Ciudades del Caribe en “El siglo de las luces” de Alejo Carpentier.
Publicado el: 16 junio, 2018
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“El siglo de las luces” (1962) marca desde un inicio su carácter barroco. El tórrido sol de media tarde “cuya luz rastrillaba en todas las olas, encandilado por la espuma y la burbuja” es seguido de una acumulación de elementos, como las luces y las sombras en el caserón de La Habana donde Sofía, Esteban y Carlos, sueñan con descubrir un nuevo mundo. A sus manos tienen los libros e instrumentos de observación cósmica y navegación. Lluvia y cortinas de abalorios se representan. Es regalada la vida en la que los extranjeros encontraban el color y el gracejo de la población; los bailes que duraron tres días y los ojos pendientes del “caderamen de las hembras”.
La ciudad del inicio es La Habana vista desde el muelle. La hacienda del padre viudo deja ver otro paisaje, no tan lúgubre, claroscuro. Con Esteban se inicia lo maravilloso. Pues éste gustaba de lo imaginario, de lo fantástico: la representación de hombres objeto en la pintura que veía, la transformación maravillosa como la de Makandal o Ti Noel. El padre vestido de negro, como lo hacía luego de la muerte de su esposa. La Ciudad que quedará en escombros (VIII, 50) y despojo luego del paso de un huracán. Porque los huracanes son también el Caribe maravilloso.
Embebidos en la lectura de nuevos libros, los jóvenes se habían olvidado de la ciudad. En su alistamiento se encontraba, gozando del saber y el conocer, cuando martillaba las puertas el “negociant a Port- au- Prince” Víctor Hugues. El francés había previsto su destino en estas islas. Ya había navegado hacia las Antillas, lugar maravilloso en distintas representaciones: la selva de las Bermudas, en el Mardi-Gras de Nueva Orleans, en los aguardientes de Veracruz. La mirada de Hugues se detiene en la ciudad de Paramaribo, con sus anchas avenidas sembradas de naranjos y limoneros y de caribeñas holandesas, con sus vestidos que trasuntaban a las mejores de Sardanápalo.
Hablar de la ciudad no era solo la ciudad física, sino el espacio de la polis ideal; también de la fundación de la ciudad utópica. Luego de hablar por varios días de las revoluciones y su poder terapéutico social, un tema nuevo que le parecía interesante a Sofía; aparece la idea de revolución que permita a los protagonistas hacerse ‘un poco’ dueños del mundo; también aparece el deseo, por consecuencia, de “edificar la Ciudad del Futuro” (62).
Luego de la singladura por las costas cubanas desde La Habana a Santiago, en un recorrido en el que sintieron el olor a Trinidad, a Sierra Maestra o a Cabo Cruz, los viajeros llegan a Port-au-Prince, una ciudad que no era Viena, ni París como ellos esperaban, sino que presentaba un cambio significativo: se encontraban en la Francia ultramarina, con otro idioma. De allí viajarán al Cabo para asistir al teatro de la RoueVaudreuil; la norteña, que la cantidad de barcos en su puerto maravillaba a los cronistas, era una ciudad donde podrían comprar música y libros sobre la revolución y los cambios que de ella se esperaban.
En medio de la huida por el Gran incendio de Saint-Domingue, y los francmasones y sus logias libertarias, quedaba la ciudad destruida, “que recobraba sus ritmos de ciudad dentro del aniquilamiento de la ciudad misma” (74). Como si en el Caribe, la lucha libertaria tendría que volver todos a la ceniza para renacer de nuevo. Renacimiento de una nueva humanidad que la modernidad pregona. En el primer capítulo de la novela, el discurso caribeño de Carpentier prefigura una “columna de fuego que guía las marchas hacia toda Tierra Prometida” (78).
Luego de un viaje, en medio de todo el discurso que recuerda lo esotérico, Esteban, luego de un juego iniciático y como un personaje en crecimiento, arribaba al “exacto sentido en la alucinada navegación”, (84) que lo asemejaba a Perceval en busca de sí mismo. Un viaje hacia una ciudad futura, utópica, que negaba el espacio determinado que le dieran Moro y Campanella, una polis que residía en la filosofía, como la ciudad en la que los amigos comparten el Saber (Deleuze y Guattari, 1993).
A pesar de los aires de libertad, las ciudades del Caribe están dentro del pendular de la política europea. Ellas quedan unidas con un hilo invisible a las manipulaciones de las grandes potencias. Aquí se siente el ulular del viento cobrando su cuota mediática en el presupuesto, los funcionarios corruptos y los falsos revolucionarios, las poses y los intereses. Abajo los pobres y los leprosos corriendo en busca de amparo en un mundo cambiante. Los ingleses toman a Tobago y a Santa Lucía. Monárquicos, bekés, se unen contra toda idea de libertad. Luchan en las ciudades para mantener el viejo orden. La crítica es demoledora. Nuestras ciudades albergan el valor y la esperanza y la impostura, y el autoritarismo pasa de un lado a otro. Los esclavos liberados están también en el pendular de la política republicana y monárquica. La revolución francesa ha refundado otras ciudades, en las que la política pone a prueba los sueños y se nota que, entre el viento y la espada, el pensar se tambalea ante la realidad, porque la luna no es de queso.
A la ciudad había llegado la Máquina. La otra máquina, porque el espacio caribeño es un conjunto de máquinas (Benítez Rojo, 1989). Máquinas de azúcar, máquinas de flotas, maquinaria de flujos y reflujos, de corrientes y contracorrientes, de vientos y huracanes, circulares y repetitivos, acuáticos, terrestres entre llanos y montañas, barloventeando, (cambia la vela del barco a su favor, parece decir en carcajada el viejo Ti Noel, o el gran viento Caribe de Jacques Stephen Alexis). Pero, la máquina que llega a Guadeloupe, que se despliega a la sombra del Árbol de la Libertad en Pointe-à- Pitre, tan sureña que parece mirar a La Désirade, es la máquina de la muerte del doctor Guillotin. Sus distintos despliegues y performances van a abrir el horizonte para leer otro Caribe entre sus esperanzas y sus lentejuelas. En sus sonidos de abalorios. Víctor Hugues, convertido en una alegoría, con su mano derecha sobre la Máquina, había traído la Libertad al Nuevo Mundo (113).
Las ciudades del Caribe amuralladas en consecuencia habían sido varias veces sitiadas por los ejércitos enemigos. La lucha por recuperar a Guadeloupe que estaba en manos de los ingleses había terminado con un ambiente de heroísmo, de hedor, de carroñas, de sorpresa y de festividades. Como nota maravillosa: “al atardecer, florecieron los limoneros. Y fue esto una Epifanía del árbol tras tantos Oficios de Tinieblas”(124).
El calor, la comida, las negras voluptuosas, los colores de sus vestidos, las casas muy singulares, la naturaleza, el mar y el puerto, la esperanza y la lucha, el recuerdo del pasado, el olvido y la memoria, caracterizan estas muchas ciudades, en un mar de lentejuelas que parece premonitorio. En “El siglo de las luces” de Alejo Carpentier los saberes europeos, la otra naturaleza del hombre al fundar utópicamente una nueva humanidad, se cierran y se abren a las calles de ciudades que esperan otros barcos, buenas noticias, pero que el negro y el guajiro miran con desconfianza.
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