sábado, 19 de mayo de 2018

Las consecuencias del secuestro de la historia Aquellos que no recuerdan su pasado están condenados a repetirlo, George Santayana









MU-KIEN ADRIANA SANG



e-mail: mu-kiensang@pucmm.edu.do
http://hoy.com.do/las-consecuencias-del-secuestro-de-la-historia-aquellos-que-no-recuerdan-su-pasado-estan-condenados-a-repetirlo-george-santayana/
 historia moderna comienza cuando despiertan más y más hombres a la conciencia social y política, cuando más y más hombres toman conciencia de sus grupos respectivos como entidades históricas que tienen un pasado y un futuro, y cuando entran totalmente en la historia.
Los datos y los documentos son esenciales para el historiador. Pero hay que guardarse de convertirlos en fetiches. Por sí solos no constituyen historia; no brindan por sí solos ninguna respuesta definitiva a la fatigosa pregunta de qué es la Historia. A este respecto hay que destacar lo dicho por Croce cuando afirma que toda la historia es, queriendo con ello decir que la historia consiste esencialmente en ver el pasado por los ojos del presente y a la luz de los problemas de ahora, y que la tarea primordial del historiador no es recoger datos sin valorar: porque si no valora, ¿cómo puede saber lo que merece ser recogido? E. H. Carr, ¿Qué es la historia?
Desde hace tiempo se ha popularizado una frase de todos repiten: “aquellos que no recuerdan su pasado están condenados a repetirlo”. Lo que muy pocos saben es que esa simbólica e importante sentencia es producto de la mente maravillosa del filósofo español George Santayana (1863-1952). Este hombre de pensamiento profundo, cuyo nombre genuino era Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana Borrás. Algunos autores señalan que la famosa frase no es suya, sino que se le atribuye a su pluma. Autor o no, la frase tiene un enorme mensaje que nos debe poner a pensar a todos.
Otro importante historiador español, Josep Fontana, escribió un importantísimo libro, La historia después del fin de la historia (Crítica, Barcelona, 1992), en el que apelaba a la necesidad de recuperar la historiografía crítica. Abogaba por una visión que propusiera pensar el pasado en términos de encrucijada y de conflicto; más aún, una historia que invitase a los historiadores a situar el presente en el centro de sus preocupaciones; pero sobre todo que permita a las nuevas generaciones desarrollar la capacidad de razonar, de preguntar y preguntarse, de criticar y criticarse. ¿Con qué propósito? Sencillamente para cambiar el presente y contribuir en la construcción de un futuro mejor.
Esta introducción me brinda la oportunidad de continuar la reflexión que inicié la semana pasada. Como dije, y lo repito ahora con más vehemencia: la historia está secuestrada en el sistema educativo dominicano.
Estamos creando generaciones de jóvenes sin conciencia histórica; que no significa, en modo alguno, que buscamos formar historiadores ¡válgame Dios! Lo que sí estamos seguros es que estamos formando, mejor dicho, desformando, a nuestros estudiantes de primaria y secundaria.
Quien no conoce su historia, no tiene vínculos emocionales con su tierra. Quien no conoce la historia no puede agradecer a sus antepasados la realidad que heredó. Quien no conoce su historia no tiene formas de hacer crecer raíces con su nación. Quien no conoce la historia no desarrolla vínculos de identidad con nada ni nadie.
Abogamos por una ciudadanía responsable, pero no somos capaces de visualizar estrategias educativas que la fomenten.
Queremos ciudadanos conscientes, responsables y críticos, pero no somos capaces de diseñar un currículo que contenga los elementos que lo propicien. ´¡No nos quejemos entonces!
Y como hice en la otra entrega, unos párrafos teóricos, unos párrafos de crítico y otros de realidades. Escribo este Encuentro en la tarde de un lunes feriado, después de haber participado en la Feria del Libro con una conferencia. Me invitaron a impartir la conferencia “¿Un pensamiento caribeño?”. Me preparé. Al llegar unos diez minutos tarde al salón, llegué agobiada por el tapón. El salón estaba repleto; con unos diez adultos y unos 40 jóvenes de liceos cuyas edades oscilaban entre 12 y 16 años.
Al ver el público, cambié mi estrategia. Abandoné lo que había escrito. Me puse mi ropaje de maestra. Y comencé a hacer preguntas. Hice preguntas de la más elemental geografía política sobre el Caribe. Hice preguntas de historia. Los jóvenes intentaron responder. Cada respuesta era un homenaje a la ignorancia más absoluta. Del gran grupo solo destacaron 2. Uno era un niño avispado de 12 años con ansias de saber. Supe después que era hijo de una joven pareja que se preocupaba por la educación. El otro era un joven del liceo que era un excelente estudiante. El resto era una oda al NO SABER. Sabían que Hostos era una calle que estaba en la Zona Colonial, no que había sido uno de los pensadores positivistas de más influencia no solo en nuestro país, sino en toda América Latina. El Dr. Betances era una calle transitada que cruzan otras calles importantes. Nadie sabía que era puertorriqueño y el padre del liberalismo de su patria-isla amada. Le sonaba el nombre de Toussaint Louverture, pero no el de Dessalines. De Cuba habían escuchado hablar de José Martí, pero no sabían por qué. Máximo Gómez es una avenida importante de la ciudad, no un luchador revolucionario dominicano que se hizo inmortal en Cuba. No sabían que existían islas pequeñas que eran propiedad de Holanda; ni que el Caribe francés no eran naciones, sino departamentos de ultramar, a excepción, claro está, de Haití. De nuestro país conocían los nombres de Duarte, Sánchez, Mella, Luperón y Santana, pero no tanto sus hazañas.
No sabían nada del Caribe. Creían que los huracanes ocurrían solo en nuestra media isla. Aunque sabían lo que había ocurrido en Puerto Rico, pero no tenían conciencia que era un fenómeno atmosférico recurrente en la región por nuestra posición geográfica.
Los adultos que estaban allí me felicitaron al final por la paciencia que tuve de responder y explicar con el ABC más sencillo de una compleja historia. Me agradecieron que utilizara los 40 años de docencia con estos jóvenes para que por lo menos salieran de la conferencia con alguna idea esclarecida.
Al terminar la conferencia me sentí triste. ¡Tengo razón, me dije! ¡A este sistema educativo hay que inyectarle una nueva visión! El problema ahora no es de recursos, sino de visión, de conciencia, de compromiso con el futuro.
Esa es la generación que estamos mal formando. Los educadores, pero, sobre todo, el Ministerio de Educación tienen, tenemos, una gran responsabilidad con el futuro y con la historia que estamos construyendo.
Así, como si el destino me lo hubiese puesto en el camino, me dije: ¡Qué rabia siento de tener razón! ¡Oh Dios! ¿Qué estamos haciendo? ¿Qué estamos formando? ¿Son estos los futuros ciudadanos? ¿Son estos los que dentro de unos años votarán? ¿Son estos los que en poco tiempo ingresarán al mercado laboral?
Llegué a la casa con la tristeza de que mis argumentos del Encuentro pasado y de este están basados en una cruda, cruenta, triste y trágica realidad. Nuestra educación necesita una nueva visión. Una nueva conciencia.

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