soviética. Esta vez, además, condicionada por una serie de estrellas invitadas: gobiernos, agencias de espionaje, big data, ciberactivistas o sociedad civil organizada.
Las grandes compañías tecnológicas manejan presupuestos superiores al PIB de la inmensa mayoría de los Estados de la Tierra. Sólo dos de ellas, Apple y Google, se reparten la práctica totalidad del mercado de sistemas operativos móviles, a gran distancia de Blackberry y Windows. Otras empresas crecen a la sombra de Android, el sistema operativo de Google, como Samsung, HTC o LG.
Pero para completar el repóquer de ases que combatiría en esta Guerra Fría ‘no estatal’ tendríamos que mirar también a Amazon, a Microsoft o a Facebook; especialmente a sus ingentes almacenes de datos recopilados. Que si Facebook fuera un país, por cierto, hoy sería el tercero más poblado de la Tierra, sólo por detrás de China e India.
Cada uno de los contendientes va moviendo sus fichas. En 2012 Facebook compró Instagram por 1.000 millones de dólares, y ahora ha comprado Whatsapp por 19.000 millones de dólares, apropiándose de la empresa de mensajería instantánea más exitosa del mundo –y, por lo tanto, una amenaza–. Whatsapp, sin embargo, pagaba a menos de 60 empleados.
¿Qué compra Facebook entonces? Datos. Google compró YouTube tras su fallida apuesta por Google Vídeos. Fue en 2006 y pagó 1.600 millones de dólares, casi diez veces menos de lo que paga ahora Facebook por Whatsapp. Microsoft ya se ha hecho con la compañía finlandesa Nokia, antaño hegemónica, hoy venida a menos. Intenta no perder el tren móvil, aunque hay quien dice que quizá ya sea tarde. Apple decidió prescindir de Google Maps y de YouTube como aplicaciones nativas en iOS y desarrolló sus propios Maps con TomTom. Fue un desastre y la compañía mandó una inédita carta de perdón a los usuarios. También Jeff Bezos, fundador y CEO de Amazon, ha decidido mover ficha y se ha comprado la emblemática cabecera The Washington Post.
Cada una de estas compañías pugna por la supremacía tecnológica con diferentes visiones, sea apostando por sistemas abiertos o cerrados. El campo de batalla entre ellas no se diferencia mucho de cualquier otro sector con libre competencia basado en la oferta y la demanda. Sin embargo, hay un hecho diferencial. La verdadera ‘bomba nuclear’ que tiene cada compañía es la ingente cantidad de datos privados de los usuarios y la enorme dependencia que hemos generado de sus servicios. La protección de la privacidad es la gran batalla, que por cierto vamos perdiendo. Aprovecho para mandar un saludo a los amigos de la NSA, que seguro que nos acompañan en la lectura.
Los dispositivos basados en tecnología móvil tienen hoy más influencia en nuestra vida diaria que muchas decisiones políticas de los respectivos gobiernos nacionales. Parece mentira, pero que desaparezca sin previo aviso una app de nuestro teléfono enfada a mucha gente más que las decisiones del próximo Consejo de Ministros. Y hay una gran diferencia: los dispositivos móviles, que saben más de nosotros que nuestros ministros, están diseñados, programados, regidos, regulados y gobernados por compañías no sometidas, evidentemente, a ningún control democrático o ciudadano. Podría argumentarse que la opción de no votarlos se reduce a no comprarlos o a darse de baja… ¿no?
No tan rápido. En cierto modo, el usuario está atrapado. Se puede cambiar sin mayor complicación de coche o de pantalones, pero hoy es muy difícil cambiar de dirección de correo electrónico o de perfil virtual en una plataforma online. ¿Volver a reunir a todos mis amigos otra vez? ¿Tener que dar mi nuevo correo a todos mis contactos? ¿Cómo voy a hacerlo, si además es ya parte de mi trabajo diario, es la manera que tengo de contactar con mi gente y de estar al día de lo que ocurre en mi entorno?
En el proceso, los usuarios han ido cediendo datos clave a las compañías privadas; datos que están almacenados en lugares que escapan a nuestro control, pero no al de los servicios de inteligencia. El individuo, que se las prometía muy felices con tanta libertad al alcance de su mano, también está atrapado por el descarado control al que se ve sometido gracias a las agencias gubernamentales que hacen uso del big data. Compañías como Apple o Google han hecho un ejercicio de transparencia presentando en público las peticiones de datos del gobierno estadounidense, pero no hay por qué esperar que este patrón de comportamiento se repita. Ni tampoco hay por qué suponer que han enseñado todo. Estas empresas –que son las que recaban los datos de los que luego se sirve la NSA u otras agencias– no responden ante el control democrático de la ciudadanía, sino ante sus propios intereses comerciales.
Claro que en la Guerra Fría del Siglo XXI también hay movimientos hippies que protestan contra los Vietnams de turno: Wikileaks, Anonymous, Edward Snowden, Julian Assange… En lugar de flores y guitarras ahora utilizan herramientas informáticas, generando otra auténtica contracultura, esta vez global, con la careta de Guy Fawkes que popularizó V de Vendetta.
Pero no todo es tan feo. Pese al control al que está sometido el ciudadano, Internet ha sido clave para entender, por ejemplo, todos los movimientos de protesta global de los últimos tiempos. Quizá no tanto en el caso de la Primavera Árabe, donde fue mucho más importante Al Jazeera que Twitter, dado el ínfimo nivel de penetración que tiene en la población de los países árabes; pero las redes sociales han estado enormemente presentes en los movimientos de protesta en la orilla norte del Mediterráneo, de Occupy Wall Street o de las protestas en Estambul, Brasil o Moscú. Aunque hay opiniones para todos los gustos: algunos como Evgeny Morozov –investigador y escritor bielorruso muy crítico con el poder de las redes– dicen que lo que provocan estas plataformas es la desmovilización: cientos de miles de jóvenes que se conforman con tuitear desde su habitación en lugar de salir a las calles a cambiar las cosas.
Entonces, si tanto el empoderamiento individual como la posibilidad de control son un hecho, ¿es Internet nuestro mejor aliado para la transformación y el progreso político y social de la historia o no? ¿Es un espacio abierto que crea sociedades más libres y democráticas? ¿O, por el contrario, es el escenario perfecto para el control político? ¿Son las redes sociales la mejor manera de movilizar a las sociedades o son la mejor manera de tenerlas vigiladas? Lo más probable, parece, es que sea todo a la vez. Dependerá de cómo se utilicen, de la legislación y de la presión que pueda ser capaz de ejercer la ciudadanía sobre los gobiernos.
La brecha de desconfianza que ha provocado la NSA nos ha hecho abrir los ojos. Los ciudadanos desconfían ahora de los gobiernos, aunque lo expresen a través de las redes que sospechan que vigilan. Los propios gobiernos también desconfían entre sí, pese al ¿poco creíble? mensaje de Obama hace pocas semanas diciendo que dejaría de espiar a países amigos. Quizá Internet se balcanice y cada gobierno nacional prefiera implantar redes nacionales cerradas y controladas para no depender de servidores en suelo estadounidense. Podría ser una coartada perfecta para que regímenes autoritarios como China o Rusia continúen levantando murallas contra la libertad que se le presupone a la red, aunque de hecho ya lo hagan. El sueño de un Internet abierto, libre y global se ha contaminado por el espionaje del Club de los Cinco Ojos (Estados Unidos, Reino Unido, Australia, Canadá y Nueva Zelanda), y una alternativa europea para los sistemas de almacenamiento en la nube –con servidores en suelo europeo, fuera de las garras de la NSA– se empieza a plantear como opción.
En la Guerra Fría del Siglo XXI no hay teléfonos rojos ni agentes malvados con acento ruso y dientes de hierro. Hay gobiernos, multinacionales, empresas y ciudadanos; ciberespionaje, ciberterrorismo, ciberseguridad y ciberguerra. La bipolaridad ya no es ideológica: es libertad contra control o privacidad contra intromisión. Por ahora, parece, estamos en tablas.
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