miércoles, 17 de mayo de 2017

Entrevista a Colin Crouch: “Las naciones son constructos políticos”

Entrevista a Colin Crouch: “Las naciones son constructos políticos”

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Hace unos años Colin Crouch causó conmoción en la opinión pública con el análisis que realizaba en su libro Posdemocracia, en el que afirmaba que nuestro orden político se encuentra en acusada decadencia. En la actualidad tendría motivos para pensar, a causa del Brexit y la elección de Trump, que su predicción se ha hecho realidad, e incluso más rápido de lo esperado. Hemos estado hablando con el hombre que puede tener nuevas predicciones para las elecciones británicas y la salida del Brexit.
En su libro Posdemocracia, exponía sus razones de por qué cree que el orden político de los países occidentales está en decadencia. Unos años más tarde, con el ascenso de Trump y el voto a favor del Brexit en Reino Unido, ¿diría que ha sido una consecuencia lógica de su análisis de 2004, el año en el que se publicó el libro?
Colin Crouch. Mi argumento era que la política en las democracias se estaba convirtiendo en una especia de juego manejado por las élites políticas y económicas. El declive de la idea de clases y de la religión había provocado que mucha gente perdiera un sentido fuerte de la identidad política mientras que la globalización estaba eliminando la posibilidad de tomar decisiones cruciales para llevarlas a niveles internacionales que están más allá del alcance de la democracia, que permanecía vinculada al Estado nación. El reciente ascenso de la extrema derecha por todo el mundo en parte confirma mi análisis, dado que estos grupos presentan una queja similar sobre la impotencia que siente la gente corriente. Pero también me ha pillado de sorpresa porque no me había dado cuenta de que, mientras otras bases históricas de la identidad política estaban en declive, la identidad nacional, no solo resistía sino que se estaba volviendo más relevante por la globalización, la inmigración, la crisis de los refugiados y el terrorismo islámico. Estos nuevos movimientos tienen sus raíces en el odio y buscan un retorno imposible al aislamiento nacional, por lo que además de perversos son inútiles. Pero debo admitir que son una respuesta a la posdemocracia.
Una de las premisas con las que se creó la Unión Europea fue la de superar al Estado nación estableciendo un orden supranacional por un lado mientras que por el otro se reforzaban las regiones, las peculiaridades de todas las partes de Europa. Yo habría tendido a creer que la identidad regional, como la de ser catalán o bávaro, por ejemplo, es siempre más fuerte que la narrativa nacional, que en comparación resulta algo más abstracta y artificial. ¿Por qué no es siempre así en su opinión?
C.C. Durante siglos los gobernantes de las distintas partes de Europa intentaron lograr que sus poblaciones sintieran una lealtad primaria al territorio que ellos administraban. Enarbolaron mitos sobre la “nación” y los enemigos de la nación para conseguirlo. Su éxito fue desigual. Los monarcas de los países escandinavos, Inglaterra, gran parte de Francia, Polonia y los territorios que se convirtieron en los Países Bajos, lograron un éxito especial. Pero se produjeron excepciones allí donde sobrevivieron identidades más locales: Escocia, Cataluña, el País Vasco, Bavaria, en cierta medida Gales y Bretaña, y muchas de las regiones y ciudades de Italia. Todo el asunto —tanto la creación de identidades nacionales como las resistencias locales a estas— fue bastante arbitrario. Pero lo arbitrario puede ser muy poderoso si se encuentra respaldado por importantes fuerzas políticas y una larga historia —incluso (o quizá especialmente) una historia mítica—. ¡Aquí no hay lugar para la racionalidad!
¿De modo que las narrativas nacionales están siempre basadas en especulaciones míticas, como el reino de Albión de Arturo o el de los nibelungos? Al menos uno puede ver a los movimientos de extrema derecha jugando con este tipo de motivos que han sido desenterrados una y otra vez a lo largo del tiempo, como, por ejemplo, en el contexto alemán, el Abendland, Occidente.
C.C. Sí, existe siempre un componente mítico importante en las narrativas nacionales porque necesitan la premisa de algún tipo de diferenciación nacional, que es casi siempre una ilusión porque, especialmente en Europa, ha habido mucho movimientos y mezclas de pueblos. La nación no puede ser definida solo por la geografía, dado que los límites nacionales han variado mucho con el paso de los siglos —incluso Reino Unido, que alega un estatus especial como “isla”, actualmente tiene unas fronteras nacionales que se remontan solo a 1922—. Se puede hacer más con el idioma, aunque existen numerosas excepciones a la especificidad de la lengua nacional, y la unidad lingüística es a menudo una imposición política. Cuando los checos y los eslovacos querían una Checoslovaquia independiente del Imperio Austro-Húngaro, se preocuparon de subrayar la similitud del checo y el eslovaco; hoy los Estados nación separados de Chequia y Eslovaquia se afanan en señalar lo diferentes que son sus lenguas. Las naciones son constructos políticos. Esto no quiere decir que la gente no crea en ellas —con fervor, a menudo de manera peligrosa— pero en momentos como el presente, en el que el excepcionalismo nacional está siendo usado con cínicos fines políticos, merece la pena recordar su artificialidad.
Estas narrativas conllevan una cierta reivindicación de la legitimidad de la autoridad de quien gobierna. Uno de los argumentos de los críticos de la democracia en nuestros días, de hecho, también afirma que la política, digamos la Unión Europea, por ejemplo, carece precisamente de esa legitimidad. ¿No necesitaría la Unión Europea, la democracia liberal en general, elaborar y articular ahora una narrativa propia?
C.C. ¡Desde luego! Nos hace falta desesperadamente una narrativa que muestre a la gente la necesidad de desarrollar la solidaridad con otros pueblos de los países vecinos, de modo que podamos enfrentarnos juntos a los desafíos de la globalización. En Europa tenemos mucho a lo que recurrir en términos de una cultura y una historia común —a pesar incluso de que esto último incluye muchas guerras y hostilidades—. Pero se necesita el apoyo de los líderes políticos, y estos tienen que estar dispuestos a decir que únicamente podemos hacer frente a los problemas actuales actuando juntos en toda Europa. En lugar de esto, con frecuencia sienten la irresistible tentación de envolverse en sus banderas nacionales y culpar a otros países por todo lo que va mal. Como ciudadano británico he presenciado cómo esto sucedía cada día durante décadas, conduciendo a mi país al estúpido camino en el que se encuentra hoy. Pero es también necesario que las instituciones europeas logren hacerse relevantes y atractivas para los ciudadanos. Jacques Delors sabía cómo conseguirlo, pero muy pocos de sus sucesores lo han intentado siquiera. Quizá una de las consecuencias buenas del Brexit será enseñarles esta lección.
¿Son las próximas elecciones generales de Reino Unido, el 8 de junio, un triunfo ahora de la democracia o el resultado con algo de retraso de un referéndum democrático defectuoso?
C.C. No son ninguna de las dos cosas; se trata solo de una manipulación política corriente. La primera ministra —que hasta hace dos semanas había afirmado con toda seguridad que no pensaba convocar unas elecciones generales repentinas— se ha dado cuenta de dos cosas. La primera: que su ventaja personal en las encuestas de opinión sobre el líder del Partido Laborista, Jeremy Corbyn, es abultada. La segunda: la Unión Europea le ha dejado muy claro que no habrá negociaciones sobre la nueva relación de Reino Unido con Europa hasta que el acuerdo de “divorcio” se haya completado. Esto significa que para cuando llegara el momento establecido para las próximas elecciones —mayo de 2020— solo habría consecuencias negativas derivadas del Brexit. Ella no quería enfrentarse a los votantes en una situación así. La retórica con que May ha envuelto la convocatoria de improviso de estas elecciones de hecho ha sido bastante poco democrática, haciéndonos pensar en el presidente turco Recep Erdogan. Ha declarado que tras las elecciones se debe poner fin a cualquier debate sobre el Brexit en el Parlamento, y que durante las mismas no se le debería pedir que se manifieste sobre lo que está intentando conseguir en las negociaciones. El periódico que le es más leal, el Daily Mail, tenía un titular muy conciso en primera página la mañana siguiente al anuncio de las elecciones, sobre una gran fotografía de May la frase «Aplasta a los saboteadores». Esa es la atmósfera política en la Inglaterra de hoy.
¿Espera que se produzca una votación que pudiera revertir el proceso del Brexit?
C.C. No. Lo único que podría detener el Brexit sería que, al final de las negociaciones, el Gobierno concluyera que las implicaciones son demasiado negativas para soportarlas, y propusiera a la opinión pública que cambiara de opinión en un segundo referéndum. Theresa May podría hacer esto, ella quiere claramente convertir el Brexit en un éxito. No obstante, creo que es improbable. Lo que subyace tras el triunfal optimismo de los brexiteers es su creencia de que pueden reconstruir la Commonwealth británica (el antiguo imperio) como una zona comercial con base en Reino Unido. Yo pienso que esto es un delirio, pero existe una profunda corriente de nostalgia por el imperio dentro del ala romántica del Partido Conservador, que también encuentra eco en cierto sector de la población, de todas las clases sociales. Hará falta, me temo, pasar por la experiencia completa de un intento fallido para debilitar la confianza en ese sueño.

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