sábado, 15 de julio de 2017

Turquía: ¿qué está en juego?

Turquía: ¿qué está en juego?

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Turquía: ¿qué está en juego?
Poster del presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan. (Chris McGrath/Getty Images)
Claves para entender la situación actual del país un año después del golpe de Estado.
El sábado 15 de julio de 2016, hace un año, un piloto militar turco, a bordo de un avión de combate, bombardeó el Parlamento de Turquía durante un intento fallido de golpe de Estado que dejó cicatrices en Ankara y Estambul, la capital política y la capital económica del país, y más de 240 muertos. Fue un momento trascendental en la historia de la República, un acontecimiento tan importante para los turcos como lo fue el 11S para los estadounidenses, cuando les demostró a las claras que el Atlántico ya no bastaba para mantenerlos a salvo. Para los turcos, el trauma fue aún más profundo, porque fue una facción de su propio Ejército la que llevó a cabo la agresión. Ni siquiera durante la desaparición del Imperio otomano, cuando las potencias imperialistas ocuparon parte de Turquía, se había atacado a las instituciones del Estado.
El presidente Recep Tayyip Erdogan se apresuró a acusar al clérigo suní turco Fethullah Gülen, autoexiliado en Estados Unidos, y a sus seguidores, de ser los responsables de este intolerable ultraje. Erdogan y los gülenistas se unieron en un matrimonio político de conveniencia en noviembre de 2002, con la llegada del partido Justicia y Desarrollo al poder, con el objetivo de limpiar las instituciones de los funcionarios de mentalidad laica. Sin embargo, empezaron a distanciarse en diciembre de 2013, cuando el Gobierno de Erdogan se vio golpeado por el mayor escándalo de corrupción del país. Desde entonces, se empezó a considerar a los gülenistas como el caballo de Troya en el núcleo de poder, pero ahora se les califica directamente de organización terrorista.
Turquía lleva todo un año en estado de excepción y no parece que la situación vaya a cambiar. Dicen que las medidas estarán en vigor hasta que haya pasado la amenaza. Hasta ahora, según informaciones del Boston Globe, las leyes de excepción han permitido al Gobierno encarcelar a más de 40.000 personas acusadas de conspirar para planear el golpe, despedir o suspender de empleo a más de 140.000 funcionarios del Estado, prohibir las actividades de aproximadamente 1.500 grupos civiles, arrestar a un mínimo de 120 periodistas y cerrar más de 150 medios de comunicación.
Pero las preguntas cruciales continúan sin tener respuesta: ¿qué habría sucedido si los conspiradores del 15 de julio hubieran triunfado? ¿Quiénes eran los designados para gobernar el país? ¿Estaba Gülen, de 76 años y con problemas de salud, dispuesto a volver al país y ocupar el poder? ¿Quién habría formado su gobierno? ¿Cuál era su verdadero objetivo? ¿Iban a cambiar la Constitución? ¿A convertir la república laica en una república islámica? ¿Qué visión de conjunto tenían?
Erdogan dijo que los gülenistas le habían engañado, pero luego reconoció que les “había dado todo lo que habían pedido”. Hubo un mal uso de los motivos religiosos, y nadie debe olvidar ese aspecto. Después del 11S, cuando los musulmanes empezaron a sufrir discriminación en los países occidentales, Erdogan y el entonces presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, crearon una iniciativa, la Alianza de Civilizaciones, cuyo propósito era combatir el miedo al tristemente famoso choque de civilizaciones teorizado por el politólogo y especialista en estrategia de seguridad Samuel P. Huntington. El proyecto, auspiciado por la ONU, quería descubrir las causas fundamentales del extremismo en distintas sociedades y culturas y ayudar a mitigar el radicalismo y el fundamentalismo.
Si Erdogan, como copresidente de la Alianza, no fue capaz de presentar un argumento mejor que el hecho de que los gülenistas le engañaron, ¿cómo podían esperar que nadie se tomara en serio los principios en los que se basó aquella iniciativa? Toda la palabrería sobre cómo las personas de diferentes orígenes, etnias, colores y religiones pueden llevarse bien se pone en tela de juicio cuando llegan las crisis. Lo que afrontó Turquía el 15 de julio de 2016 es un ejemplo peligroso, y el copresidente español debería haber sido consciente de que tenían la responsabilidad de descubrir cómo es posible que los gülenistas se volvieran violentos, bombardearan su propio país y su Parlamento y mataran a su propia gente. La Alianza de Civilizaciones debería haber estudiado este fenómeno para tener credibilidad a la hora de examinar los errores de otros. Mientras no se desentrañen los motivos que impulsaron a quienes tramaron y llevaron a cabo el golpe, nadie podrá creer verdaderamente en que la voluntad del Gobierno de luchar contra este grupo sea sincera, y la gente nunca podrá dejar de preocuparse por la posibilidad de que otro grupo religioso se haga con el control gubernamental. Huelga decir que el Ejecutivo turco tendrá un argumento menos para combatir la islamofobia.
Erdogan solía denigrar a la “vieja Turquía” por oponerse en el pasado a los grupos religiosos e impedir que la gente ejerciese su derecho a practicar sus creencias como le pareciera. Ahora bien, si se hubieran tomado en serio en su momento las decisiones judiciales y del Consejo de Seguridad Nacional de aquella vieja Turquía, el país no habría sufrido este trauma. Pero, como el golpe de los gülenistas fracasó, Erdogan y sus partidarios culpan ahora a la oposición de haber dado refugio a los partidarios de Gülen en las instituciones del Estado.
No cabe duda de que la política es el arte de la manipulación, pero esta teoría parece excesiva. De hecho, incluso la comisión parlamentaria organizada por el Gobierno para investigar el golpe tuvo que confesar por escrito que los gülenistas habían incrementado rápidamente su presencia en las instituciones desde que Erdogan se hizo con el poder en 2002.
Turquía: ¿qué está en juego?
El líder del Partido Republicano del Pueblo en el Congreso, en la oposición en Turquía, Kemal Kilicdaroglu, durante una marcha contra el sistema judicial. (Gurcan Ozturk/AFP/Getty Images)
Kemal Kilicdaroglu, líder del principal partido de la oposición (Partido Republicano del Pueblo en el Congreso), ha planteado preguntas similares. También ha exigido que Erdogan no utilice las mezquitas para actos políticos. La noche del 15 de julio, Erdogan ordenó a los imames que subieran a los minaretes para pedir a la gente que inundara las calles y derrotara a los golpistas. En el primer aniversario, las mezquitas volverán a servir de punto de reunión con fines políticos, una grieta más en el ya endeble muro que separa el Estado de la religión.
Kilicdaroglu subraya que, el año pasado, el país vivió dos intentos de golpe: uno que fracasó y uno que triunfó. En su opinión, los gülenistas fueron los autores del acto del 15 de julio, pero el Gobierno lo sabía de antemano y no hizo nada para evitarlo. El 20 de julio, el Ejecutivo llevó a cabo un golpe civil, cuando proclamó las leyes de excepción, puso fin a la supervisión parlamentaria del Tribunal Constitucional y empezó a gobernar mediante unos decretos que rebasan, con mucho, los límites legítimos el marco legal del Estado de excepción.
La presidencia de Erdogan ha acumulado tanto poder que las leyes parecen ya inexistentes. Nadie puede discutir sus decisiones. El país está dividido en dos bandos: el de Erdogan, considerado la nación legítima, y el de los terroristas, que son fundamentalmente toda la oposición. Existe un malestar creciente, y la confianza de la población en el sistema de justicia es menor que nunca.
El 14 de julio de 2016, cuando Enis Berberoglu, diputado del Partido Republicano del Pueblo (CHP), de la oposición, fue condenado a 25 años por revelar secretos de Estado —que el Gobierno estaba enviando armas a los yihadistas en Siria— al diario laico Cumhuriyet, Kilicdaroglu hizo algo que no había hecho nunca. Hasta ahora, era un líder débil de la oposición que había desperdiciado muchas oportunidades de dar un vuelco a la situación en contra de Erdogan. El último ejemplo lo había dado el día del referéndum constitucional, el 16 de abril. Sus bases, seguramente, confiaban en que esa misma noche hubiera aparecido ante las cámaras y se hubiera dirigido a la Junta Electoral Suprema. No lo hizo. Fue el último en dirigirse a la nación, después de que el primer ministro y el presidente celebraran su victoria. Las objeciones de Kilicdaroglu al recuento de votos, después de que comparecieran ellos, no tuvieron ningún valor.
Sin embargo, cuando se supo la condena de Berberoglu, Kilicdaroglu anunció de inmediato que pensaba recorrer a pie los 458 kilómetros que separan Ankara de Estambul —donde Berberoglu está preso— para llamar la atención sobre los problemas crecientes del sistema de justicia. Y la gente no le dejó solo. Cientos y cientos de miles de personas marcharon con él hasta Estambul, y más de un millón se les unió en la concentración final en Maltepe, Estambul.
Ahora, Erdogan, que quita importancia a esta marcha porque, en su opinión, el sistema de justicia es “independiente” y actúa como es debido, va a tener que reconocer que la oposición ha roto las cadenas del miedo y es capaz de llenar las calles de gente para exigir al Gobierno que tenga en cuenta su opinión. Independientemente de que el apoyo a Erdogan sea mayoritario, este es un nuevo dato que promete ponerle mucho más difíciles las cosas.
“Si el pueblo pudo parar el golpe saliendo a la calle, también podrá imponer la justicia saliendo a la calle”, dijo Kilicdaroglu ante la marea humana que celebró el fin de los 25 días de marcha. “Este no es más que el comienzo”. Fue como si, con cada paso, se hubiera ido regenerando: tenía un tono y un lenguaje corporal más seguros y decididos que nunca. Como si ahora hubiera adquirido la actitud propia de un líder de la oposición. No obstante, para motivar a la gente, tendrá que mantener viva esa sinergia y dejar claro que no ha sido un puñetazo aislado sino que tiene una auténtica estrategia para cambiar las cosas en favor de la oposición e incluso ganarse a los votantes del AKP y otros. El tiempo dirá si es capaz de cumplir las expectativas.
Esta semana, ahora que ha terminado la marcha de Kilicdaroglu, Erdogan va a adueñarse a su vez de la calle en una serie de “vigilias democráticas” para conmemorar el primer aniversario del golpe fallido. También va a dirigirse al país, el 15 de julio. Aunque el hecho de que se celebren estas manifestaciones masivas sin provocaciones ni incidentes más graves es síntoma de la fortaleza de Turquía, también indica que el país está dividido en dos bandos cada vez más alejados. Hasta los propios partidarios de Erdogan saben, en el fondo, que el sistema judicial está politizado y, cuando les llegue el momento, sufrirán también las consecuencias, si no se protegen la separación de poderes y el Estado de derecho. Eso, siempre que no ocurra algo peor, siempre que las manifestaciones pacíficas se vuelvan violentas. Está en juego nada menos que el destino de Turquía, y ha llegado el momento de que los políticos se muestren a la altura de las circunstancias y se alcen en defensa del país y su futuro. Antes de que sea demasiado tarde.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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