El brutal «castigo divino» que permitió al Imperio español aplastar a la Primera República de Venezuela
El 26 de marzo de 1812 un gran seísmo causó severos daños en las posiciones defensivas de los independentistas. Curiosamente, sus efectos fueron nulos para los patriotas
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Hay ocasiones en las que demostrar arrestos en el campo de batalla no llega a ser tan determinante como la casualidad. Situaciones en las que el azar puede ser más letal que una espada bien afilada o un mosquete puesto a punto. A lo largo de la historia estas jugarretas del destino se han contado por decenas. En el Desembarco de Normandía, por ejemplo, una inoportuna cabezadita de Hitler (sobre el que recaía la responsabilidad de movilizar a las tropas nazis) impidió que los germanos pudiesen coordinar una defensa eficaz contra los aliados. Y otro tanto ocurrió en Rocroi, donde un engaño que se tragaron felizmente los españoles sirvió a los galos para poner punto y final a la era dorada de nuestros Tercios.
Algo parecido ocurrió el 26 de marzo de 1812, poco después de que Venezuela se alzase en armas contra el colonialismo de Fernando VII declarando su Primera República por las bravas. Fue en aquella jornada cuando un inesperado y gigantesco terremoto destrozó varias ciudades partidarias del bando patriota (fina palabra que los españoles preferían sustituir por «rebelde») bien pertrechadas para resistir la acometida de las tropas realistas llegadas desde la Península. La tragedia natural, considerada un «castigo divino» por parte de los defensores del imperialismo español, permitió al capitán Domingo de Monteverde conquistar las posiciones sin derramar apenas sangre.
El desastre provocó, a su vez, la caída de la Primera República del país, cuyos líderes se vieron obligados a ceder el poder absoluto a un reconocido general (Francisco Miranda) en un intento desesperado de no ser derrotados.
El terremoto frustró tanto a los generales venezonalos que el mismísimo Simón Bolívar cargó contra los elementos aquel día a voz en grito: «Si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca». Al militar, no obstante, este tragedia le ayudó a forjarse la imagen de benefactor del pueblo. Y todo ello, gracias a testimonios como el del periodista de la época José Domingo Díaz, quien describió así los momentos inmediatamente posteriores a la catástrofe: «Subí por [las ruinas del templo] y entré en su recinto. […] Allí vi como cuarenta personas, o hechas pedazos, o prontas a expirar por los escombros. […] Jamás se me olvidará este momento. En lo más elevado encontré a Don Simón Bolívar que, en mangas de camisa, trepaba por ellas para hacer el mismo examen. En su semblante estaba pintado el sumo terror, o la suma desesperación».
Independencia
Hallar el origen de la independencia de Venezuela requiere retroceder en el tiempo hasta el final del siglo XVIII. Años en los que la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa armaron los pilares sobre los que, posteriormente, se asentarían los movimientos sociales latinoamericanos ávidos de dar el golpe de gracia al imperialismo. Por si la ideología no hubiera revuelto suficiente las aguas, y tal y como desvela el historiador Ángel Rafael Lombardi Boscán en su conciso dossier «Historia de la independencia de Venezuela (1810-1830)», nuestra España perdió poco después la capacidad de dominar los mares (y llevar refuerzos hasta sus posesiones en el Nuevo Mundo) tras la batalla de Trafalgar (1805) y, allá por 1808, sufrió la invasión del «Petit corso» Napoleón.
Pintaban bastos para los españoles, vaya. Y al otro lado del Atlántico no pasó desapercibida la precaria situación en la que nos hallábamos. Si ya nos resultaba más que arduo mantener nuestra soberanía ante el gabacho invasor... ¿Cómo diantres podríamos aferrarnos a nuestro imperio colonial? Con estos mimbres, solo fue cuestión de tiempo que los movimientos independentistas venezolanos crecieran al calor de la debilidad de la metrópoli y acabaran plantado cara a las autoridades realistas en la región allá por abril de 1810.
«Aunque el 19 de abril de 1810 es la fecha que marca el comienzo de la crisis institucional en Venezuela abonando el terreno para la generación de cambios políticos, el conflicto entre realistas y patriotas se inició formalmente el día 5 de julio de 1811, fecha en la que el Congreso de Venezuela declaró la independencia del país frente al Imperio español», explica el investigador e historiador Francisco Alfaro Parejo en su obra «La historia oculta de la Independencia de Venezuela: De la guerra idealizada a la paz imperfecta».
Ese día vio la luz la República de Venezuela con la declaración de la independencia por parte de la mayoría de los diputados del Congreso. Y todo ello, a pesar de que esa reunión había sido organizada para defender los derechos del soberano.
El resultado fue un tratado en el que se dejó sobre blanco que los pueblos venezolanos decían «au revoir» al Imperio. Algunos, al menos, pues otros tantos se negaron a bajar de sus mástiles la bandera de Fernando VII. Así comenzaba aquel texto: «Nosotros, pues, a nombre y con la voluntad y la autoridad que tenemos del pueblo de Venezuela, declaramos solemnemente al mundo que sus provincias unidas son, y deben ser desde hoy, de hecho y de derecho, estados libres, soberanos e independientes y que están absueltos de toda sumisión y dependencia de la Corona de España o de los que se dicen o dijeron sus apoderados o representantes». Así nació oficialmente la Primera República de Venezuela.
Campaña inicial
Tras la declaración de independencia, la región quedó totalmente dividida. Por un lado, las provincias de Guayana, Coro y Maracaibo se mantuvieron leales a Fernando VII y al Consejo de Regencia que gobernaba en su nombre en la zona. Por otro, Barinas, Trujillo, Mérida, Barcelona, Cumaná e isla Margarita (todas ellas ubicadas en las cercanías de Caracas) declararon su rechazo a la monarquía. Así lo desvela el periodista y divulgador histórico Javier Arreaza Miranda en su página especializada «Miranda. Aventurero de la libertad».
En principio, el bando realista planeó la campaña de forma defensiva a sabiendas de la ingente cantidad de tropas de las que disponían los patriotas (unas fuerzas, no obstante, carentes de mando efectivo y entrenadas de forma precaria). La organización de los combatientes leales al rey recayó sobre Fernando Miyares. «Miyares había sido nombrado Capitán General de Venezuela por la Junta Central el 29 de abril de 1810; fue reconocido como tal por el Ayuntamiento de Maracaibo el 23 de julio de 1810; por el de Coro el 11 de agosto y por el Ayuntamiento de Guayana el 7 de marzo de 1811», explica Edgar Esteves González en su libro «Batallas de Venezuela, 1810-1824».
Por su parte, el mando efectivo del ejército rebelde se le otorgó a un viejo conocido de la corona: Francisco Miranda. Un antiguo militar y espía a las órdenes de España que, tras años rindiendo pleitesía a la monarquía, había decidido apoyar la independencia.
A pesar del mayor número de tropas a su cargo, lo cierto es que oficial conocía a la perfección las limitaciones de sus hombres. «Con cinco mil soldados en teoría disponibles las guarniciones militares bajo control republicano tenían un número de efectivos mucho mayor que el de las realistas, pero no existía una estructura de mando coordinado que permitiera la colaboración entre las fuerzas militares controladas individualmente por cada provincia, lo que impedía aprovechar debidamente esa superioridad numérica», afirma Arreaza.
Por si fuera poco, Miranda también se enfrentaba por entonces a una cúpula política más preocupada por aplastar a los supuestos traidores que había entre sus filas, que por enfrentarse al ejército realista. Actitud que no tardó en provocar recelo entre los patriotas de base.
«Para las clases populares, el rey tenía una imagen protectora frente a los oligarcas criollos. Para los propios criollos de aquellas regiones, quienes gobernaban Venezuela imprimían papel moneda sin valor, generaban desbordamientos populares y controlaban el orden público con un sistema de terror. […] La República se hallaba entonces en el más completo desorden y en la lucha de facciones. La represión a todo aquel que fuera denunciado como traidor iba en aumento», explica Roberto Barletta Villarán en «Breve historia de Simón Bolívar».
Monteverde
Mientras Miranda andaba a vueltas con la alta política, el gobernador de Coro (al norte de Venezuela), Francisco Ceballos, fue informado de que las fuerzas realistas ocultas en Corora (una de las plazas cercanas a esta urbe) iban a sublevarse en nombre de Fernando VII. La oportunidad no podía desperdiciarse, así que el político ordenó a uno de sus hombres más reconocidos, el capitán de fragata de 38 años Domingo Monteverde, acudir en ayuda de los insurrectos y enlazar posteriormente con Miyares. «Monteverde desembarcó en Coro el 8 de febrero de 1812, enviado por las autoridades españolas de Puerto Rico en ayuda de Miyares, con una Compañía de Marina integrada por 120 soldados y tres oficiales bajo su mando», desvela Esteves en su obra.
Monteverde bien merecería el reconocimiento de España. Y es que, a pesar de contar siempre con unas fuerzas mínimas, logró convertirse en una verdadera molestia para Miranda. Sus andanzas comenzaron cuando, siguiendo las órdenes de Ceballos, partió de Coro el 10 de marzo de 1812 al mando de una fuerza de 200 combatientes.
Su primer objetivo fue el pequeño pueblo de Siquisique, aproximadamente a 200 kilómetros. «Entró el día 17 sin ningún inconveniente gracias a que se les unió el indio Reyes Vargas. Este oficial tenía el mando de dos compañías patriotas y, traicionando su causa, se volteó con sus soldados hacia el bando realista y dejó sin mando a Pedro León Torres, encargado de la defensa de la población», completa el experto en su obra.
Con estos nuevos refuerzos, el canario Monteverde continuó hacia Corora acompañado de 700 soldados muy bien pertrechados. Su avance fue implacable y, en apenas unas pocas jornadas, conquistó la posición. «El 19 de marzo tomó sobre la marcha la población de Baragua y atacó el día 23 a Carora, la cual tomó después de un ligero combate», desvela Esteves. La fortuna se alió nuevamente con este oficial, pues una enfermedad del militar al mando de la urbe impidió que la defensa fuera organizada de forma efectiva. «Quiso la buena suerte del isleño que, cuando atacaba a Carora, una cruel dolencia privaba a los independientes de su jefe. Afligidos y desconcertados estos, no intimaron a defenderse», afirma Rafael María Baralt en «Resumen de la historia de Venezuela: desde el descubrimiento de su territorio por los castellanos en el siglo XV hasta el año de 1797 ordenado y compuesto».
Cruel milagro
Las fuerzas de Monteverde, a pesar de haber aumentado considerablemente desde que partió de Coro, seguían siendo inferiores en número por entonces a las rebeldes. Baralt explica en su obra que «la pérdida de todos los españoles era inevitable si experimentaban un revés, habiéndose internado mucho en país enemigo, con débiles fuerzas y a gran distancia del cuerpo principal». Sin embargo, el oficial, más que envalentonado, no tardó en poner sus ojos sobre la ciudad de Barquisimeto, a un centenar de kilómetros de Carora. Pero... ¿Cómo conquistarla? La misión se planteaba más que ardua.
La solución se presentó en forma de desastre natural. El día 26 de marzo de 1812, Jueves Santo, un gran terremoto sacudió Venezuela provocando severos daños en las ciudades de Mérida, Caracas, La Guaira, San Felipe, Barquisimeto, Valencia y La Victoria. Todas ellas, leales a la Primera República. «Se calcula que los muertos por el sismo pasaron de diez mil. Las festividades del Jueves Santo hicieron creer que el número de víctimas era mayor, ya que a la hora de la primera conmoción, 4 y 7 minutos de la tarde, se celebraban grandes oficios en todas las iglesias. Los templos de Altagracia, La Trinidad, La Merced, San Mauricio y San Jacinto, no eran más que un montón de ruinas», recogen Jaime Laffaille y Carlos Ferrer en su extenso dossier «El terremoto del jueves santo en Mérida: año 1812».
En su libro «Una historia de los usos del miedo», las autoras Anne Staples y Valentina Torres Septién son partidarias de que el destino fue tan perverso que hizo que, aquel Jueves Santo, dos terremotos sacudieran a la vez las ciudades patriotas de Venezuela: «Su intensidad, devastación y extensión geográfica fueron tales que con el tiempo llegó descubrirse que no había sido un único sismo, sino dos. El primero sacudió la región central y destruyó Caracas, La Guaira, Barquisimeto y otras poblaciones, y el segundo, en la zona andina, que destruyó Mérida». Esta teoría bebe de los escritos de Melchor Centeno Graü, pionero de la sismología venezolana allá por el siglo XIX. Sin embargo, la posibilidad ha sido desechada por varios autores posteriores como Cluff y Hansen.
Más allá de si hubo uno o dos sismos, el terremoto provocó un verdadero caos. Y es que, al sucederse en Jueves Santo, los templos de las diferentes ciudades estaban abarrotados y, en las calles, formaban cientos de soldados dispuestos a recibir la bendición de los sacerdotes. Sobre todos ellos cayó, en lo que había empezado como una jornada alegre, festiva y soleada, una lluvia de escombros.
«Muchos, como el obispo de Mérida, quisieron ponerse a salvo, pero fueron aplastados por la techumbre de las construcciones», determinan las expertas en su obra. El caos fue total. «La confusión y el desconcierto cundieron entre la población, que presusora buscaba sus deudos. Los cementerios no dieron abasto y, como medida sanitaria, […] se recomendó incinerar los cadáveres», añaden las autoras en «Una historia de los usos del miedo».
No tuvieron mejor suerte aquellos que celebraban el Jueves Santo en sus casas, pues las endebles viviendas no pudieron soportar el terrible movimiento de tierras (cuya intensidad se calculó en 7 grados) y muchas terminaron derrumbándose. «Es aceptado que dos tercios de las edificaciones de Caracas fueron destruidas por el sismo», completan las autoras. A pesar de todo, Lafaille y Ferrer inciden en que, por aquel entonces, se consideraba que una edificación estaba «destruida» si «perdía su techo o se derrumbara parcialmente».
El terror generado aquella infame jornada quedó patente en misivas como la que recoge Rogelio Altez en «El desastre de 1812 en Venezuela». Una carta que hace referencia a la región de Barquisimeto: «Eso está muy desordenado, porque el territorio alcanza a doce leguas, más o menos, y las almas a doce mil o más, de las cuales apenas perecían como mil, porque habían salido muchos a los campos en donde no fue tanto el estrago». Otro escrito de la época (desvelado en el mismo libro) muestra de nuevo la crueldad de este desastre natural: «El Jueves Santo […] comenzó un espantoso terremoto, que con la interrupción de poco más de un minuto, arruinó enteramente esta ciudad. […] En el mismo momento cayeron todas las casas... No ha quedado absolutamente nada que no haya caído o esté para ello».
El terremoto acabó incluso con un ataque rebelde destinado a ocupar una de las urbes determinantes de la región. Aquel Jueves Santo, el oficial republicano González Moreno se hallaba en pleno asedio de Angostura (defendida por las tropas realistas de Fernández de la Hoz) cuando el sismo sacudió Venezuela y le obligó a huir de la zona. «Cuando el éxito inicial se convertía en triunfo [patriota] los soldados de ambos bandos se retiraron precipitadamente del campo de batalla, huyendo en desbandada asustados por el terremoto de ese día», desvela Esteves.
Maldición divina
Para acabar con la moral patriota de forma definitiva, la providencia quiso que el terremoto únicamente sacudiera las ciudades rebeldes. Todas aquellas que se mantenían leales a Fernando VII quedaron intactas.
La circunstancia fue aprovechada por los sacerdotes realistas, quienes generalizaron la idea de que Dios había castigado a sus enemigos por levantarse en armas contra el monarca. «Ante esta coincidencia, afloraron de inmediato las creencias del pueblo: el terremoto fue asumido como un castigo divino por la instauración en Caracas de un gobierno impío y ateo que había ido contra el soberano reconocido por Dios», explica Barletta.
Lafaille y Ferrer, por su parte, son partidarios de que los religiosos realistas jugaron hábilmente sus cartas para que el bando realista ganase adeptos. «Argumentaban que el terremoto ocurrió en Jueves Santo, día en que comenzó la revolución, en el momento que las tropas, en traje de gala, estaban apostadas en las entradas de los templos, repletos de gente, esperando la salida de las procesiones para adornarlas y acompañarlas: fue precisamente en el derrumbe de esos templos y de los cuarteles donde murió un gran número de soldados, quedando enterrados bajo los escombros junto con sus armas y municiones», completan los expertos en su dossier.
Esta idea ya había calado entre la población antes incluso de ser propagada por el bando realista. En su obra «Las cuentas pendientes del bicentenario», la autora María Sáenz Quesada recoge el triste testimonio de un ciudadano patriota que así lo demuestra: «En los momentos de mayor angustia se pedía misericordia y perdón al rey tanto como a Dios».
En cualquier caso, el terremoto del Jueves Santo permitió a Monteverde avanzar hasta Barquisimeto, ciudad a la entró sin oposición el 2 de abril después de que hubiese sido evacuada por los patriotas. Y otro tanto ocurrió en Cabudare. El impacto en la moral de los rebeldes fue total. El clima de tensión hizo que, apenas un mes después, la República cediese el poder a Francisco Miranda, que se convirtió en «Dictador Plenipotenciario y Jefe Supremo de los Estados de Venezuela».
¿Fue la tragedia culpable de la destrucción de aquel sistema de gobierno? En palabras de Lafaille y Ferrer, sí: «De acuerdo con Bolívar y Miranda, el terremoto jugó un papel protagonista en la caída de la república, tanto por las pérdidas materiales y humanas que infringió al bando republicano, como por la interpretación “divina”».
http://www.abc.es/historia/abci-brutal-castigo-divino-permitio-imperio-espanol-aplastar-primera-republica-venezuela-201803160230_noticia.html
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