miércoles, 19 de julio de 2017

El bohío dominicano: de lo real a lo simbólico

El bohío dominicano: de lo real a lo simbólico

Ponencia presentada en el Encuentro Internacional de Arquitectura Popular en el Medio Rural: las Casas Pajizas, celebrado en Pinolere, La Orotava, Tenerife, Canarias, España, durante los días 31 de octubre al 3 de noviembre de 2002.
Evolución del bohío a través de la historia de Santo Domingo
Por Walter Cordero**( Miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Historia.)
Fuente: Revista CLIO. Órgano  de la Academia Dominicana de la Historia.  No, 165-05. Año 2003. Pág. 103-128

Estaba representado por dos tipos de construcciones, uno redondo de palos parados o verticales llamado caney, muy resistente a los vientos y otro cuadrado, de dos aguas y con más aposentos o piezas. Este último era habitado por los caciques y otras gentes de cierta jerarquía en la sociedad Al referirse a la vivienda aborigen, Gonzalo Fernández de Oviedo indicó que el bohío de los taínos indígena. Ambas viviendas se hallaban recubiertas de pajas obtenidas de diversas variedades de palmas y gramíneas. El cronista añadió que este último material era de carácter decorativo y que ya en su época se iba extinguiendo por destinarse a la alimentación de animales (Gonzalo Fernández de Oviedo. Historia general y natural de las Indias, Tomo I. Madrid, Ediciones Atlas, 1959, p. 146 (Biblioteca de Autores Españoles).
Al hablar de este tipo de vivienda, Las Casas destacó la consistencia y belleza del caney. Este tenía forma de campana, y constituía un habitáculo colectivo ya que, según dijo, albergaba entre 10 y 20 personas o más. En referencia a su precio, narró que un español vendió a otro uno por seiscientos castellanos o pesos de oro, y que cada vivienda podía valer “cuatrocientos i cincuenta maravedíes”. (Bartolomé de las Casas. Obras Escogidas, Tomo I. Madrid, Ediciones Atlas, 1957 (Biblioteca de Autores Españoles).
Durante casi cinco siglos, el bohío constituyó el albergue común a los indígenas, españoles, africanos, así como también al híbrido étnico criollo, resultante del entrecruzamiento genético y cultural de aquellos en el territorio dominicano.
Pero, obviamente, las casas descritas por los cronistas españoles al inicio de la colonización evolucionaron en sus diseños y materiales de construcción.
En los tiempos de miseria colonial comprendidos entre finales del siglo XVI y la segunda mitad del XVIII, la vivienda tendió a ser tan precaria como la propia inseguridad de la vida rústica y difícil del hatero y del esclavo. La casa rural devino más pequeña y a los materiales existentes se les añadieron barro, estiércol de res y tablas de distintas maderas duras.
En 1717 Pierre de Charlevoix estimó la población de la parte española de la isla, ya dividida en dos colonias, en 18,410 almas. Y afirmó, en referencia a la situación de estos habitantes, que
“(...) nada es más pobre que esos colonos: excepto la capital, donde quedan todavía varios palacios y mansiones, que se resienten verdaderamente de su antiguo esplendor; por donde quiera en otras partes no se ven sino chozas y cabañas, donde apenas se está a cubierto” (Pierre de Charlevoix. Historia de la Isla Española de Santo Domingo, Tomo I. Santo Domingo, Editora Santo Domingo, 1975, p. 385 (Sociedad Dominicana de Bibliófilos).

Al parecer, este sombrío panorama adquirió otro matiz en la segunda mitad del siglo XVIII. En esa época, la producción ganadera halló salida hacia el lado francés –más próspero por sus plantaciones de gran rendimiento– con lo cual mejoró la situación económica de los hateros y hacendados. También en ese tiempo surgieron nuevas poblaciones y se refundieron otras, gracias principalmente a la inmigración canaria.
Según la versión que ofreció Sánchez Valverde, en 1780:
“(...) se veía la Capital reedificada en la mayor parte con edificios de mampostería y tapias fuertes, de que se habían hecho calles enteras. El resto estaba poblado de buenas casas de madera, cubiertas de yaguas, bien alineadas y bastantemente cómodas y capaces (...)”.(Antonio Sánchez Valverde. Idea del valor de la Isla Española. Ciudad Trujillo, Editora Montalvo, 1947, p. 133.)

Es decir, de bohíos donde residía una proporción indeterminada de la población de Santo Domingo. En la ruralía, los efectos benéficos del realce económico de estos años son notorios por el número y condición de los bohíos en tinglados de algunos hateros, registrados en los protocolos notariales de Bayaguana e Higüey. Para esa misma época y en años posteriores, la gente común del campo, representada por pequeños criadores, libertos y esclavos, seguía viviendo mayormente en habitáculos rústicos y antihigiénicos. De hecho, en referencia a esta casa, los
Inventarios de bienes la describían desprovista de puertas y la llamaban peyorativamente bohichuelo, estimada para fines de compra y venta por debajo de la cotización atribuida a un burro.
En 1851, Schomburgk contrastó la exhuberancia de la naturaleza y fertilidad del suelo con la pobreza del campesinado tabaquero residente en el vado comprendido entre el río Camú y La Vega, cuyos bohíos eran

“(...) de apariencia miserable y no superiores, en lo referente a comodidad y protección contra los elementos de la naturaleza, a las que encontré entre los indios salvajes de la Guyana”.( Sir Robert Schomburgk. “Relación de un viaje a las Provincias del Norte y a la Península de Samaná”. En Bernardo Vega y Emilio Cordero Michel (eds.), Asuntos dominicanos en archivos ingleses. Santo Domingo, Editora Corripio, 1993, p. 14. (Fundación Cultural Dominicana).

Este mismo autor también refirió la decadencia que en la fecha indicada padecía Monte Cristy, la cual era una aldea dotada apenas con 22 bohíos.

Durante el último cuarto del siglo XIX, la transición productiva hacia la agricultura de exportación le confirió gradualmente mayor estabilidad social al campesinado dominicano. Cabe recordar que nuestro país –a diferencia de lo que ocurrió en Cuba y Puerto Rico– tuvo una economía rural muy diversificada y un crecimiento demográfico mucho más lento y tardío. Salvo la llanura oriental, donde el acaparamiento del suelo por los ingenios azucareros impidió el avance del campesinado independiente, en la mayor parte del territorio dominicano la agricultura evolucionó en base de pequeñas y medianas explotaciones agrícolas que fijaron durante generaciones a gran parte de la población en el campo si bien bajo condiciones de vida modestas y precarias.
En el Cibao, el tabaco y más tarde el cacao, el café y otros productos agrícolas alimenticios impulsaron las actividades comerciales y dinamizaron el crecimiento poblacional en la zona más rica del país. En el sur, la pequeña producción azucarera, el café, los rubros alimenticios y la crianza contribuyeron de diversas formas a asignarle un nuevo perfil a la zona rural de esta región. En consecuencia, en esta fase el bohío campesino se amplió numéricamente, mejoró en ciertos casos su condición material y arquitectónica y reafirmó su papel como epicentro de la convivencia familiar y social.
Pero, como anoté anteriormente, el bohío no era la respuesta habitacional solamente para la población rural.
Todavía al cierre del XIX y en las décadas subsiguientes este era también la vivienda más extendida en el país en las zonas urbanas. Según afirma un autor consultado, en 1880 en las principales calles de la entonces villa de San Carlos, “solamente existían bohíos fabricados de tablas de palma con techo de yaguas”. (M. A. González Rodríguez. “Apuntes y recuerdos de San Carlos”. Clío, Año XXIII, Nº 104. Ciudad Trujillo, julio septiembre de 1955, p. 133 (Academia Dominicana de la Historia).
 Igualmente, en opinión de Francisco Veloz, comerciante capitaleño que escribió sobre el barrio capitalino de La Misericordia, en 1894 este conglomerado tenía más de 300 bohíos. (Francisco Veloz. La Misericordia y sus contornos (1894-N1916), 1ª ed. Santo Domingo Editora Arte y Cine, 1967, p. 216.)
Por otra parte, algunos datos estadísticos dispersos indican que, en 1893, Santo Domingo contaba con 907 bohíos de yagua; San José de Ocoa, 164 sobre un total de 181 viviendas. Un lustro después, en 1898, en La Vega fueron registrados 597 bohíos techados con yaguas dentro de un total general de 793 viviendas empadronadas en un censo levantado ese año. A su vez, Santiago tenía en esa misma fecha 1,510 bohíos de yaguas de un conjunto de 2,047 viviendas; en 1910, la cifra ascendió a 1579 bohíos. Por último, en 1909, Baní apenas tenía 60 casas de zinc y 30 de tejas frente a sus 465 bohíos techados de cana. (Por otra parte, algunos datos estadísticos dispersos siglo de vida ocoeña, Vol. I. Santo Domingo, Editora Amigo del Hogar, 1970, p. 99; Mario Concepción. La Concepción de la Vega. Relación Histórica. Santo Domingo, Editora Taller. 1981, p. 130 (Sociedad Dominicana de Geografía, Vol. XVI); Ayuntamiento de Baní. “Resultado del Censo”. Baní, Libro de Actas del Ayuntamiento, 5 de abril de 1909. )

En 1935 casi todos los habitantes del país se guarecían de los elementos bajo casas de paja. Para entonces teníamos 234,289 bohíos de un conjunto habitacional ascendente a 301,834 viviendas, o sea, el 78% del total existente. De ahí que, en el caso dominicano, por lo menos hasta bien entrado el siglo XX, es difícil enfocar el bohío sin referirse a su presencia urbana. Por supuesto, la mayor parte de las casas censadas ese año correspondían al campo, que acogía el 82% de la población entonces existente que totalizaba unas 1, 479,417 personas. (Dirección General de Estadísticas. Anuario estadístico de la República Dominicana, 1939, Tomo I. Santiago, Editorial El Diario, 1940 (Véanse informes correspondientes a La Vega, p. 174; San Juan de la Maguana, p. 94 y Duvergé, p. 101).
Para dar una idea más detallada de la situación a nivel local, una provincia tan importante como La Vega sólo tenía 4,721 casas frente a los 26,651 bohíos y ranchos que agrupaban el 81% de todas sus edificaciones, incluyendo las que no eran clasificadas como viviendas.14 Muy distante del Cibao, en la pobre demarcación fronteriza de Duvergé, 2,125 bohíos y barrancones de yagua y cana con piso de tierra representaban el 96% de las viviendas habitadas.15 En tanto que en la fértil común de San Juan de la Maguana, las gentes también vivían mayoritariamente en la vivienda universal de los dominicanos de entonces.
En ese tiempo, el que luego sería el granero del sur, sólo tenía un edificio, 253 casas y 9,246 bohíos y ranchos, de los cuales 5,656 estaban construidos en tejamanil (tierra y estiércol) y apenas 20 de concreto.16 Salvo los casos excepcionales de las tres principales ciudades (Santo Domingo, Santiago y Puerto Plata), el bohío se enseñoreó en las ciudades del país hasta los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. Durante esas décadas, la economía dominicana logró un notable avance en su producción interna y exportable así como en la industria sustitutiva de importaciones.
También, aunque en forma moderada, se incrementó el nivel de empleos y los salarios, sobre todo en la industria azucarera. Además, la dictadura trujillista contuvo rígidamente la migración interna en un esfuerzo por limitar el crecimiento urbano y emprendió algunos proyectos de viviendas populares y para los sectores medios. Todos estos factores influyeron de algún modo en el retroceso numérico del bohío en ciudades como Santo Domingo y Santiago de los Caballeros.
En la zona rural, por el contrario, dicha construcción reafirmó su condición de vivienda más representativa de la identidad campesina dominicana. Este fenómeno estuvo asociado al proceso expansivo de la producción agrícola y del campesinado durante el régimen dictatorial de Rafael Leónidas Trujillo, así como a la ya mencionada coerción de que se valió dicho gobierno para retener la población en el campo, disponiendo, incluso por decreto en 1953, la prohibición del éxodo rural hacia los centros urbanos.
Este acorralamiento de la población en el ámbito rural comenzó a fragmentarse a mediados de los años cincuenta, cuando la dictadura celebraba con mayor alborozo su primer cuarto de siglo. Para entonces, la expansión de la frontera agrícola se agotaba y la depresión de los precios internos por los pesados gravámenes existentes desalentaba al productor rural a permanecer vinculado al terruño. Adicionalmente, la disponibilidad de materiales de construcción para levantar y mejorar los bohíos se había convertido, en ciertos casos, en una actividad furtiva, por la merma del bosque y las disposiciones legales que desde los años cuarenta regulaban estrictamente la tala forestal.

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