El naufragio de la nao Santa María y el trágico final del primer asentamiento europeo en América
En el verano de 1492 una recia nave arribó al puerto de Sevilla. Se trataba de una nao, un tipo de embarcación surgido de la evolución de la coca medieval, diseñada para navegar por las bravas aguas del Océano Atlántico, de ahí su casco redondo, su velamen cuadrado y una apariencia muy diferente a la de las galeras mediterráneas y otras embarcaciones adaptadas a ese mar, más estilizadas, de tamaño menor y velamen latino (triangular). El nombre de esta nao en concreto era Marigalante, aunque también se la conocía como La Gallega porque, presumiblemente, había sido construida en un astillero de esa zona peninsular (o quizá en uno santanderino), y su propietario era un prestigioso navegante y cosmógrafo llamado Juan de la Cosa. Natural de Santoña (o, al menos, vecino de esa localidad), también se le apodaba el Vizcaíno, siguiendo la ibérica costumbre de referirse así a todos los que procedían de la cornisa cantábrica.
No tenemos muchos datos sobre de De la Cosa antes de 1488, año en que estuvo en Lisboa ejerciendo labores de espionaje para los Reyes Católicos, en el contexto de aquella partida de ajedrez geoestratégico que Castilla empezaba a disputarle a Portugal por el control del mar. Luego, advertidos los lusos de sus actividades, huyó y se estableció en El Puerto de Santa María (Cádiz), donde se dedicó al comercio y conoció a otros ilustres marinos, entre ellos los hermanos Pinzón: Martín Alonso, Vicente Yáñez y Francisco Martín, que acreditaban una larga veteranía marinera como corsarios contra Aragón y Portugal pero también haciendo singladuras comerciales. Incluso tenían, con base en Huelva, un par de carabelas de las que prácticamente eran
copropietarios: La Pinta, parte de la cual pertenecía al armador Cristóbal Quintero, y La Niña, apodada así por el apellido de su dueño, Juan Niño, ya que en realidad se llamaba Santa Clara.
Los hermanos Pinzón, Martín Alonso y Vicente Yáñez
Cuando La Gallega atracó en el puerto aquel estío llevaba a bordo un cargamento de trigo, cereal siempre demandado en esas latitudes por la escasez que se arrastraba de él desde la finalización en 1479 de aquella guerra civil que vivió toda Castilla e implicó asimismo al vecino portugués y que precisamente había impulsado a los Pinzón a asaltar naves para remediarlo. Terminados los trabajos en el muelle, debió de desembarcar la tripulación para tomarse un descanso. Entre ellos figuraban varios vascos y cántabros, a los que en aquel tiempo se consideraba “la misma gente”. Uno de ellos era un joven, un adolescente de edad incierta llamado Martín de Urtubiaga (o de Urtubia), natural de Natxitua (un barrio de Ea, cerca de Lekeitio), que ni se imaginaba el curioso papel que iba a tener en la Historia en muy poco tiempo.
Y es que fue entonces cuando se enteraron de que había un hombre que preparaba una expedición naval a Asia y buscaba hombres que estuvieran interesados en participar. Se hacía llamar Cristóbal Colón y había estado años intentando convencer a la Corona para que financiase su osada empresa, después de haber probado antes infructuosamente en Portugal e Inglaterra. Finalmente, los reyes concluyeron que se arriesgaba muy poco y aceptaron, aunque sólo costearían los gastos de un barco (y, por supuesto, sin empeñar las joyas que cuenta la leyenda); los otros dos previstos debían correr a cargo de la localidad de Palos para subsanar así un dinero que debía al tesoro real. La empresa en cuestión consistía en buscar un nuevo itinerario hacia las Indias; uno que rebajara los costes en tiempo y dinero de la Ruta de las Especias terrestre y que fuera una alternativa a la que los portugueses controlaban bordeando la costa de África, zona que les pertenecía según las cláusulas del Tratado de Alcaçovas firmado con Castilla en el citado año de 1479.
Posible retrato de Cristóbal Colón que figura en la pintura Virgen de los Navegantes, realizada por Alejo Fernández entre 1505 y 1536
Colón era un experimentado marino que conocía el llamado Mar Tenebroso y las historias sobre enigmáticas tierras que había en él. Y, sí, era genovés: pese a la creciente proliferación de teorías, la mayoría de los historiadores serios apoya su origen italiano. Primero, porque el propio personaje, Christóforo Colombo, hijo del tejedor Doménico y su esposa Susana Fonterrossa, lo reivindica con orgullo una y otra vez; segundo, porque se conserva un acta notarial irrefutable de su nacimiento en la República de Génova en 1451, así como otros documentos que prueban que su familia deseaba venir a España acogida por él; tercero, porque él mismo manifestó su deseo de establecerse allí, en el hogar familiar, algún día; y cuarto, porque aunque fue su hijoHernando el que sembró la duda sobre su origen al decir que su padre no quería que se conociese (en su obra Historia del almirante don Cristóbal Colón), también fue él quien finalmente lo confirmó en su testamento. La extrañeza por el hecho de que Colón nunca hablara ni escribiera en italiano podría explicarse porque desde joven -hacia los catorce años de edad- se dedicó a la navegación y estuvo más tiempo en otros países que en el suyo; en cualquier caso, no supone base suficiente para aceptar otras propuestas.
Se ignora si Juan de la Cosa se apuntó a la empresa (es seguro que lo hizo en el segundo viaje pero no en el primero, pues hay autores que opinan que el Juan de la Cosa nombrado en ése era otro) pero sí que hacía falta gente con urgencia, ya que Colón no encontraba el número que consideraba adecuado. Para conseguirlo fue necesario que se expidiera un perdón real a los condenados que se presentaran voluntarios, cosa que hicieron cuatro homicianos (en realidad un homicida y tres delincuentes que organizaron la fuga de prisión de un amigo). También se enrolaron los vascos mencionados y uno de ellos, de nombre Chanchu y que también jugaría un papel crucial, fue contramaestre de la nao Santa María (que así se rebautizó a La Gallega); además, Cristóbal Quintero, dueño de La Pinta, se enroló como marinero en su propio barco mientras Juan Niño hacía lo mismo en el suyo como maestre. El prestigio de los Pinzón ayudó decisivamente a completar las tripulaciones. Por lo demás, no había colonos, ni soldados ni sacerdotes ni mujeres porque se trataba de una misión meramente exploratoria.
Una estampa clásica del primer viaje de Colón
Bartolomé de las Casas, cronista fundamental para conocer esa primera etapa de expansión por América (él transcribió el diario perdido de Colón), dice que zarparon de Palos el 3 de agosto de 1492; otros autores adelantan la fecha a septiembre. Fuera cual fuese, pusieron proa a Canarias porque era el único puerto castellano en el Atlántico y ese rumbo permitía coger los vientos alisios, que les impulsarían hacia el oeste. En el archipiélago se sustituyó el velamen latino de La Niña por otro cuadrado, más apropiado para los fuertes vientos oceánicos, y se cambió el timón de La Pinta, que estaba roto. Luego reemprendieron la marcha -con tiempo para ver entrar en erupción al Teide- y empezó el gran reto de atravesar una inmensidad desconocida. Por supuesto, el genovés sabía perfectamente que la Tierra era redonda, como lo sabía ya toda Europa desde que lo demostró Eratóstenes en la Antigüedad, pero calculó mal su tamaño -dicen que el error se produjo al trasladar la milla árabe, más larga a la romana- y los cinco mil kilómetros de distancia que estimaba como máximo hasta Cipango, basándose a su vez en una estimación errónea de Toscanelli, se convertirían en diecinueve mil, así que tuvo la suerte de encontrar por el medio un continente inesperado y salvador.
Colón navegaba por estima, método consistente en calcular la distancia recorrida anotando el tiempo avanzado en una dirección y relacionándolo con la velocidad del barco, lo que requería un perfecto manejo del reloj de arena (los grumetes lo giraban cada media hora) y/o tomar como referencia la localización de la Estrella Polar. Aparte, parece ser que llevaba un misterioso mapa que Las Casas atribuía al mencionado Toscanelli pero que, como hemos visto, erraba en las distancias.
Reconstrucción decimonónica del famoso mapa de Toscanelli mostrando tierras entre Europa y Asia (Wikimedia Commons)
Hubo sufrimiento en un período de ausencia de viento, engaño (Colón mentía a la tripulación sobre las distancias), tensión por navegar en un mar vegetal (el Mar de los Sargazos), miedo ante la aparición del fuego de San Telmo e incluso un conato de motín que el carismático Martín Alonso se encargó de apaciguar. También se produjeron varios avistamientos fantasmas de tierra, seguramente inducidos por la aparición de signos en ese sentido (aves marinas, maderas talladas flotando…). Finalmente, un marinero al que la tradición ha dado en llamar Rodrigo de Triana dio el grito esperanzador que, esta vez sí, se confirmó (Rodrigo, por cierto, moriría en la expedición de Loaísa, la misma en que perdió la vida Elcano) . Era el 12 de octubre. Se rezaron oraciones y se dispuso el desembarco en aquel suelo sobre cuya identificación no ha faltado polémica. Lo que los nativos llamaban Guanahaní el almirante lo rebautizó como San Salvador por razones obvias. Y, en efecto, se produjo el primer encuentro entre europeos e indígenas.
La desnudez e ingenuidad de aquellas gentes llevó a pensar que se les podía anunciar la palabra de Dios a la vez que explotar los recursos locales sin peligro. Poco a poco se vería que no sería tan
sencillo, pues no todos los pueblos eran tan pacíficos ni tan primitivos. Mientras, se exploraron otras islas del entorno a las que se llamó Santa María de la Concepción, Fernandina e Isabela, tampoco identificadas con exactitud absoluta. Se llevaron a cabo numerosos trueques, aparecieron las primeras muestras de oro -escasas- y se oyó hablar de los caribes, denominados así por similitud cacofónica, al ser considerados el pueblo del Gran Khan. Apareció Cuba y progresivamente la evangelización fue cediendo ante la explotación pero con unos resultados tan pobres que el 20 de noviembre Martín Alonso Pinzón, cuya relación con su superior se había ido degradando, aprovechó una tormenta para poner proa sin permiso a una isla llamada Babeque que, según los indios, era rica en oro. Colón lo encajó como una traición y temiendo que otros le imitaran decidió marcharse el 5 de diciembre.
Ruta seguida por Colón en su primer viaje (Wikimedia Commons)
El viento le llevó hasta otra isla conocida como Haití, a la que se dio el nombre de La Española. No era Cipango pero al genovés le agradó sobremanera y además, por fin, había oro. Los aborígenes estaban más adelantados que los vistos hasta entonces y, dirigidos por el cacique Guacanagarí, establecieron una relación amistosa que permitió a los castellanos levantar un asentamiento donde ir reuniendo el metal precioso que conseguían. Todo parecía ir bien y así llegó el 24 de diciembre, cuando se produjo un accidente que iba a cambiar las cosas. Ocurrió en el norte insular, en un lugar llamado Bahía del Cabo Haitiano, una lengua de mar que se adentra en tierra, de fondo fangoso y, por tanto, malo para fondear. Allí echaron el ancla la Santa María y La Niña. Colón se fue a dormir delegando en el contramaestre Chanchu pero éste, viendo que no había viento que creara peligro, no quiso perderse la celebración de la Nochebuena que había montado la tripulación y se unió a ella, dejando a cargo de vigilar el timón al grumete Martín de Urtubiaga. Ambos eran vascos y se tenían confianza, sólo que aquel joven no estaba preparado para la misión encomendada.
Durante la noche, la corriente fue desplazando la nao sin que Martín se percatase y lo corrigiera, bien amodorrado por el sueño, bien distraído por la música o bien simplemente por inexperiencia. De pronto, hacia la una de la madrugada, el casco encalló contra la restinga provocando una fuerte sacudida. El almirante salió rápidamente de su camarote para encontrarse el barco escorado. Improvisando, con los nervios propios de la situación, no se percató de que en realidad la mar estaba tranquila (“la mar como en una escudilla”, en palabras de Mártir de Anglería) y temiendo un hundimiento ordenó derribar el mástil y arrojar la carga por la borda para aligerar el peso. No sólo resultó inútil sino que, al estar la mar atravesada, se abrió una vía de agua. A continuación pidió un ancla por popa para que una barca lo llevara hasta La Niña, fondeada a media legua, y que ésta intentara remolcar a la Santa María al subir la marea, liberándola del fondo. Pero los marineros, presa del pánico, escaparon en el bote para indignación del almirante, que nuevamente consideraba ser víctima de una traición.
Al día siguiente la situación se calmó. La nao no se iba a pique porque no había profundidad suficiente pero estaba perdida, pues no había forma de desembarrancarla al haberse producido el accidente precisamente con pleamar. Cabe decir que, según cálculos actuales, en ese lugar (hoy en tierra ganada al mar) descansan alrededor de cuatro centenares de pecios, lo que resulta
significativo. Guacanagarí y los suyos ayudaron a la evacuación con canoas y como ya sólo le quedaba un barco, Colón tomó una decisión histórica: con el maderamen de la Santa María -contra la que se disparó un simbólico cañonazo- construiría un fuerte donde dejaría a parte de los hombres mientras regresaba a España. Los trabajos empezaron ese mismo día -por eso el lugar se bautizó con el nombre de Navidad– y se hicieron con bastante rapidez: unas cabañas y una torre protegidas por empalizada con aspilleras más un foso; constituían el primer asentamiento permanente en el Nuevo Mundo.
El 6 de enero reapareció Pinzón, que se había enterado del naufragio por los nativos, trayendo una buena cantidad de oro y disculpándose. Colón no le perdonaría nunca pero quedó apaciguado con el metal precioso conseguido y se autoconvenció de que La Española, pese a no ser Cipango ni Catay, prometía grandes beneficios; “la mejor tierra del mundo” fueron sus palabras en una carta a los reyes. Pero con todo lo bueno que se había reunido (oro, canela y aves exóticas, más productos nuevos como tabaco, chiles, piñas, hamacas y la posibilidad de perlas), faltaba por descubrir la cara negativa: los indígenas tratados hasta entonces eran muy pacíficos y amistosos pero el día 13 de enero se produjo el primer incidente bélico cuando medio centenar de ellos trató de capturar a unos marineros que habían bajado a comerciar y éstos se defendieron.
Mapa de La Española dibujado por colón con la localización del fuerte Navidad (Archivo de la Casa de Alba)
La Pinta y La Niña, esta última remozada con los castillos de proa y popa de la Santa María, levaron anclas el 16 de enero para retornar a Sevilla. En el Fuerte Navidad quedaron treinta y seis voluntarios a las órdenes del alguacil Diego de Harana (que era primo de la amante andaluza de Colón), Pedro Gutiérrez y el escribano Rodrigo de Escobedo. Fueron obligados a permanecer también, a manera de sanción, los responsables de la pérdida de la nao: el contramaestre y el grumete. Todos ellos eran los primeros colonos del Nuevo Mundo… para su desgracia, como veremos. Durante la travesía, Colón se vio imbuido de una fuerte religiosidad casi providencialista, que la hacía aspirar a protagonizar una cruzada a Tierra Santa pero que no hizo sino aislarse aún más de los suyos. Sobre todo cuando una tormenta separó los dos barcos y La Pinta desapareció de la vista. La Niña, donde viajaba el almirante, recaló en las Azores el 18 de febrero y fue retenida por sus autoridades. Finalmente pudo irse y llegó a Lisboa, donde años atrás Colón había vivido con su esposa Felipa, aprendido el arte de la navegación de altura y conocido quizá al tan discutido presunto prenauta… y donde el rey Juan II mandó apresarlo al conocer los detalles de su aventura.
Así, el genovés no pisó tierra castellana hasta el 15 de marzo, desembarcando en Palos. Curiosamente coincidió en eso con La Pinta, que había alcanzado Bayona a finales de febrero y desde allí Pinzón escribió una carta a los reyesadelantándose así dos semanas a la que les envió Colón. Era imaginable un choque entre ambos pero no se produjo, al menos que se sepa, porque Martín Alonso no llegó a Palos: falleció el día 31 en Moguer. El almirante recuperó así su protagonismo ante la corte. Es famosa su presentación en el monasterio barcelonés de San Jerónimo de la Mutra, rodeado de seis indios y aves exóticas; junto a ello, las dudas surgidas en torno a la naturaleza de lo descubierto: ¿se trataba de Asia realmente o de otras tierras antipodales, como las llamaron algunos? ¿De la India o quizá de la legendaria Antillia? La cuestión no era baladí porque implicaba una negociación con Portugal, que no se resignó a lo dictado por el papa Alejandro VI en las Bulas Alejandrinas y que finalmente solventó la mediación del propio pontífice con el Tratado de Tordesillas, firmado ya cuando Colón estaba de vuelta en La Española y que suponía el trazado de una línea de demarcación a 370 grados al oeste de Cabo Verde, a partir de la cual los portugueses no podrían pasar.
Mapa del mundo según el Tratado de Tordesillas (Wikimedia Commons)
Ahora bien, ya entonces empezó a replantearse el tamaño del mundo, al igual que resurgieron viejos mitos que el genovés se encargó de publicitar, bien convencido de que había aún muchas maravillas en las Indias, bien para exacerbar el interés compensando el hecho de que en realidad había traído poco oro y pocas especias. Lo consiguió, pues recibió autorización para, junto al arcediano de Sevilla, Juan de Fonseca, organizar un segundo viaje más ambicioso que el anterior. Ambicioso porque, además de la exploración, implicaba colonización y explotación sistematizada. Por eso esta vez se reunieron diecisiete naves (entre ellas La Niña), con un total de mil trescientos hombres que incluían a una veintena de caballeros y algunos nombres que luego serían famosos: Ponce de León, Alonso de Ojeda, de nuevo Juan de la Cosa y el hermano pequeño de Colón, Giacomo (rebautizado Diego en España). Llevaban ganado, aves domésticas, cereales y todo lo necesario para establecerse, incluyendo frailes; lo único que no había era mujeres.
La flota zarpó el 25 de septiembre de 1493, hizo escala en La Gomera y luego continuó tomando un rumbo más meridional y corto que el anterior, lo que la llevó hasta Dominica el 3 de noviembre. Eso permitió descubrir nuevas islas, como San Juan Bautista (Puerto Rico) o Guadalupe, en las que por primera vez combatieron contra los caribes, dejando testimonio -algo fantástico- de sus costumbres antropófagas. Arribaron a La Española diecinueve días más tarde ya con noticias de los indios de que las cosas habían ido mal para el Fuerte Navidad. Y, en efecto, al llegar encontraron dos cadáveres maniatados entre los manglares, relativamente recientes puesto que no los había cubierto la vegetación pero sólo pudieron identificarse como de españoles por la barba; luego aparecieron más cuerpos en condiciones similares. Llegaron a la altura del fortín de noche, por lo que Colón decidió no desembarcar. Se acercaron entonces unos indios en canoa explicando que se había producido una batalla en la que su jefe Guacanagarí resultó herido al enfrentarse a los jefes caribes Caonabo y Marieni.
Colón ante los Reyes Católicos al regreso de su viaje (Ricardo Balaca)
A la mañana siguiente resultó que del fuerte apenas quedaban unos restos carbonizados (“todo estaba reducido a cenizas y reinaba el silencio”cuenta Anglería) y que los treinta y nueve hombres dejados allí diez meses atrás habían perecido. Se les dio sepultura y las indagaciones para esclarecer los hechos arrojaron un resultado incómodo para todos. Guacanagarí explicó que los responsable fueron los citados caribes, que hicieron una operación punitiva contra los cristianos después de que éstos cometieran tropelías en sus territorios. Sin embargo, no tardó en quedar patente que aquella historia era tan falsa como las heridas que mostraba el jefe, lo que hizo deducir que en realidad probablemente fue el propio Guacanagarí el que mandó atacar el fuerte para que Colón quisiera vengar a los suyos y acabar con los caribes, sus enemigos.
Los españoles clamaban venganza pero el almirante, más pragmático, prefirió simular que se creía la versión de los taínos para no perderlos como aliados, aparte de que sí parecía haber una verdad de fondo: algunos excesos con los indios por parte de los que se quedaron e incluso pendencias internas por oro y mujeres. Así que, haciendo de tripas corazón levó anclas, se desplazó unas cien millas y encontró un nuevo sitio donde empezar de cero otra vez. Era un lugar insalubre pero allí se fundó La Isabela, otro fuerte que serviría de base para la búsqueda de oro. Ésta se llevó a cabo de forma diferente, tratando a los nativos con inusitada dureza visto que la política diplomática no había dado los frutos esperados; eso, no obstante, ya se saldría del ámbito de este artículo.
Queda reseñar solamente, a manera de anécdota, que las familias del contramaestre, el tonelero y el grumete muertos, es decir, los hermanados vascos, pleitearon contra la Corona exigiendo que se les pagasen los salarios debidos a sus infortunados parientes y que no habían podido cobrar.
JORGE ÁLVAREZ
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significativo. Guacanagarí y los suyos ayudaron a la evacuación con canoas y como ya sólo le quedaba un barco, Colón tomó una decisión histórica: con el maderamen de la Santa María -contra la que se disparó un simbólico cañonazo- construiría un fuerte donde dejaría a parte de los hombres mientras regresaba a España. Los trabajos empezaron ese mismo día -por eso el lugar se bautizó con el nombre de Navidad– y se hicieron con bastante rapidez: unas cabañas y una torre protegidas por empalizada con aspilleras más un foso; constituían el primer asentamiento permanente en el Nuevo Mundo.
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segundo descubrimiento. La Conquista de América contada por sus coetáneos (1492-1589).
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Imperio Español.
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