domingo, 27 de noviembre de 2016

Orígenes de la Cultura Caribeña

Orígenes de la Cultura Caribeña


Los pensadores del Caribe han buscado nuestros orígenes en los acontecimientos que perfilaron nuestras sociedades en el siglo XVI: procesos de conquista y colonización, migraciones y repoblamiento, eliminación de las culturas aborígenes, aculturación y mestizaje; abandono del Caribe insular y pérdida de la hegemonía española. Otros la ubican en el siglo XVII, en el caso dominicano, con la Devastación de Osorio. El asunto se inserta en nuestra historiografía con la publicación de Américo Lugo (“Baltazar López de Castro y la despoblación del norte de La Española”, (1947) y sigue con los trabajos de Manuel Peña Batlle en su obra famosa, “La isla de La Tortuga”. En Puerto Rico, se muestra el origen precario de la colonia en las primeras décadas del siglo XVI hasta la octava década del mismo en que ya ha desaparecido la sociedad indígena y da paso a una sociedad con un predominio de elementos negros: tal vez entonces, podemos hablar de la música como la bomba, todavía un aire muy propio de los negros puertorriqueños.
Otros, como Edgardo Rodríguez Juliá, ve en el siglo XVIII el origen de la cultura del puertorriqueño. Y no hay dudas de que ese siglo tiene muchas referencias que nos podrían a pensar en momento culminante en que la cultura insular caribeña se diferenció de la cultura peninsular española. Es esta centuria donde mejor se adaptan las prácticas culturales viajeras a la vida del Caribe. España había perdido su fuerza paradigmática, vivimos en esos siglos en los que la pintura española de Velázquez, Goya y el Greco, parece contrastar con el horizonte de Caribe lleno de sol y calor. El claroscuro de Caravaggio y el Greco, el manierismo, en un mundo de luz y sombra, es el que mejor puede definir como cromatismo el mundo metropolitano.
La reforma protestante hizo que el rey Felipe II se encerrara en su palacio-monasterio del Escorial. Lugar lúgubre que hoy da al turista una muestra de la oscuridad de los tiempos. Es preciso leer a Ortega y Gasset y a Maravall (“La cultura del barroco”, 1975) para captar la atmósfera de los tiempos entre el siglo XVII y el XVIII. Esa época que recorre en la ficción de Arturo Pérez Reverte, en “El capitán Alatriste” y “Limpieza de sangre”, y que se centra en la lucha contra los elementos judaizantes, tiene sus tangencias con nuestro mundo. Si tomáramos dos obras de la literatura española (“La Celestina” y “El lazarillo de Tormes”) como modelo de representación de aquella sociedad, veríamos cómo se había cambiado el rasero social en una España que no podía guardar sus fronteras imperiales y un Caribe venido a menos dese que la conquista de Tierra Firme se hizo más apetecible. Puerto Rico y Cuba quedaron como puerta de entrada y de salida, y Santo Domingo como un referente. Escaseaba la harina, no había ropa y las mujeres prefirieron ir a misa de noche.
En “La Celestina”, de Fernando de Rojas, aunque es una obra que presenta la relajación de la moral del siglo XVI, encontramos el discurso de una vida paradigmática, que más bien parece en transición a otras prácticas del amor, Y, aunque aparecen relajados los valores, el autor trata de forma directa de mantenerlos. Podrá verse, sin embargo, como una forma de saltar la censura. Mas, su declaración de que el plan de la obra en mimesis III es mostrar lo que le pasa a los que relajan la moral, confirma el paradigma ético y le da a la obra el carácter de exemplum medieval.
En el caso de “El lazarillo de Tormes”, obra fundamental de la picaresca española, ya no existe un interés en mantener los valores, sino en mostrar cómo la sociedad se había igualado. Aparecen en la misma escala social el cura y el caballero, el ciego y el pedigüeño. Algo muy parecido es denunciado por el obispo Damián López de Haro en carta a Juan Diez de la Calle. Se deriva de la misiva del prelado que, en el San Juan de Puerto Rico del Siglo XVII, la vida era relajada, el modelo de clase no correspondía al español. ‘Aquí todos se creen descendientes de los Doce pares de Francia y muchos se llaman don, aunque no lo son’. En otras palabras, vivíamos en una picaresca. Tal así que el corso y el contrabando eran la orden del día y un mulato como Miguel Enríquez era el señor más rico de la colonia. Las leyes, la vida y el rasero religiosos también habían cambiado, creando un claroscuro en las aspiraciones de las elites tan relegadas a la milicia, a las luchas entre los cabildos eclesiásticos y municipales.
El abandono de la colonia de Santo Domingo caracterizará todo el siglo llamado por Juan Bosch, en “Composición social dominicana” (1970), el siglo de la miseria. Solo la llegada de los borbones franceses parece darles algún aliento a estas islas visitadas por Alejandro O’reilly en 1765. Pero son los mulatos los más auténticos hombres en la milicia y en toda actividad en la que la intrepidez era necesaria. En Cuba, se habla de un sacudón con el breve dominio inglés de 1762. El siglo XVIII fue de abandono en el Caribe hispánico, pero en el francés y en el inglés la burguesía europea impuso el negocio atlántico.
El capital, que pasó de Venecia a Sevilla en su peregrinar mediterráneo (Braudel), dio paso al capital atlántico que tuvo en Burdeos el centro del negocio esclavista. Millones de africanos llegaron a nuestras costas y se creó la colonia francesa de Saint-Domingue. Allí la ciencia y la educación, periódicos y nuevas formas de labranza y cultivos hicieron un enclave que despertó a una parte de la dormida colonia que tuvo en el racionero Sánchez Valverde a su mejor pensador y el primer expositor de un plan anti-utópico criollo. Nada hizo mejor la élite hispano-dominicana, perdida en un amplio territorio, que mantener la frontera creada en Aranjuez 1777 y vender ganado a la parte francesa
Nuestra sociedad brotó de la ausencia, de la carencia y, cuando el siglo parecía terminar ya, España se desentendió de todo en el tratado de Basilea en 1795, una isla como dijo el valido Manuel Godoy que era una carga para sus señores (véase “Memorias…”, 311-312).
Las crónicas francesas muestran ese mundo completamente extraño de los colonos españoles, un territorio de enfermos, de indolentes que no se animaban a ninguna empresa de cultivo y de industrialización, a pesar de tener todos los recursos que les dio la naturaleza. Porque eso fue lo que dejaron la España de los reyes católicos, la de los austrias y la de los borbones. La naturaleza y la gente perdida en un territorio poco poblado sin un desarrollo material apreciable.
El mundo caribeño es caracterizado por el relajamiento. No hay un paradigma. Somos anti-paradigmas. Nuestras instituciones se crearon más en la farsa del carnaval que en el justo orden que impone la racionalidad dieciochesca. El Caribe nuestro está fundado en ese mundo igualador de “El lazarillo de Tormes”. Muy bien lo retrata Alejo Carpentier en “El reino de este mundo”: El colono hispano-dominicano que llegaba a El Guárico, (Cabo francés) dormía con su esclavo, ayudante y sirviente. Era parte de un mundo en que todos eran iguales en la pobreza y el abandono?
periodico Hoy/ areito, 26/11/2016.

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