Chipre: cómo es vivir en Nicosia, la última capital dividida del mundo
Para ir a tomar un café a casa de Elsie Slonim hay que enviar una solicitud al Ministerio de Asuntos Exteriores de un Estado no reconocido.
Luego, hay que entregar el pasaporte a unos militares armados que te escudriñan como si de un peligroso sospechoso se tratara.
Y, finalmente, hay que conducir por unas calles donde los únicos vecinos son las tropas de un ejército llegado de otro país.
Sin embargo, en cuanto los expresivos ojos azules de Elsie Slonim empiezan a acompañar el compás de sus recuerdos, me doy cuenta en seguida de que la peripecia valió la pena.
Judía de padres austriacos y con un pasaporte estadounidense que la salvó del Holocausto durante la II Guerra Mundial, esta elegante mujer presenció algunos de los acontecimientos más importantes del siglo XX.
Uno de ellos aún lo vive.
Cuando se casó -por segunda vez- con un terrateniente turcochipriota, ambos se instalaron en Nicosia.
Desde entonces, Elsie es testigo privilegiado de la historia de la actual capital de Chipre.
Es la única civil que reside en la zona militarizada que parte en dos esta ciudad, la última capital dividida del mundo.
Divididos durante más de medio siglo
El 30 de diciembre de 1963 el oficial del ejército británico Michael Perrett-Youngtrazó con un lápiz una línea verde en el mapa de Nicosia, desde un extremo de las murallas venecianas hasta el otro.
Su objetivo era frenar los enfrentamientos entre las dos comunidades, grecochipriotas y turcochipriotas, que en un mes habían dejado más de un centenar de muertos en las calles de un territorio bajo control británico.
Las disputas étnicas duraron otros 11 años. Hasta que, en julio de 1974, Turquía respondió al intento de golpe de Estado en Chipre, financiado por Grecia, con una invasión militar de la isla.
Al final de ese verano unas 180.000 personas, un tercio de la población griega de Chipre, se vieron obligadas a abandonar sus hogares y trasladarse al sur. Al mismo tiempo, alrededor de 40.000 turcochipriotas pasaron al norte ocupado.
El conflicto acabó con más de 4.000 personas muertas en ambos bandos. El destino de otros 494 turcochipriotas y 1.464 grecochipriotas, sin embargo, seguirá muchos años en la oscuridad. Oficialmente fueron declarados desaparecidos.
Desde entonces, la mayor parte de la isla está administrada por la República de Chipre, miembro de la Unión Europea desde 2004, donde reside el 80% de la población, de origen griego.
Por el otro, la República Turca de Chipre Norte (RTCN), reconocida solo por Turquía, ocupa un tercio de su extensión.
La delgada línea verde que trazó Perrett-Young en Nicosia, una zona de protección provisional de un máximo de una docena de metros de ancho, se amplió a toda la isla, de una longitud de unos 180 kilómetros, y se transformó en la frontera que desde hace 55 años divide la capital entre la turcochipriota Lefkoşa, al norte, y la grecochipriota Lefkosia, al sur.
La parte sur de la ciudad vieja es un laberinto de callejones, tiendas de crochet para los turistas y jardines de palmeras y buganvillas.
A todas horas las mesas de los bares están llenas de gente que sorbe interminables cafés, el lubricante favorito de los habitantes de este lado del Mediterráneo para las relaciones sociales.
El quieto trasiego solo es interrumpido por las llamadas a la oración del almuédano de Selimiye, la antigua Catedral de Santa Sofía reconvertida en la principal mezquita de la parte turcochipriota de la ciudad vieja.
Y es allí que, después del rutinario control de pasaporte, me dirijo.
Alrededor de los esbeltos minaretes, de los bazares de camisetas turísticas y de las tabernas de shawarma, la vida cotidiana transcurre con los mismos ritmos tranquilos de la otra parte.
Solo las casi omnipresentes banderas rojas y blancas que cuelgan de las casas, de los talleres mecánicos de los inmigrantes turcos y de cualquier edificio público me recuerdan con insistencia que estoy en la parte turcochipriota de Nicosia.
Pero nada haría pensar que piso un territorio en conflicto desde más de medio siglo.
Un alto al fuego de más de 44 años
La elegante villa de dos pisos donde Elsie Slonim pasa sus apaciguados días se ha convertido, con el paso de los años, en un museo de una vida antaño ajetreada.
Una enorme biblioteca llena de libros en alemán, yiddish e inglés ocupa el vasto salón donde, delante de un espeso café chipriota, me describe la sensación de alegría y pesar que la apabulló la primera vez que divisó la costa chipriota.
Era el verano de 1939 y Elsie y su marido estaban a punto de desembarcar en la isla después de varias semanas de navegación desde Estados Unidos.
En Europa hacía tiempo que arreciaba un fuerte antisemitismo y de allí a poco comenzaría la Segunda Guerra Mundial.
"Perdí a varios tíos y primos en el campo de concentración de Auschwitz", me cuenta con voz apenada. "Yo tuve suerte porque llegué aquí a tiempo".
La isla era colonia británica desde 1879 y lo seguiría siendo hasta 1960. Cuando los funcionarios de su majestad Isabel II se marcharon, dejaron en herencia la conducción por la parte izquierda y dos enormes bases navales militares aún activas que ocupan un 3% del territorio de la isla.
Pero, sobre todo, habían sembrado ya una profunda suspicacia entre las elites grecochipriotas y turcochipriotas, labrada durante años según la ley que el imperio británico imponía a todas sus colonias: la de "divide y vencerás".
Esa desconfianza mutua y la injerencia política de Grecia y Turquía llevarían a los violentos enfrentamientos entre las dos comunidades y a la división de Nicosia para intentar frenarlos.
Aunque con nulo éxito.
55 años después, a pocos metros de la buganvilla en flor del jardín de Elsie Slonim, se extiende una de las zonas más militarizadas del mundo.
Desde sus torreones, más de 40.000 militares del contingente turco vigilan la RTCN (República Turca de Chipre Norte). Enfrente, unos 12.000 soldados de la Guardia Nacional grecochipriota controlan la frontera de la República de Chipre.
"¡No foto! ¡No foto!", me insta uno de ellos, desperezándose antes de salir de una vieja garita pintada con los colores azul y blanco de la bandera de Grecia.
Su expresión delata aburrimiento y fastidio por una tarea que debe repetir varias veces a diario: la de ahuyentar a los turistas que quieren llevarse un recuerdo de esta trinchera soñolienta.
Detrás de este joven, vigilada celosamente por ambos ejércitos, se extiende una estrecha lengua de caminos rotos y casas derruidas: una tierra de nadie donde solo el color de los cascos azules de la ONU interrumpe la monotonía de las paredes desteñidas y del rojo del óxido.
El acceso a esta Zona de Amortiguamiento es, de hecho, responsabilidad exclusiva de las fuerzas de paz de la ONU.
Desde la división de la ciudad, los soldados de la misión UNFICYP -una de las más antiguas de Naciones Unidas-, desplegados a lo largo de toda la isla, controlan que ninguno de los dos ejércitos añada "ni siquiera un saco de arena más a sus posiciones en la línea de alto al fuego", como me explica un oficial argentino de esta misión.
Sin embargo, hace ya varios lustros que no se registran episodios violentos significativos. "Las escaramuzas se limitan a unos pocos gestos obscenos o a alguna pedrada entre los reclutas de un bando o del otro", me explica el capitán de la ONU Peter Vanek mientras me acompaña por el aeropuerto de Nicosia.
Abandonadas después de la invasión turca de 1974, con el paso del tiempo sus instalaciones se han convertido en un emblema de la división de Chipre.
Pero también del fracaso de los innumerables intentos de reunificación entre políticos grecochipriotas y representantes del norte de las últimas décadas.
Falta de confianza
Entre los más recientes está el referéndum de 2004 sobre la propuesta de creación de una república federal impulsada por el entonces secretario de la ONU Kofi Annan.
El 65% de los turcochipriotas votaron positivamente, pero la mayoría de los grecochipriotas votaron 'no' y, para que prosperase, era necesario que ambas comunidades lo aprobaran.
El último intento se remonta a julio de 2017, cuando parecía que el líder de la RTCN, Mustafa Akinci, y el de la República de Chipre, Nicos Anastasiades, habían finalmente encontrado un acuerdo en la localidad suiza de Crans-Montana.
Muchos ciudadanos de Nicosia salieron a las calles para celebrar lo que parecía ser un momento histórico.
Sin embargo, también en esa ocasión todo saltó por los aires y los dos políticos no se volvieron a ver las caras hasta 15 meses después.
La falta de confianzaentre las nuevas generaciones
"Los grecochipriotas no confían en los turcochipriotas porque siguen pensando que son un caballo de Troya para los intereses turcos", explica Harry Tzimitras, director del PRIO Cyprus Centre (PCC), un centro de estudios independiente formado por investigadores de las dos comunidades.
Por otro lado, "los turcochipriotas creen que, en un hipotético estado federal, serían considerados unos ciudadanos de segunda clase", añade Tzimitras.
Este investigador cree que los partidos políticos que gobiernan en las dos comunidades sacan una enorme rentabilidad de todo este proceso y no tienen real interés en alcanzar un acuerdo final.
Sin embargo, su mayor preocupación es que esa falta de confianza se transmitió entre los jóvenes de la isla, sobre todo entre los grecochipriotas.
En un estudio publicado en 2016 por PRIO sobre la llamada "generación post-Annan" - o sea, la que vino después del referéndum de 2004,- más del 48% de los estudiantes universitarios grecochipriotas de entre 18 y 23 años aseguraron que nunca cruzaron la frontera hacia el norte, mientras que el 43% lo hizo sólo unas pocas veces.
"Por un lado hace ya muchos años que las dos comunidades viven una a espalda de la otra" explica Mete Hatay, uno de los autores del estudio. "Por el otro, en todos estos años hizo mella una narración muy sesgada sobre la historia de la división".
"El recuerdo de lo que pasó está aún vivo, no se puede borrar de un día para el otro".
El recuerdo de ese verano de 1974 también queda vivo en la memoria de Elsie.
La invasión del ejército turco y el siguiente enfrentamiento armado con la Guardia Nacional chipriota, en 1974, la atrapó en la casa donde vive ahora.
Elsie y su familia pasaron tres semanas en el sótano que su marido había acomodado con un baño químico, un fregadero y lo esencial para aguantar la embestida del conflicto que se prolongaría hasta mediados de agosto de ese año.
Cuando salieron de esa guarida improvisada, se encontraron con un panorama desolador. Todos sus vecinos habían sido expulsados del barrio y la zona estaba bajo vigilancia de las tropas turcas.
"Un joven soldado nos vio", recuerda Elsie, "y le pidió a su comandante que nos permitiera quedarnos".
El padre de aquel muchacho había sido conductor de tractor en la granja de David Slonim, el marido de Elsie. Un día, el tractorista tuvo un accidente mientras trabajaba y David lo encontró, lo llevó al hospital y le costeó las curas durante un año.
"Cuando los hombres del ejército oyeron aquella historia, decidieron que podíamos quedarnos a vivir en nuestra casa", relata Elsie.
Sin embargo, su marido había invertido todos sus ahorros en unos campos de cítricos que habían quedado bajo ocupación militar.
"Mi marido vio cómo los limoneros se morían uno por uno", me explica Elsie. "Fue la única vez en mi vida que lo vi llorar desconsoladamente".
Ella tuvo que desempolvar su pasaporte estadounidense y, a sus 57 años, buscar trabajo en Nueva York como empleada doméstica para sacar adelante a su familia.
"De un día para el otro pasamos de ser una familia rica a no tener otra cosa que esta casa", evoca mientras abraza con su mirada los espaciosos salones.
Al cabo de pocos años, cuando sus fuerzas físicas eran ya menguantes, decidió volver a Nicosia y, desde entonces, esta casa ha sido su refugio hasta ahora.
Una propuesta provocativa
Me despido de Elsie Slonim después de haber recorrido con ella la historia occidental del último siglo.
Echo un último vistazo a la buganvilla de su jardín, deshago el camino para salir de la zona militarizada.
Mientras los dos reclutas, poco más que veinteañeros, hurgan en sus archivos en busca de mi pasaporte, me vuelve a la cabeza la conversación que tuve, recién llegado a la isla, con Achilleas Demetriades, el abogado que tal vez mejor conoce los entresijos legales de la cuestión chipriota por haber defendido decenas de casos delante de la Convención Europea de Derechos Humanos.
"Si quieres mi propuesta para la reunificación, aquí tienes mi sencilla idea", me lanza provocativamente el abogado.
"En vez de construir monumentos al militar desconocido, ¿por qué las dos comunidades no se juntan y construyen el monumento a la víctima desconocida?".
"Porque, al fin y al cabo", me dice socarrón Demetriades, quien es hijo del que durante 30 años -y hasta el 2001- fue el alcalde de la zona sur de Nicosia y uno de los políticos grecochipriotas más involucrados en la reunificación, "todos, de una manera u otra, somos víctimas de esta situación".
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