EL CALIFATO DE CÓRDOBA (II): DE ALMANZOR AL HUNDIMIENTO
La fuerte personalidad del administrador del califato de Córdoba marcó un enérgico mandato, pero a costa de una dinastía califal que entró tristemente en barrena.
La muerte de Alhakam II señala el inicio del fin para el califato de Córdoba. La proclamación de su sucesor ya fue problemática, al pretender algunos dignatarios elevar al trono a un hermano del califa difunto llamado al-Mugirah. No lo consiguieron. Subh, viuda de Alhakam y madre del heredero, y el visir al-Mushafi, ayudados por Almanzor, defendieron los derechos del pequeño Hisham, de 11 años de edad, y lo proclamaron tercer califa omeya.
Con el apoyo de Subh, la carrera de Almanzor fue meteórica. Ibn Hayyan, principal fuente de información del período, da a entender que eran amantes y que ya mantenían relaciones en vida de Alhakam, durante la cual Almanzor pasó de simple redactor de memoriales a hachib(administrador) de los bienes del pequeño Hisham. Después acaparó el poder que, en razón de la edad del califa, ejercía su madre. Almanzor desplazó al visir (una especie de primer ministro), cerró acuerdos con los jefes militares del norte de África y se casó con una hija del viejo general Galib, que ahora gobernaba la Marca Media. Al mismo tiempo, minó la voluntad del pequeño Hisham proporcionándole toda clase de placeres.
El astuto administrador
Cinco años después de la muerte de Alhakam, Almanzor controlaba la maquinaria califal: disponía del presupuesto a su voluntad, tomaba las decisiones políticas y organizaba las aceifas. Esa concentración provocó rechazo entre el clero. Lo combatió con manifestaciones de piedad, como una ampliación de la mezquita mayor que prácticamente duplicaba lo construido. También se encontró con la animosidad de su suegro, que se oponía a la usurpación del poder califal. Almanzor acabó con Galib. Solo le faltó destronar a Hisham y proclamarse califa, pero comprendió que una cosa era disponer del mando y otra eliminar a la dinastía. Nunca lo hizo, y ahí radicó una de sus mayores habilidades, aunque con su actuación debilitó tremendamente la institución califal. Cuando Hisham tuvo edad para gobernar, anunció que deseaba dedicarse a una vida retirada y piadosa. En realidad, Almanzor le aisló del mundo, sin importarle que Subh pasara de ser su amante a su más mortal enemiga. Ella encabezó la conspiración más peligrosa de cuantas hubo de afrontar el hachib.
Solo le faltó destronar a Hisham y proclamarse califa, pero Almanzor comprendió que una cosa era disponer del mando y otra eliminar a la dinastía.
En las dos décadas anteriores a su muerte, que acaeció en 1002, el califato gozó de una aparente estabilidad, resultado de la represión, del populismo del que hizo gala y de las riquezas procedentes de sus aceifas, piezas clave de su gobierno. Es poca la información que poseemos de sus campañas. Su centro de operaciones era Medinaceli, y desde allí marchaba sobre objetivos concretos. La obtención de botín no excluía hacerse con alguna ciudad cristiana, como ocurrió con Zamora, conquistada en 981 y devuelta años después. Las dos campañas más importantes fueron las dirigidas contra Barcelona, terriblemente saqueada en 985, y Santiago de Compostela, arrasada en 997, aunque Almanzor ordenó no destruir el templo en que se daba culto al Apóstol.
El hachib llegó a acuerdos con los reinos cristianos, que reconocían su supremacía. Bermudo II de León le entregó a una de sus hijas. Almanzor hizo de ella una concubina, pero luego la liberó para casarse. Contrajo matrimonio con una hija del rey de Pamplona, Sancho Abarca, y de esa unión nació el que se conocería como Abdarrahman Sanchuelo.
En el norte de África Almanzor hizo frente a deserciones, cambios de bando y reclamaciones de los isidríes, apoyados por los fatimíes. Pero mantuvo la soberanía de Córdoba y estableció en Fez una especie de virreinato. Quizá lo más importante de su política norteafricana fueron los contingentes de tropas proporcionadas por los caudillos bereberes para sus campañas contra los cristianos. Fueron una de las facciones más importantes de su ejército, y, tras su muerte, constituyeron una fuente continua de problemas. La última expedición del hachib fue la de 1002. Tenía 60 años, edad considerable para la época, se sintió mal y falleció en Medinaceli. Más tarde se creó el mito de su derrota en Calatañazor. Su muerte fue acogida con alborozo en el campo cristiano y consternación en Al-Ándalus.
Lucha entre hermanos
Al debilitar la imagen del califa, el sistema se estaba quebrando. En el lecho de muerte, Almanzor había entregado el poder a su hijo Abdelaziz. No carecía de cualidades, aunque no tenía las virtudes de su progenitor. Se hizo nombrar primer ministro por Hisham II, al que mantuvo también aislado. Córdoba vivió bajo su mandato (1002-08) en medio del lujo y el desenfreno. Abdelaziz atrajo a las masas con bajadas de impuestos y manifestaciones públicas de piedad, que no eran obstáculo para que participara en orgías donde corría el vino en abundancia. En aquel ambiente, las familias de la aristocracia árabe, postergadas por su padre, conspiraban para recuperar peso. Los jefes bereberes, por su parte, se mostraban arrogantes y competían con los eslavos, la otra gran facción del ejército califal. Algunos ministros intrigaban.
Con Abdelaziz continuaron las aceifas. Los cristianos, inmersos en litigios internos, apenas pudieron hacerle frente. En la campaña de 1003 atacó la Marca Hispánica, y en la de 1007, la más gloriosa, arrasó Clunia y recibió del califa el título de al-Muzaffar (el Victorioso). Al ponerse en campaña en 1008, se sintió indispuesto a pocas leguas de Córdoba y falleció repentinamente. Algunos señalaron a su hermano Abdarrahman Sanchuelo como instigador de su muerte. Si fue cierto, no representaba la primera conjura a la que se enfrentó. En 1006 había mandado matar al visir ibn al-Qattah, que conspiraba con la aristocracia árabe para eliminarlo a él y a Hisham II con la idea de entronizar a un nieto de Abdarrahman III. Con su muerte se abrían las puertas a la crisis política y la guerra civil, que acabarían con el califato cordobés. Comenzaban las dos décadas más dramáticas de la España musulmana. Por todas partes surgieron conflictos y luchas. Se sucedieron a un ritmo vertiginoso soberanos incapaces, cuyos reinados se contaban por meses.
Abdarrahman Sanchuelo se hizo nombrar sucesor del califa; Córdoba, conmocionada, se amotinó.
Abdarrahman Sanchuelo tenía los defectos de Abdelaziz y carecía de sus virtudes. Se hizo nombrar por Hisham sucesor en el califato. Córdoba, conmocionada, aprovechando que Sanchuelo estaba en la frontera para responder a un ataque cristiano, se amotinó, y proclamó califa a un bisnieto de Abdarrahman III llamado Muhammad. Se hizo la pantomima de declarar la muerte de Hisham y se efectuaron exequias. En realidad, se le recluyó con apenas servicio. Muhammad autorizó a las turbas el saqueo de Medina Zahira, palacio construido por Almanzor emulando Medina Azahara. Ordenó demolerlo, y la plebe cordobesa acometió la tarea con celo. Enterado Sanchuelo, decidió regresar, pero las deserciones fueron numerosas entre sus tropas. Los bereberes, núcleo de su ejército, le abandonaron, y cuando estaba a una jornada de Córdoba fue detenido y ejecutado al intentar suicidarse. Su cadáver acabó expuesto a los insultos de la plebe.
Ristra de califas
Muhammad convirtió en soldados a miles de hombres de los barrios populares, que se comportaron de forma violenta, a menudo al borde de la subversión. Fueron frecuentes el desorden y los enfrentamientos con los bereberes, que, por otra parte, designaron califa a otro descendiente de Abdarrahman III y lo enfrentaron a Muhammad, pero fue derrotado. Los bereberes abandonaron la ciudad y proclamaron a Sulayman, otro bisnieto de Abdarrahman. Con la ayuda de Sancho García, conde de Castilla, que la prestó a cambio de algunas plazas fronterizas, se apoderaron de Córdoba, pero en muchas de las provincias no se reconoció su autoridad.
Mientras en los arrabales cordobeses aumentaba el rechazo hacia los bereberes, verdaderos dueños de la situación, el vencido Muhammad huía de la capital. Encontró apoyos en la Marca Media, y logró cerrar acuerdos con el conde Ramon Borrell III de Barcelona y el también conde Armengol de Urgell. Con un ejército en el que los francos (nombre que los andalusíes daban a los cristianos) eran muy numerosos, Muhammad marchó sobre Córdoba y venció a Sulayman, que se retiró hacia el sur perseguido por su rival. Pero este sufrió una severa derrota en las cercanías de Ronda. En Córdoba se nombró de nuevo a Hisham II, que reapareció “milagrosamente” y ejerció como califa por segunda vez entre 1010 y 1013.
Los bereberes pusieron cerco a la capital, que estuvo sitiada casi tres años. Para pagar a los defensores se vendieron en almoneda los restos de la gran biblioteca de Alhakam II. En medio de fuertes tensiones sociales, los partidarios de la rendición optaron por entregar la ciudad a los bereberes, que la saquearon salvajemente. Ibn Hazm, en su famosa obra El collar de la paloma, dejó testimonio de aquellos terribles días. La suerte de Hisham II es una incógnita. Según unos, Sulayman, elegido de nuevo califa, lo mandó ejecutar; según otros, le permitió marchar a Almería, donde habría acabado sus días. En cualquier caso, nunca más volvió a aparecer en la convulsa escena política cordobesa, aunque en muchas mezquitas de Al-Ándalus se siguió durante años pronunciando su nombre en la oración de los viernes.
Un ambicioso gobernador se proclamó califa tras asesinar a Sulayman. Por primera vez desde Abdarrahman I, se sentaba en el trono alguien que no era omeya.
Con Sulayman, Al-Ándalus entra abiertamente en el desgobierno. La Marca Media y el Levante, controlados por eslavos, no acataban sus órdenes, y los bereberes mantuvieron su apoyo a cambio de grandes concesiones de tierras. El golpe fatal lo recibió Sulayman de un ambicioso gobernador de Ceuta, Alí ibn Hammud, que se proclamó califa después de asesinarlo. Por primera vez desde Abdarrahman I, se sentaba en el trono cordobés alguien que no era omeya.
Los gobernadores de Almería y Zaragoza promovieron la candidatura califal de otro bisnieto de Abdarrahman III, llamado Abdarrahman IV al-Murtada. Hammud se dispuso a hacerle frente en Jaén, pero fue asesinado. Los partidarios del omeya marcharon sobre Granada, donde sufrieron una contundente derrota, y al-Murtada perdió la vida en Guadix. Mientras tanto, un hermano de Hammud, llamado al-Quasim, fue escogido como soberano por los bereberes. Muy pronto se enfrentó a las intrigas de su sobrino Yahya, que lo expulsó de Córdoba y se proclamó califa, manteniéndose en el cargo durante año y medio. Hasta que al-Qasim, a su vez, lo destronó.
Una auténtica ratonera
Sin embargo, los cordobeses querían el regreso de la dinastía omeya. Se eligieron tres descendientes del primer califa y, contra los pronósticos, fue nombrado un nuevo Abdarrahman, llamado al-Mus-tazhir. Su califato duró 47 días. Terminó cuando las turbas asaltaron Medina Azahara y designaron califa a otro omeya que encontraron en palacio. Era Muhammad IV, un personajillo indolente y cobarde a quien se llamó “Miedecillos” y “Barriguita”. Se mantuvo en el poder cerca de un año, en medio de los mayores desórdenes. Ante la noticia de que un hijo de Hammud se dirigía a Córdoba para reclamar los que consideraba sus derechos, escapó disfrazado de cantora, pero le asesinó un cortesano de los que le acompañaban en su huida. El hijo de Alí ibn Hammud tardó meses en llegar, nombró a un visir que lo representara y se marchó. A esas alturas, Córdoba no resultaba apetecible. Las arcas del Estado estaban vacías, las posibilidades de morir asesinado eran altas y los dominios califales estaban reducidos a poco más que la ciudad.
En un cuarto de siglo, la obra de Abdarrahman III se había desmoronado. El califato de Córdoba era historia.
La aristocracia cordobesa que no había perecido o huido ante los disturbios y la subversión asumió entonces el protagonismo, en un último intento de recuperar el prestigio de otro tiempo. Buscó un descendiente de Abdarrahman III y estableció contacto con las marcas y los gobernadores de las coras para sumar fidelidades y conjurar el caos. Tras muchas discusiones y consultas, se eligió a un hermano de Abdarrahman IV al-Murtada. Su interés era tan escaso que tardó dos años en aparecer por Córdoba, y cuando lo hizo causó una penosa impresión, que corroboró con sus disposiciones. Un año después, en noviembre de 1030, fue invitado a irse, y una comisión de notables declaró extinto el califato.
En un cuarto de siglo, la obra de Abdarrahman III se había desmoronado. Sus causas, apenas apuntadas por los cronistas árabes, se han interpretado de forma diferente. Para el historiador Alejandro García Sanjuán, su origen se encuentra en la fractura del poder califal en el momento de la proclamación de Hisham. El medievalista David Wasserstein considera que se halla en la proliferación de poderes locales, que promovieron la desunión, dando lugar a las taifas que siguieron a la disolución califal. En una interpretación ya clásica, Lévi-Provençal, historiador francés del pasado siglo, opinó que el origen radicaba en la suma de diferentes factores. Por un lado, en las fuerzas disgregadoras, consecuencia de la heterogeneidad étnica y la formación de facciones militares organizadas según sus orígenes. Por otro, en la incapacitación de Hisham II por parte de Almanzor y en la falta de tacto de su hijo Abdarrahman Sanchuelo. También en la creciente injerencia en los asuntos públicos de la guardia bereber, que convirtió a los califas en marionetas. Por último, en la propia plebe de Córdoba, siempre proclive a la anarquía, y en la falta de compromiso de la aristocracia árabe, solo asumido, muy al final, por algunas familias. Todo ello habría ayudado a dibujar el cuadro de esta tragedia.
Este artículo se publicó en el número 543 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.
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