domingo, 4 de junio de 2017

El sadomasoquismo de las relaciones de poder

El sadomasoquismo de las relaciones de poder

poderEl Estado constituye una minoría organizada que dispone de todos los mecanismos necesarios para ejercer el mando sobre la sociedad. Es una realidad en sí y por sí que articula a la elite dominante de un determinado país, y que por ello no se limita a ser un mero instrumento a su servicio para el despliegue de su poder sobre el resto de la sociedad. Prueba de esto es que sus componentes, sobre todo en los más altos niveles decisorios, constituyen un grupo aparte de la sociedad que tiene, precisamente por ello, conciencia de formar una clase exclusiva. Los integrantes de este grupo pertenecen a familias que generalmente están emparentadas entre sí, que comparten el mismo estrato social y económico, se han formado en los mismos colegios, institutos y universidades, son socios de los mismos clubes, comparten experiencias de vida muy semejantes, tienen gustos parecidos y trayectorias profesionales similares.[1]
Pero del mismo modo que históricamente la elite dominante ha buscado una identificación de sus súbditos con las instituciones que los gobiernan para, así, conseguir su consentimiento, se ha dado la tendencia contraria con la que afianzar la superioridad y exclusividad de este grupo y sus instituciones. Esto se manifiesta de una forma muy visual en la arquitectura de los edificios oficiales al caracterizarse por su enormidad, y cuya tendencia es la de reflejar el poder y grandeza de las instituciones que albergan y al mismo tiempo empequeñecer y avasallar a sus visitantes.[2]
Históricamente al poder no le ha bastado con obtener la identificación de sus dominados con sus instituciones, sino que también ha sido necesario que su legitimidad se base en un derecho indiscutido a mandar fundado en su propia naturaleza, y por tanto en una supuesta superioridad intrínseca que lo capacita para ejercer esa función de mando. El poder necesariamente requiere mantener cierta distancia con respecto a sus sometidos, pues el mando no es compartido con nadie y ello conlleva una diferencia jerárquica, una superioridad que exige ser reconocida. De esta forma es como el poder desarrolla una relación psicológica con los dominados que aspira a perpetuar el sentimiento de dependencia de estos últimos con respecto a aquel.
La tendencia natural del poder es su crecimiento ilimitado que lo aboca irremediablemente a abarcar un creciente número de ámbitos, circunstancia que se refleja claramente con una cada vez mayor tutela del propio individuo al hacerlo dependiente de una serie de instituciones que extienden su control sobre todos los ámbitos de su vida.[3] El hecho de que los Estados actuales se ocupen de una innumerable cantidad de funciones es el reflejo de su afán de controlar toda la vida del sujeto, pero sobre todo para establecer una relación de dependencia que contribuye a nulificar e infantilizar a las personas y a afianzar la idea de que sin el Estado son incapaces de hacer nada por sí mismas.
Estas relaciones de poder reúnen una serie de componentes que las hacen semejantes a las relaciones sadomasoquistas. En este sentido el poder no se conforma con nulificar subrepticiamente al sujeto con la permanente ampliación de sus funciones, sino que también requiere hacerlo de una forma explícita a través de innumerables recursos: sistema educativo, propaganda ideológica, medios de comunicación, producción cultural de todo tipo, etc. Por medio de estos recursos el poder despliega su sadismo sobre los dominados a los que degrada moralmente hasta cotas inimaginables al denigrarlos, envilecerlos y hacerlos sentir una completa inutilidad. Esta devaluación moral del sujeto a través de los mensajes que recibe está claramente dirigida a afirmar la superioridad de quien detenta y ejerce el poder.[4] Así pues, por medio de estos mensajes se persigue el engrandecimiento y culto al poder, además del avasallamiento y empequeñecimiento del sujeto hasta el punto de hacerle sentir una basura. Con todo esto no sólo se logra afianzar la distancia y superioridad del dominador respecto al dominado, sino que también sirve como mecanismo legitimador que, al devaluar al sujeto y destruir su voluntad, facilita el consentimiento del propio dominado que pasa a considerar como natural, necesaria y justa la posición del dominador al considerar que está capacitado para el ejercicio del mando.
El poder necesita que su superioridad sea reconocida para conseguir la obediencia de sus dominados. Cuando se ha logrado inculcar esta idea en la sociedad es cuando se manifiesta una actitud masoquista en los dominados, pues asumen e interiorizan el discurso dominante que los relega a la condición de seres inferiores, inútiles e incapaces. El empequeñecimiento y envilecimiento del sujeto sobrepasa la mera obediencia, y con ello la aceptación y reconocimiento de la superioridad de los dominadores, para convertirse en la destrucción de su voluntad y en la identificación con su condición de objeto al que el poder somete a todas sus apetencias. En cierto modo se interioriza el sadismo de la mentalidad de la elite dominante para aplicarlo sobre sí mismo, de tal forma la entrega es completa.
La elite rectora es la encarnación de los atributos opuestos a los del grupo dominado, lo que la cualifica para ejercer el mando en tanto en cuanto demuestra que posee el saber y la capacidad para organizar y dirigir al conjunto de la sociedad. Al mismo tiempo que esta elite representa unas cualidades superiores también infunde unos valores en el conjunto de la sociedad que facilitan su adhesión, ya que como grupo constituye una referencia y un agente protector del orden (su orden, no lo olvidemos) que nadie más es capaz de realizar. Así es como se establece una relación psicológica de dependencia de la sociedad hacia este grupo rector. El creerse ser dominado, y sobre todo sentirse poseído, por quien es considerado y reconocido como superior constituye la fuente de placer que facilita la identificación del sometido con su condición de esclavo además de su adhesión a sus dominadores. La alienación, como la ausencia de voluntad propia, se convierte en algo placentero, pues el ser poseído por quien se considera mejor, y por tanto por quien está precisamente por ello destinado a someterle, produce satisfacción.[5] Esto lleva a la natural aceptación de las decisiones y medidas del poder, incluso cuando estas son dañinas, flagrantemente opresivas o injustas, pues la sociedad ya no las tiene por tales.
La identificación del sometido con su condición de objeto, y por tanto de esclavo, al servicio ilimitado de la clase dominante aboca a una permanente incapacidad, a una dependencia funcional respecto a aquel grupo rector. La desaparición de esta elite adquiere necesariamente en el imaginario colectivo unas dimensiones catastróficas que significarían, no ya la orfandad de la sociedad, sino su misma destrucción al verse en una situación de dependencia que incapacita a los individuos para organizarse al margen de este grupo dominante al que han unido su futuro y su misma existencia. Todo esto aboca al permanente colaboracionismo del conjunto de la sociedad con su elite mandante con la que se identifica al concebirla como una proyección sublimada de sí misma, y en última instancia como una expresión de voluntad a pesar de haber sido suplantada por la de dicha elite.
En el fondo las relaciones de poder contribuyen a crear una sociedad dominada por el resentimiento y el odio. Un odio que está dirigido tanto contra uno mismo como contra los iguales y que resulta funcional para el poder establecido que, de esta manera, consigue establecerse como ente regulador que afirma su capacidad y función rectora y organizadora frente a la incapacidad del vulgo. Esta dinámica social se retroalimenta a sí misma hasta el punto de que deja de existir vida más allá de esa elite mandante a la que queda estrechamente unida la existencia de la sociedad, de tal forma que nada puede ser pensado sin ella. En este punto es cuando la elite ya no es identificada con unas personas concretas, sino que pasa a ser conceptualizada como grupo y función inherente a la sociedad, y que por ello mismo su existencia constituye una necesidad para la existencia misma de la sociedad independientemente de cuáles sean las individualidades que ocupen esa posición de poder. La imaginación política queda recluida a los estrechos límites impuestos por el autoritarismo que logra así perpetuar las estructuras de dominación en el seno de la sociedad.
Esteban Vidal 

[1] Wright Mills, Charles, La elite del poder, México, Fondo de Cultura Económica, 1957.  Mosca, Gaetano, La clase política, México, Fondo de Cultura Económica, 2002.
[2] Resulta de lo más ilustrativa la descripción que se ofrece sobre la construcción del Pentágono y su inmensidad arquitectónica como expresión del poder de esta institución en Carroll, James, La casa de la guerra. El Pentágono es quien manda, Barcelona, Memoria Crítica, 2006.
[3] Jouvenel, Bertrand de, Sobre el poder. Historia natural de su crecimiento, Madrid, Unión Editorial, 2011.
[4] Estos mensajes son en el fondo una permanente violación de la integridad y dignidad del sujeto, además de una violación de la libertad en sus múltiples ámbitos pero sobre todo de conciencia. Por medio de estos mensajes se trata de normalizar una serie de ideas, disvalores y códigos de conducta acordes con las pretensiones del poder.
[5] En el terreno de la psicología de masas es interesante el análisis de Freud a la hora de abordar los resortes que operan en los procesos de adhesión a líderes o grupos dominantes done la libido, como elemento de placer, juega un papel cardinal. Freud, Sigmund, Psicología de las masas, Madrid, Alianza, 1984
.http://www.portaloaca.com/opinion/8420-el-sadomasoquismo-de-las-relaciones-de-poder.html#.UuGSRFdq3JU.blogger


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