sábado, 17 de agosto de 2019

Los hijos de J-J Rousseau

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Publicado el: 10 agosto, 2019
Hasta su muerte, el abandono de los hijos le costó mucho y como si no recordara su paternidad indigna e irresponsable publica Emile ou l’Education (1762), un tratado que inició casi concomitantemente con la redacción de Las confesiones…
Los exégetas de Jean-Jacques Rousseau, en particular sus defensores, han tratado de justificar la conducta del reconocido filósofo y escritor suizo del siglo XVIII a propósito de haber entregado sus hijos a la asistencia pública de Francia. Entre los argumentos, el que más se utilizó fue el de que Rousseau había sufrido enfermedades genitales que le habían dejado estéril e impotente. Es decir, que los cinco niños que entregó a la institución pública de París Les Enfants-Trouvés no eran suyos. Una defensa algo débil si se toma en cuenta que ese acto se repitió cinco veces durante su relación con Thérèse Levasseur, una hermosa mujer de condición social humilde que, desde 1745 hasta los últimos días del filósofo, compartió los triunfos y derrotas de Jean-Jacques.
Es cierto que Thérèse tuvo algunos amantes, pero no se puede admitir, para justificar lo indefendible, que Rousseau iba a aceptar un adulterio tan repetido. Se ha establecido que el primer hijo de Thérèse y Rousseau debió haber nacido hacia 1747. Ya en 1750 Roussseau da cuenta en Las confesiones, libro VIII: “Mientras yo filosofaba sobre los deberes de los hombres [acababa de obtener el premio de la Academia de Dijon con su Discurso sobre las ciencias y las artes], un acontecimiento me llevó a reflexionar mejor sobre los míos, Thérèse estaba encinta por tercera vez”. Y más adelante agrega: “Nunca un solo instante de su vida Jean-Jacques ha sido un hombre sin sentimientos, sin entrañas, un padre desnaturalizado. Pude equivocarme, pero no endurecerme. Si dijera mis razones, diría demasiado. Como ellas me sedujeron podrían seducir a muchos otros: no quiero exponer a los jóvenes que pudieran leerme a dejarse engañar por el mismo error. Me contentaría con decir que fue tal que al entregar mis hijos a la educación pública, a falta de poder educarlos yo mismo, y destinarlos a convertirse en obreros y campesinos, antes que aventureros o caza fortunas, me pareció hacer un acto de ciudadano y de padre; y me veía como un miembro de la república de Platón. Más de una vez, desde entonces las nostalgias de mi corazón me enseñaron que me había equivocado; pero, lejos de las advertencias de mi razón, a menudo le he dado gracias al cielo haberlos protegido de la suerte de su padre, y de aquella que les amenazaba cuando hubiera estado obligado a abandonarlos”.
Este es el argumento de mayor validez para justificar el abandono de sus hijos. Rousseau no quería asumir una responsabilidad moral. Se hicieron, al final de la vida del filósofo y tiempo después, investigaciones para recuperar a los niños, pero todas fueron infructuosas. Hay quienes llevan el argumento al extremo y sentencian que esos niños eran pura invención de Jean-Jacques. En Las confesiones, es cierto, muchos de los relatos han sido verificados como falsos o, para ser menos severos, arreglados por el propio autor para expiar una culpa. Y esa era una práctica en él, pero no para inventarse tantos hijos entregados a la asistencia pública: “Mi tercer hijo fue pues entregado a Les Enfants-Trouvés, así como los primeros, y sucedió lo mismo con los dos siguientes: pues tuve cinco en total. […] En una palabra, no le puse ningún misterio a mi conducta, no sólo porque nunca he escondido nada a mis amigos, sino porque en realidad no veía ningún mal. Pensándolo bien, elegí para mis hijos lo mejor, o lo que pensaba que lo era. Hubiera querido, quisiera aún haber sido educado y alimentado como ellos lo han sido”.
Nos podríamos preguntar para qué Rousseau cuenta un episodio tan oscuro de su vida. Las confesiones, cuando Jean-Jacques anunció a sus amigos, sobre todo a los enciclopedistas franceses como Diderot, por ejemplo, que había iniciado la redacción de sus memorias, y conociendo al personaje, no pudieron disimular cierta aprehensión. Pensaron que el ya reconocido y laureado escritor ginebrino iba a explayarse hablando de todos ellos. No lo hizo. Se limitó a él mismo: “Inicio una tarea, escribe al inicio de sus confesiones, que nunca tuvo ejemplo y cuya ejecución no tendrá imitador. Quiero mostrarle a mis semejantes a un hombre en toda la verdad de la naturaleza: y ese hombre seré yo”.
Los reproches que la posteridad haya podido hacerle al enciclopedista suizo ya se los había hecho él mismo en su voluminoso auto-análisis. Una obra que reúne todas las características que Sigmund Freud exige en su psicoanálisis. Para Jean-Jacques, como él mismo suele llamarse en su obra, la verdad era su verdad: “Mi función, explica, es decir la verdad, pero no hacerla creer”. Y ese es el gran logro de su trabajo. Rousseau no trata de convencer a su lector, busca simplemente, a través de la escritura, expiar culpas. En el libro VIII llega a una conclusión sobre la opinión y se considera que es a él a quien le corresponde ser verdadero, y al lector ser justo.
El episodio de los hijos entregados a la asistencia pública es doloroso. El busca una justificación y trata de dar una explicación, pero eso es lo mismo que hace con otros acontecimientos de su vida. El pretende hacer de su alma un objeto transparente, pero al mismo tiempo “arregla” ciertos episodios para poder exponerlos a la consideración del lector. Sicológicamente le resultaba cuesta arriba admitir que realmente se había convertido al catolicismo, cuenta que estuvo a punto de convertirse, cuando en realidad se convirtió. Pero esa era su “verdad” y la escritura le servía para aceptarla. Esa escritura liberadora de Rousseau le servía también para arreglar ciertas cuentas con su pasado. Por ejemplo, durante su adolescencia, cuando era doméstico, uno de los diferentes oficios que ejerció al fugarse de la casa paterna, se robó unas monedas y permitió que una joven empleada fuera acusada en su lugar. Rousseau, al redactar ese episodio, revela que el hecho de escribirlo le libera de una culpa que había arrastrado toda su vida.
Sin embargo, a pesar de que la meta buscada en su obra era “en cierta forma hacer mi alma transparente ante los ojos del lector…” las explicaciones y argumentos por lo que el notable filósofo abandonó en Les Enfants-Trouvés sus cinco hijos no son convincentes. A través de las páginas de Las confesiones se siente que, a pesar de la escritura como liberación que ejerce la redacción de su vida, no logra deshacerse de ese fardo. La historia de Jean-Jacques Rousseau, según se desarrolla en esta magistral joya de la literatura francesa y universal, acomoda episodio, pero no deja de ser verdadera como el enciclopedista repite en numerosas ocasiones. Hasta su muerte, el abandono de los hijos le costó mucho y como si no recordara su paternidad indigna e irresponsable publica Emile ou l’Education (1762), un tratado que inició casi concomitantemente con la redacción de Las confesiones, que muchos historiadores consideran como su verdadero mea culpa ante el abandono de sus cinco hijos a la asistencia pública. Hoy no se juzga a Jean-Jacques por ese acto. No se ponen en duda sus reflexiones sobre la educación, pero no podemos dejar de preguntarnos ¿cómo es posible pensar en los demás y no en los suyos? ¡Vaya paradoja!


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