Un mundo destruido, una nación impuesta: La masacre haitiana de 1937 en la República Dominicana[1]
El olvido, y hasta yo diría que el error histórico, son un factor esencial en la creación de una nación, de modo que el progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para [el principio de] la nacionalidad.
- Ernest Renan, “¿Qué es una nación?” (1882)[2]
Figura 1. Las regiones de la frontera haitiana y dominicana (la línea divisoria está basada en un tratado de 1936 entre los dos países). Reproducido, con autorización, del artículo de Lauren Derby, “Haitians, Magic, and Money: Raza and Society in the Haitian-Dominican Borderlands, 1900 to 1937”, Comparative Studies in Society and History 36, no. 3 (1994): 492
El olvido, y hasta yo diría que el error histórico, son un factor esencial en la creación de una nación, de modo que el progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para [el principio de] la nacionalidad.
- Ernest Renan, “¿Qué es una nación?” (1882)[2]
En octubre de 1937, el dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo Molina le ordenó a su ejército matar a todos los “haitianos” que vivían en la frontera noroeste de la República Dominicana, que delimita con Haití, y en ciertas partes de la región contigua del Cibao. Entre el 2 y el 8 de octubre, cientos de tropas dominicanas arroparon esta vasta región[3] y, con la ayuda de los alcaldes pedáneos (autoridades políticas submunicipales) y algunas reservas civiles, rodearon y masacraron a machetazos a alrededor de 15 000 personas de etnia haitiana[4]. Aquellos que murieron en esta operación –a la que los dominicanos aún se refieren como el corte y los haitianos como kout kouto-a (el apuñalamiento)– eran, en su mayoría, pequeños agricultores, muchos de los cuales habían nacido en la República Dominicana (y, por ende, eran ciudadanos dominicanos, de acuerdo con la Constitución dominicana) y algunos cuyas familias habían vivido allí por generaciones[5]. Los haitianos eran asesinados incluso cuando intentaban escapar hacia Haití cruzando el río, fatídicamente llamado Masacre, que divide a las dos naciones[6]. A los pocos días de iniciada la matanza, el puesto oficial de control fronterizo y el puente entre Haití y la República Dominicana fueron cerrados, impidiendo así el escape de los haitianos[7]. Durante las semanas siguientes, sacerdotes y funcionarios locales recopilaron testimonios de refugiados y elaboraron una lista que finalmente arrojaba unas 12 168 víctimas[8]. Posteriormente, durante la primera mitad de 1938, miles más de haitianos fueron deportados por la fuerza y cientos fueron asesinados en la región sur de la frontera[9].
Los civiles dominicanos y las autoridades locales tomaron diversos roles en la masacre. Algunos asistieron al Ejército identificando y localizando a los haitianos, mientras que otros ayudaron a los haitianos a esconderse y huir. El Ejército reclutó unos cuantos civiles para participar en las matanzas, aunque generalmente estos eran prisioneros provenientes de otras localidades del país, o bien residentes locales que ya estaban comprometidos con el régimen y su sistema represivo. Particularmente, los civiles dominicanos locales fueron los que el Ejército obligó a quemar y sepultar a los cadáveres de las víctimas[10].
La violencia extraordinaria de ese episodio funesto refleja una imagen aterradora no solo de la brutalidad, crueldad y de las características caligulescas de la infame dictadura de Trujillo, sino también de las potenciales profundidades del antihaitianismo dominicano. De hecho, el antihaitianismo ha crecido y, sobre todo, se ha diseminado durante los últimos sesenta años, mientras que la cantidad de migrantes haitianos hacia las zonas azucareras dominicanas y otras áreas –principalmente lejos de las regiones fronterizas– ha incluso aumentado después de la masacre. Estos migrantes han sido sometidos a una explotación extraordinaria y a continuos abusos de sus derechos humanos. Más aún, el antihaitianismo dominicano presenta una dimensión racial notable, pues los haitianos han sido identificados como “los negros” en la República Dominicana, en contraste con los dominicanos que, evidentemente, desde tiempos coloniales, rara vez han asumido ese tipo de identidad colectiva (a pesar de que la gran mayoría no se ha identificado –ni ha sido identificada por los demás– como “blancos” o “los blancos”)[11]. Por tanto, narrar la historia de la masacre haitiana como un relato de racismo antihaitiano resuena poderosamente con asuntos contemporáneos de las relaciones haitiano-dominicanas y con temas comparativos de la historia mundial, específicamente, la hostilidad hacia los inmigrantes de clases bajas, el conflicto racial y étnico, la limpieza étnica y el genocidio que marcaron el siglo XX.
Sin embargo, relatar la historia de la masacre haitiana bajo la óptica de la migración haitiana después de 1937, es decir, contarla como una historia de dominicanos contra haitianos, de un grupo étnico contra otro, podría ser engañoso y podría, involuntariamente, reconstituir y esencializar lo que son, de hecho, formas históricamente variables y contingentes de pensar la nación dominicana. La historia de la masacre es también una historia de dominicanos contra dominicanos, de la élite dominicana contra el campesinado dominicano, del Estado nacional contra los dominicanos de la frontera, de la centralización de fuerzas en oposición a los intereses locales y, luego de la masacre, de discursos antihaitianos de la nación recientemente hegemónicos compitiendo con discursos culturalmente más pluralistas y con recuerdos del pasado. Es también una historia de cómo las comunidades multiétnicas y las identidades nacionales cambiantes, complejas o ambiguas llegan a ser percibidas como un problema para el Estado. Las representaciones actuales de la masacre hablan de problemas contemporáneos de inmigración, conflicto étnico y racismo. Pero al enfatizar exclusivamente estos aspectos se pierde de vista, e incluso se malinterpreta, mucha de la historia de esa horrorosa explosión de violencia estatal. Más aún, esta interpretación errónea suprime un pasado importante y “utilizable”, uno que resiste el concepto prevalente actual de que la nación dominicana y la dominicanidad están en oposición transhistórica y radical a Haití y el haitianismo.
Esta historia alternativa se revela en relatos orales, registrados a fines de la década del 80, de ancianos haitianos y dominicanos que vivían en las regiones fronterizas del norte en la época de la masacre. Sus testimonios ponen de manifiesto cómo, antes de 1937, la identidad nacional dominicana estaba lejos de ser vista de manera uniforme, como una opuesta a o alejada de los haitianos y la cultura haitiana. En contraste con las imágenes promovidas por la historiografía oficial y de élite en la República Dominicana, los dominicanos de las zonas fronterizas, en la década del 30, no luchaban contra una percibida embestida cultural y demográfica de los haitianos[12]. De hecho, para el disgusto de los funcionarios, de los intelectuales y de otros dominicanos de élite, la población de las zonas fronterizas, en su mayoría bilingüe, permaneció indiferente, e incluso hostil, a las ideas urbanas de la nacionalidad dominicana. Las concepciones de élite imaginaban una frontera rígida entre la República Dominicana y Haití, una comunidad y una cultura dominicana marcadamente opuesta a las haitianas, y una base ética común para los ciudadanos del Estado dominicano. En otras palabras, la élite deseaba una nación delimitada tanto geográfica como culturalmente. La población fronteriza, sin embargo, no lograba encontrarle sentido ni integrarse a esa formulación elitista de una nación dominicana monoétnica radicalmente distinta de Haití. Dadas estas condiciones, planteo el argumento de que el objetivo de la masacre haitiana debe verse como un ataque no solo contra los haitianos que vivían en la República Dominicana. La masacre haitiana también debe verse como un ataque a gran escala del Estado nacional contra una colectividad fronteriza bicultural y transnacional, compuesta por personas de etnia dominicana y de etnia haitiana. Replantear la problemática de la masacre haitiana como un conflicto entre dos visiones de la nación dominicana también deconstruye y desafía la construcción esencializada dominante de que la nacionalidad dominicana está basada en un antihaitianismo supuestamente transhistórico.
La frontera dominicana
En la frontera dominicana de antes de 1937, se desarrolló un mundo bicultural haitiano-dominicano, particularmente en las zonas fronterizas del norte, a través de varias generaciones de inmigración haitiana y de interacción con los dominicanos residentes. Esa inmigración era estimulada por un excedente de tierras y por una población escasa del lado dominicano de la frontera, en contraposición con una creciente presión poblacional y de tierras del lado haitiano durante la segunda mitad del siglo XIX. Debido a la escasa población de la región, los asentamientos de haitianos en la frontera dominicana ayudaron a constituir lo que fue, en gran medida, la sociedad originaria de esa parte del país. Desde el principio, la misma era una sociedad bilingüe, bicultural y transnacional que se expandía hacia los lados dominicano y haitiano de la línea fronteriza. La línea del statu quo fijada entre los dos países había sido aceptada por ambos Estados como límite en diferentes ocasiones durante el periodo 1900-1920 (aunque con disputas continuas en algunos lugares, sobre todo en el área sureña de Pedernales)[13]. Pero esa línea permanecía completamente permeable para cruzarse de un lado a otro y tenía un significado limitado para los residentes locales. A pesar de que las nociones de soberanía política y nacionalidad dominicana afectaban la vida cotidiana en la frontera –por ejemplo, en la recaudación de un impuesto de inmigración a aquellos que no habían nacido en suelo dominicano–, el límite territorial y cultural entre ambos países tenía mucha menos fuerza y significancia de lo que imaginaban y deseaban los que vivían en Santo Domingo (la capital del país) y otras áreas lejos de la frontera. De muchas formas, la frontera permanecía como una ficción política intranscendente para quienes residían allí. Como recuerda un refugiado haitiano de la masacre, “A pesar de que había dos lados, el pueblo era uno, estaba unido”[14].
Muchos residentes cruzaban la línea fronteriza repetidamente en el curso de un solo día; por ejemplo, niños de etnia haitiana iban a la escuela en Haití, cruzaban a la República Dominicana para almorzar, luego volvían a la escuela en Haití por la tarde y finalmente regresaban a sus casas en territorio dominicano al anochecer[15]. Además, muchos de los mercados más grandes y más cercanos se encontraban en Haití, por lo cual los residentes cruzaban frecuentemente allí, o vendían sus productos a intermediarios haitianos[16]. Tanto los de etnia haitiana como los de etnia dominicana generalmente bautizaban a sus hijos en Haití[17]. Y muchos pastaban su ganado y trabajaban en tierras que abarcaban ambos territorios, haitiano y dominicano[18]. A través de la frontera se formaron comunidades de amigos, parientes y asociados. Bilín, un humilde dominicano de Monte Grande, recordaba que en esos días: “Cruzábamos [la frontera] sin problema, y tanto venían ellos como nosotros íbamos. Papá tenía tantas amistades allá que él dejaba que yo durmiera donde los compadres de él y esas gentes me cuidaban”[19].
Las historias orales revelan cómo los de etnia haitiana y los de etnia dominicana que vivían en la región fronteriza del norte se habían entremezclado fluidamente y a menudo formaban familias entre ellos. Percivio Díaz, uno de los hombres más ricos del pequeño pueblo dominicano de Santiago de la Cruz (al este de Dajabón), explicó: “Aquí hay una amalgama de gente… haitianos [que] se casaban con dominicanas y dominicanas con haitianos… [H]ay muchos que son de las dos clases domínico-haitianos porque su mamá era dominicana y su papá era haitiano. Aquí sucedió eso y se generalizó que aquí había ya de esa clase más domínico-haitiano que dominicanos puros porque nunca dominicanos puros hubo tantos”[20]. Los residentes de la frontera generalmente entendían tanto el kreyòl como el español, y, hasta cierto punto, las dos lenguas se fusionaron y formaron un nuevo idioma[21]. Y no existía ninguna evidente jerarquía económica o disputa entre haitianos y dominicanos en las áreas rurales de la región. No había una competencia laboral significativa; de hecho, se recurría relativamente poco al trabajo asalariado. Las grandes haciendas azucareras que empleaban a haitianos y otros inmigrantes de las Antillas estaban bastante lejos de esta región. La mayoría de los de etnia haitiana del área cultivaban café y productos agrícolas de subsistencia en parcelas pequeñas y medianas que incluían algo de cría de ganado y cerdos; mientras que los campesinos de etnia dominicana generalmente ponían más énfasis en la caza y en la crianza libre. Tampoco había una competencia notable por la tierra o una escasez de ella, pues gran parte de la frontera del norte permanecía poco desarrollada o mensurada. (Los reclamos de propiedad que existían eran inciertos e incompletos y se basaban en derechos traslapados y contradictorios, así como en títulos que todavía no se habían adjudicado en la mayoría de las áreas[22].) En los pueblos como Dajabón y Monte Cristi (cuyas poblaciones eran de poco más de 10 000 y 8000 habitantes, respectivamente) existía, hasta cierto punto, una división étnica del trabajo mediante la cual muchos haitianos trabajaban de artesanos (zapateros, hojalateros y sastres) y de empleados domésticos (lavanderos y sirvientes)[23]. Sin embargo, no existían tales divisiones ni jerarquías de clases en la mayor parte de la frontera rural del norte[24]. Y aunque parecería que había más concentración residencial étnica y más haitianos que trabajaban la tierra para los de etnia dominicana en ciertas áreas rurales de la frontera del sur, ahí también había, no obstante, una integración social y comercial alta[25].
A pesar de los niveles generalmente altos de integración haitiano-dominicana en la frontera, había, sin embargo, distintas identidades culturales “dominicana” y “haitiana”. De hecho, la permeabilidad de la frontera y el transnacionalismo de la región contribuyeron a preservar la identidad y cultura haitianas. En muchas áreas de la frontera, la población se componía mayormente de personas a quienes los fuereños identificaban como “haitianos”[26]. Ciertas prácticas culturales, religiosas y lingüísticas, y también algunos rasgos físicos (desde una tez más oscura hasta orejas más pequeñas), eran registrados como de los haitianos, por mucho que fueran compartidos tanto por haitianos como por dominicanos. Y estas nociones de diferencia cultural y física eran más jerárquicas que igualitarias. Aunque los vínculos eran débiles entre los habitantes de la región y el discurso racista y antihaitiano que emanaba de las ciudades, los campesinos de mayor edad sí recordaban ciertas formas de diferenciación, de estereotipos étnicos y de percepciones racistas de la belleza. La visión de los dominicanos de la frontera de sus diferencias de los haitianos se basaba en estereotipos culturales injustos que les atribuían a los haitianos, por ejemplo, poderes mágicos, sexuales y de sanación más fuertes, además de un menor autocontrol[27]. Sin embargo, esas diferencias eran más bien étnicas y no necesariamente nacionales. Según la Constitución Nacional, los de etnia haitiana nacidos en la República Dominicana eran ciudadanos dominicanos, y la evidencia sugiere que eran aceptados como parte de la nación dominicana por sus vecinos de etnia dominicana y por los funcionarios dominicanos locales. En efecto, numerosos haitianos recordaban que incluso hasta los nacidos en Haití podían evitar el impuesto inmigratorio anual y pasar por ciudadanos dominicanos una vez que aprendieran a hablar bien el español y hubieran vivido en el país por varios años[28].
En resumen, los de etnia haitiana no ocupaban una posición inferior en la economía y sociedad rural general de la frontera. Y los residentes dominicanos de la frontera, generalmente, no veían a los haitianos ni como un grupo más pobre y subordinado, ni como foráneos. Tampoco se percibía, en ese entonces, a Haití como menos moderno que la República Dominicana. (La relativa superioridad económica y militar de la República Dominicana se desarrolló durante el transcurso del régimen de Trujillo). A pesar de las fricciones y los estereotipos cotidianos, existía un alto grado de igualdad socio-económica y comunitaria más allá de las diferencias étnicas y del límite nacional. Entonces, las formas de prejuicio y diferenciación entre los de etnia haitiana y los de etnia dominicana en la región estaban articuladas con, e incluso originadas en, la intimidad y la integración. Ellas constituían nociones de diferencia, pero no necesariamente de otredad o marginalidad.
Cuando se le preguntó cómo había sido la vida antes de la masacre, doña María, una anciana dominicana pobre, residente en Dajabón, recordó: “Una haitiana fue la partera de mi primer hijo. Y vivíamos cerca una de la otra. Yo trataba a esa mujer como si fuera mi mamá. Si yo cocinaba, le daba comida. Y mis hijos realmente la querían. Ella es una de los que fueron asesinados [en la masacre]… Haitianos y dominicanos se trataban como hermanos y hermanas, como hijos e hijas”[29]. Para una familia humilde y civil como la de doña María, la ideología antihaitiana de élite y la concepción de una nación monoétnica no tenían ninguna base social o económica.
Las formas de vida y la complejidad cultural de la frontera dominicana contrastaban con un ideal urbano y de élite de una nación dominicana que excluía y denigraba a todo lo que fuese haitiano. Los intelectuales dominicanos proyectaban la presencia haitiana en la frontera dominicana como una “invasión pacífica” que ponía en peligro a la nación dominicana[30]. Esta “invasión” supuestamente “haitianizaba” y “africanizaba” la frontera dominicana, tornando a la cultura popular dominicana más salvaje y retrógrada, e inyectando nuevos e indeseables ingredientes africanos en la composición social dominicana. Desde fines del siglo XIX –los años en que comenzó la migración haitiana a la frontera y, en general, la migración antillana a las incipientes zonas azucareras–, las élites habían demonizado a la cultura popular haitiana, y al vodú haitiano en particular, calificándola como una amenaza a la nacionalidad dominicana. La influencia haitiana era percibida como un obstáculo para el objetivo de la élite de crear un país “moderno” y “civilizado”. Durante siglos, las prácticas culturales del campesinado dominicano habían sido vistas por los intelectuales y legisladores dominicanos como retrógradas y como el principal obstáculo para el progreso, marcadas, según un escritor del siglo XIX, por “un fanatismo religioso y… peculiar independencia, causantes… de su insumisión á las sabias prácticas… del trabajo”[31]. Y la religión, la música y el dialecto popular dominicanos siempre habían exhibido rasgos que los ligaban a África y a las prácticas afrohaitianas[32]. Cada vez más, sin embargo, la “haitianización” se convertía en la forma en que los intelectuales explicaban el supuesto retroceso y las dimensiones africanas en la cultura y la sociedad dominicanas, así como la evolución de normas haitiano-dominicanas en la frontera dominicana[33].
La oposición racista de la élite dominicana a las condiciones biculturales de la frontera dominicana encajaba perfectamente con intereses estatales similares y de mucho tiempo por lograr un mayor control político sobre esa región. Con sus extensos e indómitos montes, bosques y colinas, su lejanía de los lugares más poblados, su campesinado disperso y su escasa infraestructura, esas áreas habían resistido la sujeción al Estado nacional durante décadas. Desde fines del siglo XIX, líderes dominicanos habían estado luchando por consolidar formas modernas de autoridad política y regulación económica en esa región donde los dominicanos y los haitianos convivían en un mundo separado, en gran medida, del resto de la nación. Además, como sucedía en la mayoría de los estados modernos, miembros del Gobierno dominicano buscaban fijar una delimitación nacional clara y continua y regular el flujo de productos y personas a través de ella[34]. Durante décadas, el Gobierno había intentado cobrar impuestos aduaneros y eliminar el contrabando a lo largo de la línea fronteriza para obtener ingresos, proteger a los comerciantes dominicanos y a las industrias nacientes y así lograr la autonomía económica y el control político nacional[35]. Además, una frontera no efectivamente delimitada con Haití constituía un refugio óptimo para los “revolucionarios”, dada la facilidad con que se podía cruzar a Haití a buscar armas y organizar fuerzas, y el dinero que se podía hacer a través del comercio ilegal. Los caudillos de la región, que mantenían un alto nivel de autonomía local, también obtenían sus fortunas y poder del comercio ilícito a través de la frontera[36]. Así, el establecimiento y el control de una frontera delimitada había sido siempre una cuestión de preocupación oficial. También lo había sido la construcción de mercados en el lado dominicano de la frontera, en un esfuerzo por reorientar la población fronteriza lejos de Haití[37]. Y desde la década del 20, el Gobierno trató de implementar leyes que imponían la obligatoriedad de documentos oficiales (tarjetas de identidad, pasaportes, visas o certificados de buena conducta) para que las personas pudieran pasar a través del puerto legal de entrada en Dajabón[38].
El interés del Estado en reforzar las delimitaciones nacionales y asegurar el control sobre la frontera convergía con prejuicios elitistas que desde hace tiempo habían contra la “invasión pacífica” de los haitianos para dar pie a los esfuerzos gubernamentales de “colonización” agrícola en esa región. Nuevas aldeas agrícolas organizadas, supervisadas y apoyadas por el Estado (“colonias”) empezaron a concebirse a principios del siglo XX. Los primeros proyectos de colonización se enfocaban en las regiones fronterizas y respondían al temor de que una creciente inmigración y presencia de personas de etnia haitiana en el área sustentaría mayores reclamos territoriales por parte del Estado haitiano, especialmente porque todavía no se había definido la línea divisoria entre ambos países. En 1907, el año en que se promulgó la primera ley de colonización de la nación (pero casi veinte años antes de que se estableciera concretamente la primera colonia), el editorial de un periódico planteaba: “Esta inmigración espontánea que nos llega allende de Masacre [el río], no tendría nada alarmante ni de particular, si continuando como hasta ayer solo se ocupara de dar impulso á la agricultura y surtir nuestras ciudades de artículos de alimentación, como lo han venido haciendo hasta el presente; pero he aquí que la ambición, el egoísmo ó la mala fe… [de parte de aquellos que han] hecho ver a los moradores de Grand Fond [ahora Trinitaria, en Restauración] que jamás este lugar ha pertenecido a la República Dominicana [y que, por el contrario, es parte de Haití]”[39]. La expectativa era que, al poblar esas áreas fronterizas con colonos que no fueran haitianos, se consolidarían los reclamos dominicanos por ese territorio. Cuando los planes de colonización se reanudaron a mediados de la década del 20, los líderes nacionales propugnaban las mismas metas de la legislación de 1907: impedir la llamada “invasión pacífica” de haitianos a la frontera dominicana y los eventuales reclamos por parte de los haitianos de territorios en poder de la República Dominicana[40].
Pero era poco probable que el disperso campesinado dominicano poblara esa región con números suficientes para prevenir la inmigración haitiana y predominar en términos demográficos. En general, el país aún estaba escasamente poblado y quedaba mucha tierra disponible en regiones menos remotas que la frontera. Más aún, la mayoría de las figuras intelectuales y políticas de fines del siglo XIX y principios del siglo XX solo demostraban desprecio por el todavía altamente autárquico campesinado dominicano[41]. Por lo tanto, los legisladores definieron la necesidad de poblar las colonias con inmigrantes europeos, pues imaginaban que la influencia cultural europea sería necesaria para “civilizar” el campo, fomentar la agricultura comercial y sedentaria y, así, poblar, reclamar y desarrollar las tierras fronterizas de la República Dominicana[42]. Los funcionarios estatales hablaban de las mejoras “morales” y “etnográficas” que resultarían de la inmigración europea[43]. Similares discursos racistas-culturalistas habían prevalecido hacia fines del siglo XIX en toda América Latina, donde la inmigración europea se concebía como una receta para el “progreso” económico y social. Pero eran más agravantes, irónicos y problemáticos en una sociedad como la dominicana, en la cual predominaba la ascendencia africana. En este contexto, la inmigración europea se presentaba en las ideologías de élite como una forma de “mejorar la raza [dominicana]”, reforzando la carencia del país, en contraste con Haití, de una identidad negra, y privilegiando, de manera hegemónica, las prácticas y creencias europeas. En términos más concretos, esos ideólogos asumían que los inmigrantes europeos traerían nuevos conocimientos y hábitos agrícolas, herramientas y técnicas sencillas, pero no utilizadas hasta ese momento, y una ética de trabajo que ayudaría a modernizar el campo. Tan irónico como parece, el Estado dominicano proponía que la inmigración europea consolidara los reclamos territoriales dominicanos y la identidad nacional en la frontera.
El establecimiento real de las colonias agrícolas, sin embargo, no se adecuó a la visión cultural y racial de aquellos que las propusieron. El desempeño pobre de los primeros “colonos” europeos, junto a un aumento sin precedentes de campesinos dominicanos sin tierras, llevó rápidamente a una reformulación de los planes de colonización a fines de la década del 20. Cada vez más, el proyecto de población y desarrollo de las tierras fronterizas involucraba a dominicanos en lugar de a “colonos” extranjeros, y fue reformulado en términos más nacionalistas como la “Dominicanización” de la frontera[44]. Más aún, contradiciendo a este objetivo expreso y al anterior discurso antihaitiano de los ideólogos del Estado, la gran mayoría de los campesinos “dominicanos” que fueron incorporados a las colonias de la frontera del norte antes de la masacre eran, de hecho, de etnia haitiana[45]. Esta situación irónica derivaba de la realidad demográfica de las zonas fronterizas, pobladas de manera dispersa. Pero también sugiere una construcción alternativa de la nación dominicana que coexistía con los ideales oficiales y era acogida incluso por algunas autoridades locales. Esa idea de nación les otorgaba efectivamente a los haitianos nacidos en suelo dominicano, y quizás a algunos nacidos en Haití, la ciudadanía dominicana.
El periodo en que se formaron las primeras colonias, a fines de la década del 20, fue también la época en que la República Dominicana presenció el ascenso meteórico de Rafael Trujillo, un hombre de clase media baja, con poca educación, y procedente de la pequeña ciudad de San Cristóbal. Trujillo ingresó a la Guardia Nacional Dominicana en 1919, poco después de que esta fuera formada durante la ocupación estadounidense (1916-1924). Luego de escalar diversos rangos militares, en 1927 fue nombrado Comandante en Jefe por el entonces presidente Horacio Vásquez. Al organizarse una pequeña rebelión civil para sacar del poder a Vásquez en 1930, Trujillo, a través de su control del Ejército, estaba en posición de facilitar el golpe de Estado y, tres meses después, asumir la presidencia[46]. Pronto obtendría el control del país y gobernaría la República Dominicana durante 31 años casi sin una oposición organizada hasta el ocaso del régimen.
En busca de legitimación y pericia –y manteniendo cerca a sus potenciales adversarios–, Trujillo rápidamente incorporó a su régimen a los principales intelectuales y legisladores de la época[47]. Muchas de esas figuras se habían desilusionado con las inequidades, fallas y “desnacionalización” del clásico camino liberal a la modernización –desposeimiento del campesinado, monopolios extranjeros, escasez de alimentos y un Estado con poderes limitados para regular la economía y la sociedad– que se había tomado en las provincias del este de la República Dominicana, donde las plantaciones de azúcar crecieron en el periodo de 1880 a 1930. Buscando desplegar el poder sin precedentes del Estado dictatorial para alcanzar los objetivos de su política, estos funcionarios propusieron una versión de modernización alternativa, relativamente nacionalista y populista, que Trujillo acogió rápidamente. A través de políticas agrarias populistas, este proyecto reformista de modernidad prometía forjar una base social campesina para el régimen, fomentar la autosuficiencia agrícola (que era crítica en el contexto de la depresión económica global de la década del 30), e incrementar los ingresos fiscales. También le permitió a Trujillo extender, como nunca antes, el alcance y la visión del Estado. La distribución de parcelas fijas de tierra y el suministro de gran parte de la ayuda y la irrigación, de la que los agricultores sedentarios llegaron a depender, permitieron una expansión del control estatal en las áreas, vidas e inclusive subjetividades rurales mucho mayor de la que había habido en el pasado, cuando el campesinado llevaba una existencia casi autárquica y subsistía gracias a la caza y la agricultura de tala y quema[48]. A través de la reforma agraria, el Estado nacional bajo el mando de Trujillo domesticaría, de manera constante, a un campesinado que había logrado eludir, durante siglos, el control estatal, los impuestos y el monitoreo. Y enlistaría la participación del campesinado en los proyectos políticos, culturales y económicos del Estado nacional, sus obligaciones civiles y rituales de mando. Así, el proyecto reformista de modernización impuesto por Trujillo abrió el campo al poder y la autoridad del Estado como nunca antes había logrado ninguno de los gobiernos que lo habían intentado[49].
La porosidad de la línea fronteriza domínico-haitiana y su sociedad transnacional eran evidentes retos, espacios de resistencia, para el nuevo régimen en su proceso de llevar a las áreas rurales al campo visual y control efectivo del Estado central. Desde el punto de vista de Trujillo, estaba claro que había que incrementar allí la presencia del Estado, una preocupación que crecía por las constantes disputas con el Gobierno haitiano por determinar la línea fronteriza a principios de la década del 30[50]. Trujillo también estaba profundamente preocupado por la posibilidad de que los exiliados revolucionarios pudieran iniciar una invasión a través de la frontera domínico-haitiana, y de que el área pudiera ser usada como ruta fácil para ingresar armas ilegalmente a la República Dominicana[51]. Desde una perspectiva militar, la frontera con Haití era ciertamente el talón de Aquiles del régimen. El interés estatal por muchos años de vigilar esta frontera y controlar la región se intensificaba también con la determinación de Trujillo de controlar la economía nacional, imponer nuevos impuestos y tarifas en el comercio exterior y promover la industria local bajo programas de sustitución de importaciones a través de tarifas altas[52].
Los esfuerzos de Trujillo por la formación del Estado y el control político en la frontera encajaban con las constantes preocupaciones territoriales y culturales sobre la “haitianización” de las zonas fronterizas. Esto puede verse en las primeras políticas del régimen sobre las colonias fronterizas. En general, la colonización de la frontera solo tuvo un papel marginal en el régimen de Trujillo desde 1930 hasta 1937. En ese período, el Estado no creó ninguna colonia nueva en la región y solo expandió significativamente una de las ya existentes. Y en el transcurso del Trujillato, la colonización se convertiría en una política nacional, más que una política principalmente de la frontera, asentando a unos pocos miles de “colonos” europeos (la mayoría de los cuales pronto abandonaron el país debido al modesto apoyo que recibieron) y sirviendo más bien, sobre todo, como un instrumento de la reforma agraria para distribuir la tierra entre el campesinado dominicano y modernizar la producción[53]. No obstante, incluso durante el periodo previo a la masacre, bajo el mando de Trujillo, el programa de colonización sirvió, y dio voz, al nacionalismo antihaitiano que lo había forjado originalmente[54]. En 1935, los editores del periódico dominicano Listín Diario elogiaron a la colonización en la frontera porque cumplía, simultáneamente, las metas oficiales de producción, “civilización” y “dominicanización”:
En las Fronterizas [por medio de la colonización]… no solo se aumenta la producción y se reeducan vecindarios que antes andaban al garete, sin dios ni ley, merodeando por las regiones, sin trabajar, sin producir y de la rapiña del ageno esfuerzo sino que también se levanta una muralla con caracteres distintivos de auténtico dominicanismo en los sitios más cercanos al vecino Estado haitiano[55].
La referencia a un “auténtico dominicanismo” con “caracteres distintivos” tal vez reprobaba, implícitamente, un “dominicanismo no auténtico” en la frontera dominicana –uno que incorporaba o compartía características fundamentales de los haitianos. Yo argumentaré que fue precisamente esa superposición de prácticas culturales entre haitianos y dominicanos y la comunidad bi-étnica en general “en los sitios más cercanos al vecino Estado haitiano” la que demostró a Trujillo que el establecimiento de controles estatales en la frontera era tanto necesario, como problemático. La homogeneidad cultural se convirtió en una preocupación crítica para el Estado de Trujillo, donde se la veía como instrumental para marcar el espacio político y consolidar la autoridad política[56].
Las tensiones sobre la presencia haitiana en las áreas “más cercan[a]s al vecino Estado haitiano” eran evidentes cuando el Gobierno de Trujillo fundó la colonia agrícola de Pedernales en el sur de la frontera en 1931. En el periodo previo a la masacre, parecía que la preocupación principal del régimen era la presencia haitiana en aquellas áreas donde la línea divisoria se mantenía en disputa entre los dos países. Pedernales era el lugar que se había disputado más vehementemente y por más tiempo en la frontera. El establecimiento de una colonia allí resultó ser la única acción específica que el Estado tomó contra los haitianos, previo a la masacre[57]. Para establecer la colonia, el régimen le dio a los residentes de etnia haitiana seis meses para abandonar el área y les ofreció una suma marginal para sus mejoras. El ministro haitiano de Asuntos Extranjeros se quejó en 1932, tanto a las autoridades dominicanas como a las estadounidenses, de que “miles de haitianos” que habían vivido allí por generaciones habían sido desalojados a la fuerza por soldados dominicanos[58].
Un pequeño número de personas de etnia haitiana que vivían y trabajaban en las colonias agrícolas estatales del norte de la frontera, donde no había disputas intensas de gran duración por la línea divisoria, también fueron desalojadas en el periodo entre 1930 y 1937. Pero esas expulsiones, aunque pueden haber respondido a algún tipo de directrices estatales centrales, eran operaciones aleatorias, motivadas por conflictos individuales y condicionadas por el criterio local. Esa operación también se veía complicada por las ideas múltiples y contradictorias de distinción entre las identidades haitiana y dominicana. En 1934, el administrador de la colonia Restauración, ubicada en el norte de la frontera, decidió desalojar a Pierre Damus, un campesino relativamente acomodado, nacido en Haití, tras una disputa por un ganado (perteneciente a otro campesino) que había dañado el cultivo de Damus. Damus le escribió una carta a Trujillo en la que protestaba por esta acción arbitraria. Terminaba su carta diciendo: “Ya he cumplido con la Ley, verdad soy haitiano, pero soy casado con una mujer dominicana”[59]. El encargado de la Colonización, Francisco Read, respondió a esa queja con una recomendación de que a Damus se le otorgara un año para cosechar su cultivo antes de ser forzado a abandonar la colonia. Read propuso posteriormente que, como Damus era un “laborioso y casado con una dominicana, se le puede ofrecer una parcela en las colonias de ‘Jamao’ o ‘Pedro Sánchez’ que no son fronterizas”. . Era evidente que Read quería complacer a ese agricultor productivo y entendía que el objetivo del desalojo de haitianos era un tema únicamente relevante a las preocupaciones por la frontera y la definición del límite fronterizo[60]. En otro caso, un funcionario del pueblo fronterizo de Bánica reflejó un criterio más nacional que étnico para determinar quién era haitiano. En 1936, reportó, como si fuera una obviedad, que: “Los arrendatarios a quienes hemos repartido tierra en la Sección son en su mayoría Haitianos, pero nacidos en el territorio, por lo que son considerados como Dominicanos y razón por la cual resolvimos repartirle tierra"[61].
Así, las primeras políticas del Estado de Trujillo sobre la frontera permitían cierta interpretación y criterio local. En efecto, cabe la posibilidad de que esa ambigüedad fuese intencional, teniendo en cuenta los intereses e ideologías en disputa dentro del Estado que Trujillo no estaba listo para resolver. Con la incorporación de los estadistas de élite y de los principales intelectuales de la nación a su régimen, Trujillo adquirió un grupo excepcional de pensadores antihaitianos, entre los que se destacaban Joaquín Balaguer, Julio Ortega Frier y, posteriormente, Manuel Arturo Peña Battle, quienes desempeñarían importantes funciones en el Gobierno. Estos hombres eran parte de una pequeña élite dominicana de esa época: identificados con la raza blanca, habían cursado estudios universitarios en el exterior y, con la excepción de Balaguer, eran todos miembros de la clase alta urbana de Santiago y Santo Domingo. Todos habían nacido más o menos durante el cambio de siglo y se habían educado en la época en que el discurso científico racista tenía amplia difusión en Europa y en las Américas[62]. Imbuidos de nociones profundamente racistas y culturalistas, esa generación de funcionarios y pensadores antihaitianos indudablemente promovió la expulsión, en lugar de la asimilación o incorporación, de los “haitianos” como solución a la supuesta amenaza racial, cultural, territorial y política que enfrentaba la nación dominicana[63].
Sin embargo, en sus inicios, el Gobierno de Trujillo parecía aceptar un abordaje más asimilacionista de la nacionalización de la frontera y etnificación de la nación. A pesar de no ser una política central o muy anunciada, antes de 1937, el régimen había dado pasos concretos para integrar a los de etnia haitiana –así como a los de etnia dominicana– que residían en la frontera a la cultura y sociedad urbana dominicana mediante la infusión de símbolos nacionales, la imposición del español estándar y la representación de la nacionalidad dominicana. El Gobierno cambió docenas de nombres haitianos y franceses de pueblos, ríos e incluso arroyos fronterizos por nombres en español[64]. El régimen de Trujillo también promovió el reforzamiento de la entonces débil Iglesia Católica en la frontera. En 1935, el Arzobispo de Santo Domingo formó parte de un acuerdo con el Ministro de Interior para el envío de una misión religiosa a la región fronteriza. Además de bodas, bautismos y de la difusión de la doctrina cristiana, la Misión Fronteriza de San Ignacio de Loyola organizaba la celebración de las fiestas nacionales, que incluían el cumpleaños de Trujillo y el Día del Benefactor[65]. Y entre 1932 y 1935, el Gobierno expandió significativamente el número de escuelas públicas en la frontera (tanto en el norte como en el sur) y estableció planes de estudios especiales que ponían el énfasis en el español estándar y los símbolos e historia nacionales[66]. El Listín Diario reportó que ese plan de estudios estaba diseñado para “que detengan el influjo desnacionalizante del idioma del país limítrofe” y sus hábitos, y para inculcar “amor a la tierra, al idioma y a las costumbres” de la República Dominicana[67]. Gran parte de los niños que asistían a estas nuevas escuelas eran de etnia haitiana. Trujillo, quien tenía parcialmente ascendencia haitiana[68], respaldaba así las políticas que acogían las identidades étnicas haitianas como de ciudadanos dominicanos y súbditos del régimen.
Los propios haitianos recuerdan teatralizando su nacionalidad dominicana y su lealtad a Trujillo durante los años previos a la masacre en la frontera dominicana. Ercilia Guerrier, una anciana haitiana que había vivido en el pueblo fronterizo de Restauración antes de la masacre, recordó cómo, cuando era niña, ella y sus compañeros de la primaria dramatizaban para Trujillo:
El presidente Trujillo llegó a la escuela a ver a los niños. Yo me subí a una mesa. Y cuando él llegó, lo saludé y le dije: “Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo Molina,” le dije, “Jefe, Benefactor de la Patria, la Patria de Duarte... Te proclamo Jefe de por vida… Dios te bendiga”… Y él te daba la mano y te daba un regalo, y luego venía otro niño [y le recitaba lo mismo][69].
Es indudable que ella recordaba ese tributo debido a su amarga ironía. Antes de la masacre, Trujillo se presentaba ante los de etnia haitiana no como un tirano antihaitiano eliminacionista, sino como un gobernante que ofrecía protección y ayuda estatal (específicamente, libre acceso a la tierra) a aquellos que le ofrecieran lealtad política, producción agrícola e impuestos al régimen. Otro refugiado, Isil Nicolás, nacido en Cola Grande, cerca de Dajabón, recordó las palabras de Trujillo en una de sus primeras visitas a Dajabón, a principios de la década del 30:
Él dijo que todas las personas son iguales. No hay diferencias entre nosotros… Él le dijo a todo el mundo… que los dominicanos y los haitianos tienen la misma sangre… Y nos trajo veinte o treinta camiones de herramientas, machetes, picos y rastrillos. Dijo que eran para que cultiváramos la tierra, y los repartió entre nosotros… “Ustedes podrán trabajar la tierra donde la encuentren, con una condición”, dijo. “Cada ciudadano debe cultivar productivamente”[70].
Cuando se le preguntó por qué Trujillo había ordenado la masacre, Nicolás contestó: “La causa, no la sabemos. Es más bien un misterio. Es algo que debemos preguntarle a Dios”[71].
Por consiguiente, las variadas medidas nacionalistas y antihaitianas que se tomaron en los primeros años del mandato de Trujillo eran esporádicas y contradictorias. A pesar de que el régimen de Trujillo estaba ideológicamente unificado por un discurso de nacionalismo, todavía habían visiones discrepantes de lo que era una nación dominicana más fuerte y cómo lograrla. Y más notable que las medidas antihaitianas de los primeros años del Gobierno trujillista era hasta qué punto Trujillo silenciaba públicamente y aparentemente pasaba por alto los discursos virulentamente antihaitianos de muchos de sus asesores y de los entonces principales intelectuales del país.
Trujillo también reveló su independencia de los pensadores antihaitianos durante su Gobierno, en los años previos a la masacre, promoviendo relaciones amistosas y de colaboración sin precedentes entre Haití y la República Dominicana. En 1936, tras más de 250 años de conflicto, los dos estados finalmente resolvieron la demarcación, disputada durante mucho tiempo, de la frontera haitiano-dominicana[72]. Esa resolución llevó a que se intensificaran los infinitos pronunciamientos en la prensa dominicana, controlada por Trujillo, que comenzaron en 1934 y continuaron hasta la masacre, con respecto a la cercanía y la calidez de las relaciones políticas y culturales haitiano-dominicanas. Luego de firmar el acuerdo por la frontera, el presidente haitiano Sténio Vincent renombró la calle principal de Puerto Príncipe, La Grand Rue, como “Avenue Président Trujillo”, mientras que Trujillo bautizó la ruta fronteriza del norte, que iba de Monte Cristi a Dajabón, como “Carretera Vincent”. Solo seis meses antes de la masacre, los editores del periódico La Opinión proclamaron:
Al mismo tiempo que celebramos el Día Panamericano, celebramos hoy el Día de la Confraternidad Domínico-haitiana, instituido en los dos países de la isla por los Presidentes Trujillo y Vincent, con el fin de conmemorar todos los años el aniversario del Cange de Ratificaciones del memorable Acuerdo que puso fin el año pasado, de un modo definitivo, el diferendo de fronteras entre Haití y Santo Domingo… Gracias al patriotismo bien entendido y a la visión política e histórica de los dos ilustres caudillos de la isla, los dos países que hasta ayer fueron rivales, se han convertido en hermanos. Tal realización merece ser recordada a través de los años por las relaciones agradecidas. Por eso en este día haitianos y dominicanos nos sentimos estrechados en un espiritual abrazo que alegoriza los ideales que nos inspirarán en la marcha hacia el porvenir[73].
En los años previos a la masacre, Trujillo también intentó ganar seguidores entre los haitianos. Sus esfuerzos incluyeron apoyo financiero para los artistas, intelectuales, líderes políticos y periódicos haitianos; propaganda con relación al exitoso desarrollo económico de la República Dominicana; y visitas oficiales a Haití en las cuales repartía regalos y fotografías de sí mismo entre la multitud, declaraba su amor por el pueblo haitiano y besaba con dramatismo la bandera haitiana[74]. Y más sorprendente aún, en retrospectiva, es el hecho de que la prensa de ambas naciones reportó que el presidente dominicano había proclamado su ascendencia haitiana con orgullo[75]. Aparentemente, sus esfuerzos por establecer relaciones firmes con Haití y congraciarse con las élites haitianas eran, más bien, intentos de obtener control sobre el Estado haitiano y su gente. El historiador haitiano Roger Dorsinville explicó: “Hubo una época en que Trujillo quiso tener a la élite haitiana con él… [y] facilitar las visitas del empresariado y de todos los haitianos de cierto prestigio, grandes escritores… En ese entonces, siempre pensamos que Trujillo tenía la idea de expandir su control sobre toda la isla, no con la intención de invadir y demoler todo, sino volviendo su poder aceptable”[76]. Los esfuerzos para que el poder de Trujillo se “volviera aceptable” para las élites haitianas, así como los otros discursos y estrategias ambiguos y contradictorios con respecto a Haití que marcaron a los primeros años del Gobierno de Trujillo, contrastarían claramente con el antihaitianismo oficial generalizado que siguió a la orden de ejecutar la masacre en 1937.
Las relaciones amistosas con Haití no excluían que, simultáneamente, el régimen buscara solidificar una frontera bien controlada entre los dos países. Al contrario: hay indicios de que, con el acuerdo de 1936 para demarcar la línea fronteriza, Trujillo buscaba eliminar el comercio ilegal y el tránsito sin supervisión de personas a través del límite fronterizo[77]. Pero el esfuerzo estatal por imponer una línea divisoria firme se veía frustrado por el carácter bicultural, bilingüe y transnacional de la frontera. Redes transnacionales populares se combinaron con una débil infraestructura nacional en ambos lados de la frontera para impedir el esfuerzo estatal de perseguir grupos rebeldes y exiliados, así como ladrones y contrabandistas de ganado[78]. El biculturalismo y, en particular, el amplio uso del kreyòl, también obstaculizaron la habilidad del Estado nacional de monitorear, interpretar y controlar la vida en la frontera. Más aún, los residentes fronterizos simplemente tenían demasiado interés personal y económico vertido en su mundo transnacional como para apoyar a los esfuerzos oficiales de cerrar la frontera. El esfuerzo estatal por controlar y cobrar impuestos por el comercio con Haití fue resistido firmemente por los exportadores dominicanos de ganado y productos agrícolas, así como por los residentes fronterizos en general, quienes dependían de Haití para adquirir productos baratos, como ropa. Y además de las restricciones comerciales, nuevos costos de pasaportes y regulaciones que requerían que los dominicanos obtuvieran permiso para viajar a Haití y los haitianos para viajar a la República Dominicana produjeron una avalancha de quejas contra el Gobierno. Ni los de etnia haitiana ni los de etnia dominicana del lado dominicano de la frontera tenían interés en reducir su tránsito frecuente a través de la frontera para visitar a sus amigos, parientes y socios comerciales haitianos, así como los mercados. Para los habitantes fronterizos, el esfuerzo estatal por fortalecer la frontera era contrario a sus intereses y carecía tanto de sentido como de legitimidad[79]. Es probable, entonces, que los líderes gubernamentales, y en última instancia hasta el propio Trujillo, tuvieran la impresión de que, para fortalecer de manera rápida el límite fronterizo, el cual no era una ficción de derecho, debía levantarse también una barrera entre los de etnia haitiana y los de etnia dominicana en la frontera.
La masacre haitiana
El mundo fronterizo, en donde el control del límite nacional era un anatema y la nación monoétnica era inconcebible, colapsó con el inicio de la masacre haitiana. Esta masacre fue precedida por una extensa gira de Trujillo por toda la región fronteriza, que comenzó en agosto de 1937. El dictador viajó a caballo y en mula a lo largo de toda la mitad norte del país, tanto por la rica región central del Cibao, como por el área fronteriza del norte. Durante su visita por esas provincias, que tradicionalmente habían sido las que más se habían resistido a la centralización política, Trujillo confirmó su preocupación sobre la necesidad de apuntalar su control político allí. El Cibao era el centro de la oposición de la élite con Trujillo en esos años. Y como el norte de la frontera había sido tradicionalmente un área de autonomía y refugio para los caudillos locales, la Legación estadounidense en Santo Domingo asumió que ese viaje de agosto de 1937 tenía por motivo “intimidar a la oposición”[80]. Como ya lo había hecho en viajes anteriores a esa región, Trujillo saludó a los habitantes y distribuyó alimentos y dinero; asistió a bailes y fiestas en su honor e hizo esfuerzos concertados para asegurarse la lealtad política en muchos lugares que hasta entonces habían sido considerados indomables[81]. Sin embargo, el resultado de esa gira fue totalmente inesperado. El 2 de octubre de 1937, durante un baile celebrado en su honor en Dajabón, Trujillo proclamó: “Durante algunos meses, he viajado y recorrido la frontera en el amplio sentido de la palabra. He visto, investigado, e inquirido sobre las necesidades de la población. A aquellos dominicanos que se quejaban de las depredaciones por parte de los haitianos que vivían entre ellos, los robos de ganado, provisiones, frutas, etcétera, y estaban por tanto impedidos de disfrutar pacíficamente del fruto de su trabajo, les he respondido ‘voy a resolver esto’. Y ya hemos comenzado a remediar la situación. Ahora mismo, hay trescientos haitianos muertos en Bánica. Y este remedio continuará”[82]. Trujillo justificaba la masacre como una respuesta al supuesto abigeato y ataque de cultivos por parte de los haitianos que vivían en la República Dominicana. Esa fue la primera de una serie de justificaciones inconstantes que tergiversaron la masacre y la presentaban como una consecuencia de los conflictos locales entre haitianos y dominicanos en la frontera.
Algunos haitianos oyeron las palabras de Trujillo y decidieron huir. Otros ya se habían marchado apenas se enteraron de los primeros asesinatos, que ocurrieron a fines de septiembre[83]. Algunos recordaron los rumores de que algo ominoso se estaba tramando. Sin embargo, la mayoría se negaba a creer los absurdos, aunque terribles, rumores que escuchaba ya que tenía mucho que perder como para abandonar su casa, su cultivo y su comunidad. Pero el 5 de octubre de 1937, se confirmaron los rumores cuando un funcionario norteamericano despachó un sombrío reporte desde Dajabón. Más de dos mil personas de etnia haitiana habían cruzado a Haití por el norte de la frontera dominicana. No habían sido deportados por la fuerza, sino que escapaban de bandas de soldados dominicanos que estaban matando gente de etnia haitiana. Ya habían muerto alrededor de quinientas personas sólo en Dajabón[84].
Algunos dominicanos del norte de la frontera recordaban que, al principio, se les dio a los haitianos veinticuatro horas para irse, y que, en algunos casos, hasta se colgaron cadáveres de haitianos en lugares visibles, como en la entrada de los pueblos, para amedrentar a los demás. Y durante los primeros días de la masacre, a los haitianos que llegaban a la frontera se les permitía cruzar a Haití por el puente donde estaba el puesto de control oficial. Pero la frontera se cerró el 5 de octubre. De ahí en adelante, aquellos que huían debían atravesar el río Masacre y tratar de evadir los lugares donde los militares, de manera sistemática, estaban asesinando a todos los haitianos que veían en la orilla este del río[85].
Muchos haitianos eran capturados mientras trataban de escapar. En entrevistas a refugiados en Dosmond –una colonia cerca de Ouanaminthe, Haití, establecida para aquellos que lograron escapar a la masacre–, una mujer recordó vívidamente los detalles del malogrado escape de sus familiares nacidos en suelo dominicano. Con cicatrices aún visibles que le cubrían los hombros y el cuello, relató:
A las cuatro de la mañana… empezamos a marchar hacia Haití. Según avanzábamos, algunos dominicanos nos decían que tuviéramos cuidado y que no pasáramos por Dajabón, porque allá estaban matando gente… Cuando llegamos a la sabana de Dajabón, vimos a un guardia. Y cuando lo vimos, yo dije: “Mamá, vamos a morir, vamos a morir”. Ella me dijo que guardara silencio. Luego un guardia gritó: “Están bajo arresto”… Otro guardia a caballo estaba atando a la gente. Cuando vio que… la gente comenzaba a correr, comenzó a matar a todos y luego los echaba en un hoyo. Mató a todo el mundo. Yo fui la única que se salvó. Ellos creyeron que yo estaba muerta porque me habían dado varios machetazos. Yo estaba empapada en sangre –toda la sangre de mi corazón–. Después de todas esas aflicciones, fue gracias a Dios que no morí… Mataron a toda mi familia… Éramos 28… Yo fui la única que sobrevivió[86].
Algunos documentos revelan cómo, en otros casos, las tropas dominicanas trataban de engañar a aquellos que ya tenían fichados para ser asesinados haciéndoles creer que repudiaban las intenciones asesinas del Estado y simulando alguna muestra de normalidad, presumiblemente para evitar el pánico y los intentos de escape. Muchas víctimas fueron llevadas por los soldados al límite fronterizo, dándoles a entender que estaban siendo deportadas hacia Haití. Inclusive, en algunos casos, hasta se procesaron documentos de deportación[87]. La Guardia, entonces, les informaba a los “deportados” que eran demasiados en número como para cruzar por el puente y que, por eso, los llevarían a través del bosque hasta el río en grupos de cuatro o seis. Una vez en el bosque, mataban a la mayoría. Según se reportó, a las mujeres y a los niños se les hacía más difícil escapar, y por eso ellos componían la mayoría de los que fueron asesinados[88]. En otros casos, los soldados convocaban a los haitianos a reuniones locales para decirles que no creyeran los rumores de las deportaciones. Aparentemente las tropas les anunciaban que era el deseo de Trujillo que los haitianos continuaran trabajando la tierra. Un grupo de unos cincuenta guardias, algunos ocultándose con ropas de civil, rodeaban entonces al grupo de haitianos y los masacraban[89]. El uso de engaños por parte del Ejército ayudó a acelerar los asesinatos. De otra forma, el Ejército de Trujillo, que contaba con unos 3000 soldados activos y un refuerzo de quizás 12 000 civiles entrenados, tal vez no habría podido matar a un número tan alto de haitianos dispersos por toda esa región. Muchos más habrían podido escapar cruzando la frontera[90].
Pocos haitianos fueron baleados, a excepción de algunos de aquellos que fueron asesinados cuando trataban de escapar. En cambio, se utilizaron machetes, bayonetas y garrotes. Esto sugiere, nuevamente, que Trujillo buscaba simular un conflicto popular, o al menos preservar, en cierta medida, la posibilidad de negar la participación del Estado en ese genocidio. La ausencia de tiroteos era más consistente con la violencia civil que con la militar. Además, también reducía el ruido que podía alertar a más haitianos y empujarlos a huir.
Los soldados que perpetraron estos asesinatos masivos destrozaron para siempre las normas de nación y etnicidad que prevalecían en el mundo fronterizo antes de la masacre, en el cual los haitianos nacidos en suelo dominicano eran más o menos aceptados como ciudadanos dominicanos y como miembros de una comunidad nacional multiétnica. Esas normas se reflejaban claramente en los testimonios de muchos ancianos dominicanos. Cuando se le preguntó cómo identificaban a los haitianos para asesinarlos, Lolo, quien había sido alcalde pedáneo de Restauración en tiempos de la masacre, respondió con un contraste entre las formas de identificación que usaba el Ejército antes y después de la masacre: “Había muchos que no los conocían. Pero si ellos tenían su acta de nacimiento, la presentaban. Pero… aquí no se averiguó eso. Si lo averiguan, se quedan todos los haitianos… porque todos fueron reconocidos aquí [como ciudadanos dominicanos]. Nada más eran los viejos que eran haitianos. Los que echaron en 1937 no eran haitianos, eran de nacionalidad dominicana la mayor parte”[91]. Uno de esos domínico-haitianos, Sus Jonapas, recuerda también que el mostrar el acta de bautismo que evidenciaba el nacimiento en suelo dominicano los exoneraba del impuesto migratorio, pero “cuando comenzaron a matar gente, ya no les interesaba si uno tenía o no un acta de bautismo”[92]. Y otro haitiano nacido en suelo dominicano, Emanuel Cour, un maestro de escuela que vivía en Ouanaminthe, Haití, en 1988 y que tenía 15 años cuando ocurrió la masacre, recordó: “Aquellos que llegaron a la República Dominicana ya de adultos mantuvieron sus nombres haitianos. Pero aquellos que nacieron allí generalmente tenían nombres dominicanos. Eran dominicanos. Pero cuando el cuchillo apareció [cuando la matanza empezó], ya no se hicieron más distinciones [entre los nacidos o no en suelo dominicano]”[93]. El nacimiento dominicano (o la apariencia de ello), un factor determinante de la pertenencia de los de etnia haitiana a la nación dominicana antes de la masacre en la frontera, quedó repentinamente sin validez. Las fuerzas militares nacionales que vinieron de afuera y que realizaron la operación genocida crearon e impusieron una forma de distinción absoluta entre haitianos y dominicanos en una sociedad fronteriza en la cual la mayoría tenía identidades nacionales y étnicas divergentes, así como culturas y etnicidades múltiples y entremezcladas.
Sin embargo, las bases sobre las que el ejército genocida de Trujillo trazaría su criterio absoluto para distinguir a “haitianos” de “dominicanos” no eran obvias. Los haitianos cuyas familias habían vivido en la República Dominicana durante varias generaciones y que hablaban español fluidamente, ¿eran aún “haitianos”?[94] Y, ¿cómo se debía identificar los hijos de haitianos y dominicanos? Generalmente, se recuerda que la Guardia utilizaba la pronunciación del español como supuesta prueba para poder decidir quién era “haitiano”. Muchos soldados exigían que los capturados dijeran “perejil”, “tijera”, o varias otras palabras con la letra “r”. La supuesta inhabilidad para pronunciar esta letra en español era representada como un indicador de la identidad haitiana. Esta práctica puede haberse tomado de los guardias locales que la habían usado en el pasado para identificar a los de etnia haitiana que tenían que pagar el impuesto anual de migración (ya que los registros del lugar de nacimiento no estaban siempre o fácilmente disponibles). Cualquiera que pronunciara la letra “r” claramente se presumía que había nacido en el país y se le eximía del pago. Ercilia Guerrier, quien vivía en Restauración, recordaba haber sido detenida, antes de la masacre, por soldados dominicanos que chequeaban si los inmigrantes habían pagado sus impuestos: “Cuando ibas al mercado o a Loma de Cabrera y te cruzabas con los guardias, ellos te decían ‘¡Párese ahí!’, y uno hacía eso, se paraba. ‘¡Diga perejil!’, y entonces decías, ‘¡Perejil, perejil, perejil!’ ‘Diga claro’, ‘¡Claro, claro, claro!’”. Cuando se le preguntó si era necesario tener un certificado de nacimiento o acta de bautismo para evitar el impuesto migratorio, Guerrier respondió: “No, no. Mientras pudieras decir eso [“perejil” o “claro”], ya no tenías problemas con ellos”[95]. De manera que, cuando no se disponía de actas de nacimiento dominicano, la fluidez en español le permitía a muchas personas de ascendencia haitiana pasar como ciudadanos dominicanos. Jonapas también recordaba: “Si hablabas bien el dominicano, [los dominicanos] decían que no eras haitiano”[96].
Antes de la masacre, la prueba de “perejil” era usada por los guardias locales para distinguir a los inmigrantes haitianos recientes de los haitianos asimilados que se presumían de nacionalidad dominicana. Durante la masacre, sin embargo, esa misma prueba la usaban las tropas nacionales en un esfuerzo por distinguir a los “haitianos” de los “dominicanos”, sin diferenciar entre el linaje haitiano y la nacionalidad haitiana. De hecho, los de etnia haitiana con raíces profundas en la frontera dominicana pronunciaban la palabra “perejil” fluidamente, y frecuentemente ni se podía distinguir de la pronunciación de alguien de etnia dominicana residente en el área[97]. Por lo tanto, es evidente que esa prueba era ineficaz y falsa. Servía más bien como un pretexto, como un simulacro de confirmación de las presunciones y fantasías muy equivocadas de una distinción inherente y radical entre dominicanos y haitianos a la que se aferraban los funcionarios y las élites que vivieron lejos del mundo fronterizo. Cuando se le preguntó si la Guardia exigía que ellos pronunciaran ciertas palabras para determinar si eran o no haitianos, un refugiado de Mont Organizé exclamó:
“¡Perejil, perejil, perejil!” Nos hacían decir eso. Muchos tenían que decirlo, pero no importaba qué tan bien lo dijeras, no había forma de quedarse… Tenías que decir, “tijera colorada, tijera colorada, tijera colorada”. Ellos se burlaban de nosotros, tratando de engañarnos. Nos decían, “Di que tú no eres haitiano. Di claramente ‘tijera’. Di claramente ‘perejil’”. Y tú decías toda clase de cosas. Te decían que dijeras, “generalísimo, jefe, benefactor de la patria”. Te decían que lo dijeras rápido a ver cuán bien podías hablar. En realidad, se burlaban de nosotros[98].
El testimonio de este refugiado sugería que la exigencia de los soldados de que se pronunciaran palabras como “perejil”, más que una táctica genuina para identificar a los haitianos, era un teatro de diferencias lingüísticas nacionales que separaban a haitianos y dominicanos. Los perpetradores de la masacre atrasaron su maquinaria de asesinatos por lo que sin duda era frecuentemente una prueba dudosa y amañada. Sin embargo, por muy problemático o falso que fuera, al actuar como si esa prueba fuera clara y eficaz, los asesinos les atribuían a sus víctimas diferencias culturales radicales que sirvieron para racionalizar la violencia y etnificar imágenes de la nación aún en la hasta entonces multiétnica frontera dominicana. Así, la violencia de la masacre haitiana y el discurso bajo el cual se realizó fueron, en sí mismos, representaciones que ayudaron a constituir nociones de la diferencia inherente y transhistórica entre haitianos y dominicanos[99].
Parece que fueron los dominicanos residentes en la frontera quienes frecuentemente determinaban quién era haitiano, señalándole a la Guardia los lugares donde residían los de etnia haitiana y guiando a los soldados a sus casas[100]. Ese rol recayó principalmente sobre los funcionarios locales. El entonces alcalde pedáneo de Restauración recordó su complicidad en la localización de las víctimas, así como su negativa a participar en los asesinatos de manera directa:
A los alcaldes no los molestaron para que fueran a matar haitianos. Los guardias eran prácticos. Yo fui con el sargento y cogimos once haitianos. Y me dijo el guardia, “mata esa mujer”. Y le dije que no… Le dije al sargento, “yo cumplo con enseñarle a usted dónde vivían, porque esa es la orden que tengo, pero yo no mato un haitiano.” Y vino un guardia y mató a la haitiana, después mató al hijo y los demás haitianos[101].
A pesar de que algunos dominicanos residentes en la frontera proveyeron información local crítica sobre el paradero y la ascendencia de los haitianos, muchos otros también protegieron a sus vecinos de los asesinatos. Un oficial de la División de Inteligencia Militar estadounidense que viajó a la frontera dominicana en diciembre de 1937 reportó: “En algunos lugares se dice que nativos dominicanos, haciendo caso omiso de su propia seguridad, escondieron a refugiados haitianos, muchos de los cuales habían vivido pacíficamente entre ellos por más de una generación”[102]. Incluso algunos guardias locales trataron de ayudar a los haitianos. Ercilia Guerrier recordó cómo un teniente local “a quien se conoce muy bien en un pueblo pequeño”, fue a su casa el 2 de octubre para advertirle a su familia que huyera a Haití de inmediato[103]. Y Emanuel Cour recordó cómo, cuando él y su madre trataron de escapar a Haití, “guardias de nuestra área [que] nos reconocieron” los previnieron que no tomaran una ruta en particular porque en ella había estacionado un grupo de soldados foráneos que probablemente los matarían[104].
Aunque la División Militar de los Estados Unidos reportó que “no hubo civiles dominicanos involucrados en la masacre”,[105] los alcaldes pedáneos y oficiales del Ejército pudieron reclutar a algunos civiles, en cuya lealtad y discreción confiaban, para participar en los asesinatos. Avelino Cruz, un dominicano de Loma de Cabrera, a quien ocasionalmente le habían encomendado realizar algunas operaciones para el régimen, fue uno de esos reclutados. Él recordó que fue abordado en un colmado local por el alcalde, quien le preguntó si participaría en una operación en contra los haitianos: “Me dice que si yo me atrevía a matarlos. Digo, ‘yo si es por orden, yo los mato’. Porque yo no me voy a negar para que me maten a mí’”. A pesar de que Cruz planteaba que no tuvo opción, también indicó que otros habían “huido” cuando se les preguntó si se “atreverían” a matar haitianos[106]. Otro civil que participó en la masacre dijo que tuvo que hacerlo porque era muy cercano al supervisor de la colonia agrícola en la que vivía[107]. Y, sin embargo, ese mismo tipo de conexión con la autoridad envalentonó a otro civil para oponerse a asesinar haitianos. Ezequiel Hernández recordó que él estaba en Santiago de los Caballeros cuando, “la guardia me dijo… ‘ven para que te estrene aquí matando haitianos’… Pero yo me negué porque el teniente era amigo de mi papá. O sino, me matan junto con ellos. Y me dijo el teniente, ‘tú eres un pendejo’, y ellos siguieron”[108]. Hasta Cruz falló en cumplir las órdenes fielmente. Cuando se le ordenó que matara a una madre, un padre y su hijo, Cruz recordó: “El niño que la haitiana tenía en el seno… yo no lo quise matar, lo cogí y le dije… al hijo de Enrique [Cerrata], ‘llévate a ese muchacho para que lo junte con los hijos tuyos que es de buen color’”. El “buen color” del niño presumiblemente lo ayudaría a que “pasara” como dominicano o le evitaría prejuicios por tener posible ascendencia haitiana. El niño fue criado por la familia Cerrata y posteriormente se convirtió en maestro de la escuela local[109].
Aunque Cruz describió claramente su participación en la masacre, los haitianos y dominicanos en general, así como la mayoría de los documentos estatales, raramente hablan de civiles matando haitianos. Por el contrario, se dice que la mayoría de los dominicanos se quedaban petrificados por una campaña militar dirigida por el Estado en gran parte contra sus propios ciudadanos. “Los dominicanos que vivían en la localidad estaban tan aterrorizados por los procedimientos [de la matanza] como los propios haitianos”, reportó un oficial de Inteligencia de los Estados Unidos[110]. A diferencia de otros casos de limpieza étnica en el siglo XX, no hubo políticas estatales, tensiones locales, conflicto internacional, ideología oficial, ni ataques escalonados previos que hubiesen previsto la posibilidad de semejante carnicería dirigida por el Estado[111]. Para los residentes locales, esta violencia genocida surgió de la nada, como un acto de locura. La violencia étnica conducida por el Estado parecía tan inexplicable para la mayoría de los habitantes de la frontera que doña María no percibió la masacre, al principio, como un ataque únicamente contra los de etnia haitiana. Reflejando la integración que había entre haitianos y dominicanos, doña María recordó que, en ese momento, “todos creíamos que también nos iban a matar”. El resultado de esa violencia inexplicable fue trauma y sufrimiento para muchos de los de etnia dominicana en la frontera. Doña María describió la condición de su esposo después de los asesinatos: “Yo tenía un esposo y ese hombre murió por el peso y la pena de ser testigo de la masacre haitiana, pues había trabajado con muchos haitianos. Cuando él iba a las casas de los haitianos y veía tantos muertos y sus casas quemadas, ese hombre se volvió loco y no comía nada. Se pasaba todo el tiempo pensando con la cabeza baja, pensando en todos los haitianos que habían muerto. Él murió … tres meses después”[112].
Numerosos testimonios de la masacre refieren al horror no solo de los residentes locales, sino también de los militares. El uso de unidades militares externas a la región no siempre era suficiente para facilitar la matanza de haitianos por parte de los soldados. Informantes de la Legación estadounidense reportaron que muchos soldados “confesaron que, para poder llevar a cabo esa horrible masacre, tenían que emborracharse completamente”[113]. El oficial norteamericano de la Inteligencia Militar reportó: “Se dice que los soldados que llevaron a cabo el trabajo, en muchos casos, se han enfermado debido a su sangrienta tarea. Se ha reportado que algunos fueron sumariamente ejecutados por negarse a cumplir sus órdenes, mientras que la mayoría superaba la repugnancia que le daba la tarea fortaleciéndose con ron”[114]. Y, según Percivio Díaz, de Santiago de la Cruz: “Eso fue una orden que vino de arriba y fíjate que los guardias … que participaron en eso todos murieron locos porque la conciencia les decía que [no] debían de haberlo hecho porque los haitianos a ellos en sí no les habían hecho nada. Ellos [los haitianos] estaban invadiendo aquí, pero personalmente a nadie”[115].
En la noche del viernes 8 de octubre de 1937, cinco días después de comenzada la matanza, Trujillo finalmente paró los asesinatos de haitianos en el norte de la frontera[116]. Para ese entonces, el mundo fronterizo que compartían haitianos y dominicanos había sido destruido. La mayoría de la población estimada de 20 000 a 50 000 personas de etnia haitiana residentes en la provincia de Monte Cristi había muerto o escapado hacia Haití. La Legación estadounidense reportó el 11 de octubre que “todo el lado noroeste de la frontera del lado de Dajabón está completamente desprovisto de haitianos”[117]. El impacto devastador de ese exterminio, que diezmó la parroquia de Dajabón y su comunidad haitiano-dominicana, se reflejaba en un reporte que apareció en los registros de L’École des Frères en Ouanaminthe, Haití, donde muchos de etnia haitiana del área de Dajabón habían enviado a sus hijos a estudiar: “El padre Gallego, de Dajabón, perdió a dos tercios de su población, por lo menos 20 000. En algunas capillas, en Loma y en Gouraba, el 90 por ciento de la población desapareció; en lugar de 150 o 160 bautismos al mes, ahora no hay ni uno. Algunas escuelas, que antes tenían 50 alumnos, ahora no tienen más de dos o tres. Es doloroso y desgarrador lo que ha sucedido”. Ese reporte también señalaba el impacto de los asesinatos en los niños de L’École des Frères: “El número de estudiantes con padres desaparecidos es ahora 167 (de 267 estudiantes). Las pobres criaturas están llorando. En las noches sólo se escuchan los gritos y lamentos de las casas de todo el pueblo”[118]. Durante las últimas semanas de octubre, los relativamente pocos haitianos que quedaron en el noroeste de la región fronteriza y las áreas contiguas salían de sus escondites y escapaban a Haití. Muchos de ellos fueron asesinados mientras escapaban, con la excepción de cientos de haitianos que fueron rescatados en camiones y barcos después de la masacre por las autoridades haitianas[119].
Se reportó que de 6000 a 10 000 refugiados llegaron a Haití privados de todas sus pertenencias y sin medios de supervivencia.[120] La mayoría había vivido en suelo dominicano desde su nacimiento, o durante décadas. Algunos trataron de regresar subrepticiamente a sus casas en la República Dominicana para recuperar algo de su ganado o sus cosechas perdidas. Pero las probabilidades de sobrevivir esos intentos eran escasas.[121] Según explicó Bilín, “Cuando venían [los haitianos] los mataban la Guardia y los civiles, porque si un civil se topaba con ellos y no los mataba, lo castigaban porque había una orden de acabar con ellos… Lo ponían preso, porque era una ley que había.” El propio Bilín participó en esta despiadada campaña contra los “intrusos”. “A mí me llevaron para la frontera [para luchar contra los haitianos], yo estaba jovencito, yo tenía 18 años. Había que hacerlo obligado, con machete”[122]. Durante e inmediatamente después de la masacre, muchos hombres civiles fueron reclutados para patrullar los pueblos cercanos a la línea fronteriza, como Dajabón. Las mujeres y los niños fueron evacuados temporalmente, pues las autoridades dominicanas anticipaban una respuesta militar de Haití[123].
Sin embargo, Haití no respondió militarmente para defender o vengar a sus compatriotas. Al contrario, el presidente Vincent de Haití trató, de todas las formas posibles, de evitar un conflicto militar[124]. Pero no fue solo a su Ejército que Vincent frenó. También limitó el debate público sobre la masacre y hasta se negó, durante un largo tiempo, a permitirle a la Iglesia celebrar misas por los muertos. Parecía que Vincent estaba constreñido por el miedo a perder el control frente a su oposición interna. Si se enviaban tropas a la frontera, el palacio quedaría vulnerable a los ataques[125]. Pero bajo la creciente presión interna debido a la evidencia cada vez mayor del alcance de la masacre, Vincent finalmente procuró que se hiciera una investigación internacional de esas atrocidades y buscó la mediación de otros países en el conflicto. Deseoso de evitar una indagación, Trujillo ofreció, en cambio, una indemnización considerable a Haití, al tiempo que rehusaba admitir cualquier responsabilidad oficial. Solo se puede especular sobre la razón por la cual Vincent aceptó tan rápidamente la oferta de Trujillo de 750 000 dólares (de los cuales solo pagó 525 000 dólares) a cambio de poner fin al arbitraje internacional[126].
La resolución diplomática de la masacre permitió a Trujillo empezar a reescribir a la matanza como una defensa nacionalista contra la supuesta “invasión pacífica” de los haitianos. El acuerdo de indemnización que se firmó en Washington, D. C., el 31 de enero de 1938, afirmaba de manera inequívoca que el Gobierno dominicano “no reconoce alguna responsabilidad [por las muertes] a cargo del Estado dominicano”. Más aún, en una declaración hecha a los Gobiernos –México, Cuba y Estados Unidos– que fueron testigos del tratado, Trujillo enfatizaba que dicho acuerdo establecía un nuevo modus operandi para inhibir la migración entre Haití y la República Dominicana. La declaración decía: “Más que una indemnización, un sacrificio a la cordialidad panamericana… constituye también una adquisición de posiciones legales para asegurar el porvenir de la familia dominicana y para prevenir el único hecho capaz de alterar la paz de la República, la única amenaza que se cierne sobre el porvenir de nuestros hijos, constituida por aquella penetración pacífica, pero tenaz y permanente, del peor elemento haitiano en nuestro territorio”[127]. En la misma firma del acuerdo de indemnización, el régimen de Trujillo, de hecho, defendió a la masacre como la respuesta a una mítica inmigración ilegal (de hecho era legal) por parte de haitianos supuestamente indeseables. De esa forma, Trujillo convirtió un momento de escándalo y arbitraje internacional, que podría haber fácilmente derrocado a su régimen, en el evento fundacional de la legitimación de su régimen a través de un nacionalismo antihaitiano. Ese nacionalismo racionalizó la masacre y la imposición estatal de un límite fronterizo mucho más controlado y cerrado como algo necesario para proteger a una comunidad nacional monoétnica que, de hecho, la masacre apenas acababa de crear en la región fronteriza.
El acuerdo con Haití, sin embargo, no significó el fin de la locura y el terror. En la primavera de 1938, Trujillo ordenó una nueva campaña contra los haitianos, esta vez en el sur de la frontera[128]. Allí, los haitianos fueron aparentemente avisados y muchos pudieron escapar hacia Haití antes de ser atacados. La operación se extendió durante varios meses y miles fueron forzados a huir. A pesar de que se la conoce simplemente como “el desalojo”, se dice que también murieron cientos en esta campaña. La noticia de la masacre anterior en la parte norte no había amedrentado a todos los de etnia haitiana ni los había hecho buscar refugio en Haití. Danés Merisier, de Savane Zonbi, una colonia que estableció el presidente Vincent para los refugiados del sur, explicó: “Cuando vivíamos allá, oímos que estaban echando a los haitianos, pero no podíamos creer que fuera verdad… Ni siquiera cuando vimos a nuestro alrededor a las tropas españolas rodeándonos… no nos imaginamos que nos iban a matar… Por eso, nunca pensamos en una estrategia para lidiar con la situación”[129]. A diferencia de lo que ocurrió en el norte de la frontera, algunos recordaron que hubo civiles dominicanos que cooperaban con las matanzas[130]. Muchos de esos ataques, sin embargo, parecen haber ocurrido entre 1938 y 1940, después del “desalojo”, cuando los antiguos residentes haitianos regresaban a recolectar sus cosechas y animales abandonados, o a robar ganado de las colinas desiertas donde habían vivido hacía poco. Surgieron conflictos con los dominicanos que poseían, o ahora reclamaban, esas propiedades. Trujillo entonces ordenó a los militares capturar y ejecutar a aquellos que regresaran. Los soldados de otras regiones que fueron enviados a llevar a cabo las ejecuciones pronto distribuyeron rifles a “patrullas mixtas”, compuestas de funcionarios locales, veteranos militares y civiles de confianza, especialmente aquellos que recientemente habían estado involucrados en conflictos con los haitianos que regresaban. Irónicamente, la masacre y el desalojo de los de etnia haitiana produjeron, entonces, el preciso tipo de conflictos étnicos locales con respecto a la caza furtiva que el Gobierno al principio de la matanza reclamó como justificación falsa para la misma[131]. Como en el norte, la cadena montañosa del sur, que alguna vez estuvo densamente poblada de personas de etnia haitiana, fue evacuada. En muchas secciones solo quedó el alcalde pedáneo[132].
Las secuelas del genocidio
¿Cómo se escribe la historia de tal aparentemente demencial violencia estatal? Probablemente nunca sabremos a ciencia cierta qué motivó a Trujillo a ordenar la matanza de 1937, pero podemos aclarar las causas que hicieron posible a esa masacre, analizar su impacto histórico y deconstruir los mitos que ocasionó, así como las historias que borró. Tal investigación, sin embargo, nunca explicará –ni debe hacerlo– el exceso de crueldad e imprevisibilidad en la perpetración de esta violencia a gran escala.
Muchos han descrito a la masacre haitiana simplemente como el método tiránico y despiadado de Trujillo para revertir la “invasión pacífica” de inmigrantes haitianos y supuestamente “blanquear” el país[133]. Y es posible que algunos blancos de élite hayan imaginado a la masacre como un paso hacia la reducción de la cultura afrocaribeña dominicana, así como tal vez una forma de aclarar, aunque sea muy ligeramente el color de la piel en general de la población dominicana. Pero la masacre no alteraría significativamente la raza ni el color en la República Dominicana, donde la gran mayoría de Dominicanos seguían siendo personas de ascendencia africana, como habían sido desde el siglo XVI. Para poder haber “blanqueado” la población, dominicanos de piel más oscura también deberían haber sido matados. Pero ese no fue el caso.
Más aún, la presunción de que la masacre fue una reacción lógica, aunque terrorista, a la migración haitiana, choca contra varias realidades. Primero, la mayoría de las familias “haitianas” de la frontera no eran inmigrantes recientes, sino que habían vivido en la región durante muchos años, en varios casos hasta por generaciones. Segundo, el régimen de Trujillo nunca buscó deportar de manera sistemática a los haitianos y los haitiano-dominicanos que vivían allí, ni tampoco definió a la inmigración haitiana como ilegal, o la hizo prohibitivamente costosa, hasta después de la masacre. En lugar de los impuestos migratorios prohibitivos que el régimen impuso a ciertos grupos (como los asiáticos), la legislación de 1932 apenas subió la tarifa de entrada y residencia anual para todos los demás inmigrantes, incluidos los haitianos, de tres a seis pesos. (Ese fue un aumento significativo, pero no prohibitivo, en ese entonces, para los inmigrantes pobres. Equivalía más o menos al jornal de tres semanas de trabajo[134].) No fue hasta 1939 que se promulgó la nueva legislación de inmigración. Diseñada por expertos legales estadounidenses, esta nueva ley imponía una tarifa migratoria prohibitiva de 500 pesos para todos aquellos que no fueran “predominantemente de origen caucásico”, y es así como, por primera vez, se frenó de manera efectiva la migración legal de haitianos[135]. Y finalmente, tras la masacre, los haitianos todavía constituían una porción significativa de la población de la República Dominicana, fuera de las regiones fronterizas. Ni la masacre en sí misma ni ninguna otra medida oficial redujeron la población de trabajadores azucareros haitianos en el país (a diferencia de Cuba, donde decenas de miles de braceros haitianos fueron deportados por Fulgencio Batista durante el mismo periodo en que comenzaba el gran desempleo provocado por la Depresión global)[136]. Durante la masacre, solo en Bajabonico, cerca de Puerto Plata (en el oeste del Cibao), se reportó un ataque a braceros haitianos en una de las pocas plantaciones de azúcar cercanas al norte de la región fronteriza[137]. El resto de los más de 20 000 braceros haitianos del país, que residían mayormente en las provincias del este, cerca de las ciudades de La Romana y San Pedro de Macorís, no fue atacado[138]. Y cuando Trujillo se apropió de la industria azucarera en la década del 50, en lugar de terminar o reducir la importación de braceros haitianos, formalizó y expandió su inmigración (y los eximió del pago del impuesto migratorio de 500 pesos para los inmigrantes no “caucásicos”)[139].
Así, vemos que la masacre no fue precedida de esfuerzos estatales coordinados para detener la inmigración haitiana, ni para “blanquear” la nación. Tampoco esta fue precedida de conflictos étnicos populares, en contraste con los intentos del régimen trujillista de caracterizar los asesinatos como resultado de tensiones locales. También hemos visto que las relaciones entre los Gobiernos dominicano y haitiano parecían estar en sus mejores términos en esos años. Después de la masacre, el presidente haitiano Vincent informó a los funcionarios estadounidenses que: “No había ninguna cuestión, de ningún tipo, en discusión entre los dos gobiernos. El acuerdo era perfecto; las relaciones, excelentes”[140]. Aparentemente, no es posible establecer una conexión directa entre la masacre y una escalada de antihaitianismo en la República Dominicana durante los primeros años del régimen de Trujillo.
No obstante, el antihaitianismo en la República Dominicana y, por lo menos, las diferentes identidades étnicas sí tuvieron un rol crítico en esta historia. Ayudan a explicar cómo se pudo organizar la masacre haitiana y mantener la estabilidad política en medio de un terror estatal extremo, sin precedentes ni anticipación. En primer lugar, Trujillo estaba seguro de que podría contar con el apoyo ferviente de varios prominentes intelectuales antihaitianos, como el entonces Secretario de Estado Joaquín Balaguer, para justificar la masacre como un acto en contra de la “invasión pacífica” de los supuestos bárbaros haitianos. Parece dudoso que la masacre pudiera haber ocurrido sin que intelectuales como Balaguer aportaran sus entonces poderosas ideologías antihaitianas, que sirvieron para legitimar la matanza. Además, esas ideas prejuiciosas de los haitianos facilitaron, sin duda, el cumplimiento militar de la masacre e hicieron plausible la violenta división humana entre “haitianos” y “dominicanos”. De igual manera, esos prejuicios pueden haber contribuido a la decisión de Trujillo de exterminar, en lugar de expulsar por la fuerza, a la población haitiana de la frontera[141]. Más aún, el hecho de que las personas que Trujillo ordenó matar eran distinguidas como “haitianos” significaba que la mayoría de la población fuera de las áreas fronterizas no estaba ni directa ni vitalmente amenazada por el terror estatal. Y los pretextos para echarle la culpa a las víctimas haitianas, por muy débiles, problemáticas y a posteriori que fueran esas racionalizaciones, parecen haberle permitido a la mayoría de los dominicanos encontrarle algo de sentido a la matanza. En otras palabras, es dudoso que Trujillo hubiera ordenado la muerte de 15 000 personas de etnia dominicana con una semejante ausencia de preparación ideológica, provocación clara o justificación previa, y aún así asegurarse el apoyo de figuras estatales claves, la aceptación pasiva de muchos otros, y la participación generalizada del Ejército.
Sin embargo, el antihaitianismo, como el racismo en general, no es en sí una explicación adecuada de los fenómenos históricos. Las ideologías racistas son productos, no solo causas, de la historia; productos que varían profundamente en significado e importancia a través del tiempo y el espacio, como resultado de condiciones históricas diferentes que a su vez deben ser dilucidadas[142]. Lo que resulta tan chocante en el caso de la masacre haitiana es que el discurso antihaitiano del régimen de Trujillo era producto –más que precursor– del terror estatal. Antes de la masacre, la principal preocupación estatal relacionada con la “invasión pacífica” no era la haitianización –aunque eso también constituía un motivo de preocupación, principalmente entre la élite dominicana–, sino más bien que la densidad de la población étnicamente haitiana en partes de la frontera podían validar reclamos del Estado vecino por territorio considerado dominicano. Durante el periodo de 1930 a 1937, la participación del dictador en un discurso antihaitiano o racista no parecía ser nada fuera de lo común dentro de la historia dominicana. Fue solamente después de la masacre que el régimen de Trujillo promovió un discurso antihaitiano virulento que criticaba los supuestos retrasos y barbarie de los haitianos; prohibió de manera efectiva la migración haitiana a través del impuesto migratorio de 500 pesos; y frecuente e implacablemente condenó la historia de la “invasión pacífica” por parte de los migrantes haitianos en términos de racismo cultural, en lugar de en términos simplemente territoriales y políticos. El régimen utilizó los prejuicios tradicionales de la élite contra la cultura popular haitiana, criticando su “africanismo”, su francés criollo y, sobre todo, la “superstición” y el “fetichismo” del vudú, e hizo circular todas esas ideas como una ideología oficial[143]. Este discurso racista era dirigido por prominentes intelectuales antihaitianos como Balaguer y Peña Batlle[144]. Y a pesar de que variaba en intensidad a la luz de las relaciones haitiano-dominicanas después de la masacre, el Estado trujillista desplegaba continuamente propaganda antihaitiana por todo el país, en discursos (de maestros, funcionarios y figuras locales) y en los medios de comunicación (periódicos, radio y posteriormente la televisión), así como en nuevas leyes, libros y textos históricos utilizados en las escuelas.[145] Ciertamente, la debilidad relativa del antihaitianismo oficial y popular antes de la masacre y su virulencia luego de la masacre sugieren cómo contribuyó esa violencia a fomentar el racismo cultural y una identidad nacional etnificada (inclusive en la frontera), más que al revés. La violencia fue un catalizador, no una simple consecuencia, del racismo y la formación de identidad[146].
Aún inmediatamente después de la masacre, más que eliminar a los haitianos de todo el país, los líderes del régimen manifestaron los principales intereses estatales en eliminarlos de las áreas fronterizas y las preocupaciones políticas por la formación de una línea fronteriza impermeable. El 15 de octubre de 1937, el entonces nuevo Secretario de Estado interino, Julio Ortega Frier, explicó a la Legación de los Estados Unidos que él estaba:
estudiando un plan para mudar a los haitianos residentes en comunidades fronterizas a otros lugares de la República Dominicana… y [un acuerdo internacional] para prevenir cualquier futura infiltración de haitianos en las comunidades comprendidas en una zona de 50 a 100 kilómetros de ancho, a lo largo de la frontera haitiano-dominicana. Ese acuerdo no sólo prevendría la entrada de haitianos a la zona dominicana, sino que también establecería una zona similar del lado haitiano de la frontera, de la cual serían excluidos los dominicanos. El Lic. Ortega Frier opininaba que, si era posible concertar ese acuerdo recíproco con el Gobierno haitiano, no habría más incidentes a lo largo de la frontera[147].
El objetivo principal de la propuesta del Gobierno dominicano no era disminuir el número general de haitianos en el país, sino eliminar los haitianos de la frontera dominicana –y también los dominicanos de la frontera haitiana–, donde planteaban un problema para el establecimiento de una línea fronteriza, política, social y cultural, clara entre las dos naciones.
En general, la historia y las consecuencias de las políticas de Trujillo con respecto a los haitianos y a la frontera insinúan, entonces, que la masacre no estaba tan relacionada con un antihaitianismo estatal en sentido general, como normalmente se ha supuesto, sino más bien con objetivos antihaitianos conectados específicamente con la frontera dominicana, y en última instancia, con la formación del Estado y el fortalecimiento de las líneas fronterizas nacionales. Los esfuerzos del Estado dominicano por eliminar a los haitianos estaban dirigidos esencialmente a las provincias fronterizas, no a todo el país. Y en términos de su impacto duradero en la República Dominicana, la masacre haitiana solo alteró materialmente a la frontera, no a la nación como un todo. La masacre no eliminó a los haitianos de la República Dominicana, pero sí destruyó a las comunidades completamente biculturales y transnacionales de la frontera domínico-haitiana.
Como resultado de la masacre, virtualmente toda la población haitiana de la frontera dominicana fue asesinada o forzada a huir a su país. Además de la violencia atroz que le infligió a los haitianos, el genocidio destruyó la sociedad, la cultura y la economía preexistentes en la frontera. La forma de vida de los civiles dominicanos que quedaron en esas comunidades, que anteriormente vivían lado a lado con vecinos haitianos y que frecuentemente se casaban y tenían hijos con ellos, fue sepultada y se convirtió en una memoria agobiante. Muchos de esos dominicanos estaban ahora armados por el Estado y tenían la orden de matar a sus anteriores vecinos si regresaban. En lugar del movimiento libre y constante que había entre Haití y la República Dominicana, el Estado estableció, por primera vez, una frontera regulada entre los dos países, una que era bien patrullada a través de la proliferación de nuevos puestos de control militares[148]. Para los terratenientes dominicanos cuyo ganado pastaba en fincas que cruzaban una frontera anteriormente invisible, el cierre de la frontera significó el fin de su ancestral comercio ganadero con (y en) Haití[149]. Desde ese momento en adelante, sería relativamente peligroso atravesar la frontera fuera de los puntos de control oficiales y sin una autorización apropiada. Además, sin la gran población de etnia haitiana que vivía en términos más o menos iguales con los dominicanos, la influencia y, con certeza, la normatividad de las prácticas culturales haitianas serían sistemáticamente reducidas con el tiempo. Por supuesto, los límites entre la cultura dominicana y la haitiana siempre se mantendrían especialmente borrosos en la frontera, y el comercio, el contrabando y el contacto interpersonal y militar a través de la línea fronteriza inevitablemente continuarían hasta cierto punto[150]. Y a pesar de que las prácticas afrodominicanas se atribuían míticamente a la influencia exclusivamente haitiana, sus raíces eran más profundas y amplias, y se remontaban a los inicios del periodo colonial en esta nación predominantemente afrocaribeña. Era imposible, pues, que el Estado arrancara a los de etnia dominicana de su cultura y de su visión general del mundo de la noche a la mañana. Sin embargo, la igualdad relativa y la comunidad bicultural de los de etnia haitiana y los de etnia dominicana, así como la facilidad, la seguridad y la frecuencia con que se cruzaba la frontera, terminaron con el genocidio de 1937[151]. La idea de una nación étnicamente homogénea ganó plausibilidad incluso en el lado dominicano de la línea fronteriza. La frontera, que antes había sido porosa y, en muchos sentidos, artificial para sus habitantes, se había convertido, en cambio, en una cicatriz profunda y horrorosa.
Esa transformación sísmica era precisamente lo que habían fantaseado las figuras de la élite dominicana durante décadas. En lugar de aprovechar el momento posterior a la masacre para intentar sacar a Trujillo cuando estaba particularmente vulnerable, los ministros y abogados estatales lo respaldaron y defendieron vigorosamente al régimen del escándalo internacional y de lo que, inicialmente, parecía que iba a producir una intervención extranjera[152]. En algunos casos, los miembros de la élite dominicana que estaban inconformes con el régimen vieron, quizás por primera vez, las ventajas del Gobierno despótico de Trujillo. Al eliminar a los haitianos y el tránsito regular a través del límite fronterizo, la masacre impuso la visión tradicional de la élite de una nación dominicana construida en oposición a Haití, hasta en lo que una vez fue la frontera bicultural.
Sin embargo, desde la perspectiva trujillista, el beneficio de la masacre no solo habría sido el reforzamiento de la línea fronteriza específicamente para eliminar a los haitianos, sino también la eliminación de los haitianos para lograr el fortalecimiento de la misma y, en general, la formación del Estado. El fracaso de los intentos del Gobierno de vigilar y nacionalizar la frontera antes de 1937 había destacado los impedimentos para agilizar la formación del Estado que planteaba esta región bicultural y transnacional, y reforzaba la vinculación implícita del control político con la construcción de una nación monoétnica. El argumento más efectivo que podía utilizar el Estado ante su población para justificar un mayor control sobre la frontera era el nacionalismo antihaitiano y el racismo oficial. Pero teniendo en cuenta el carácter multiétnico y relativamente cohesivo de los habitantes fronterizos, el discurso oficial para etnificar la identidad nacional y las comunidades existentes allí caía en oídos sordos.
Pero a través de la masacre haitiana, el Estado de Trujillo estableció violentamente un nuevo mundo en la frontera, un mundo en el cual se podía imponer y legitimar un límite fronterizo cerrado. Desde la perspectiva estatal, la masacre representó la eliminación de un grupo étnico muy bien integrado, pero distinto, que estaba vinculado y asociado con la nación del lado opuesto de los límites del país. Desde la perspectiva de la mayoría de los dominicanos que residían en ese entonces en la frontera, la masacre representó un horror inexplicable. Sin embargo, al excluir violentamente a los campesinos haitianos de las comunidades fronterizas dominicanas en las que habían vivido en términos relativamente igualitarios durante generaciones, el Gobierno trujillista impuso, en esa vasta zona transnacional y bicultural, primero en práctica, y luego ideológicamente, la construcción de élite de un estado-nación monoétnico. La matanza –y los recuerdos de la matanza– estableció por primera vez una profunda división social, una jerarquía clara y una creciente distancia cultural entre las poblaciones de ambos lados de la frontera. Y con el tiempo, hizo plausible el antihaitianismo oficial a un nivel popular, que, a su vez, legitimó como “protección” el control estatal sobre la frontera y el establecimiento de un límite fronterizo impermeable con Haití.
Un anciano campesino dominicano de Loma de Cabrera, Avelino Cruz, puso de manifiesto, décadas después y de manera paradójica, un antihaitianismo virulento que parece encarnar la transformación de ideología e identidad que produjo la masacre en algunos habitantes de la frontera. Las conexiones previas de Cruz con el aparato represivo del régimen lo llevaron a convertirse en uno de los pocos civiles que participaron en los asesinatos. Durante una entrevista intensa y hasta incoherente, Cruz primero describió de forma animada lo feliz que era su vida antes de la masacre. Explicó que estaba casado con una dominicana cuando comenzó una relación con una haitiana, con la que tuvo dos hijos: “Nosotros nos trabajábamos bien en nuestras relaciones. Mi esposa y la haitiana vivían en la parcela de las dos, y en dos casas diferentes, pero muy cerca. Y cocinaban juntas. Pero además, las dos le daban el seno a los hijos. Es decir, que ambas se llevaban muy bien, eran como dos hermanas”. Sin embargo, las relaciones que Cruz nostálgicamente recordaba como armoniosas –y, desde luego, los recuerdos de las dos mujeres probablemente difieren de los suyos– fueron destruidas por la masacre de la que él formó parte. Cuando se le preguntó por los asesinatos, se transmutó en una persona aparentemente diferente. Hizo un recuento espeluznantemente detallado de las formas en que había asesinado a los haitianos. Cuando se le inquirió por qué había participado, explicó: “Siendo por orden no tengo que ver. Si hay que matar a mi esposa haitiana, también la mato. Lo mejor fue que, cuando el desalojo [la masacre], ella estaba allá [en Haití]. Porque yo no iba a dejar que me mataran [por desobediencia]. Pero quiso Dios que no tuve que hacerlo.” Su discurso se transformó mucho más cuando se le preguntó por qué Trujillo había ordenado la masacre: “Trujillo lo hizo porque, si no lo hubiera hecho así, ellos, los haitianos, nos hubieran comido como carne. Ya aquí no habría dominicanos”[153].
Después de la masacre y la difusión de ideologías antihaitianas, algunos de etnia dominicana en la frontera, como Cruz, parecen haber asimilado la idea de que, antes del “desalojo”, habían sido absorbidos por los haitianos y se estaban convirtiendo en haitianos –una variante del tema de la “invasión pacífica” (aunque muy pocos llegaron tan lejos como Cruz, que usó una metáfora canibalesca). Desde esa perspectiva, la masacre puede haber destruido su mundo y, hasta cierto punto, su identidad, pero también los había salvado de perderse en la “haitianización” y su carácter supuestamente retrógrado. Ese cambio de perspectiva fue luego planteado por Percivio Díaz, de Santiago de la Cruz, un adinerado trujillista autoproclamado. Díaz condenó la masacre como “una perfecta barbaridad”. “Aquí”, recordó, “todo el mundo lloró eso [después de la matanza]”. Pero así como Díaz se oponía a los asesinatos, también sostenía que “debíamos de salir del haitiano, pero de otra forma, como antes, [que] lo cogían preso y lo llevaban. Porque ya estaban invadiéndonos y había que hacer algo más serio”. Díaz concluyó que el corte era necesario, “porque ya en esta frontera éramos haitianos”. La masacre, insinuó Díaz, arrancó a los dominicanos de la inmersión y participación en las normas domínico-haitianas y, por tanto, los convirtió en lo que él ahora considera dominicanos genuinos. También planteó que su opinión había cambiado en las décadas siguientes a la masacre: “Yo después de más viejo es que sé que sí [fue una necesidad], por lo que está pasando todavía, que nos están invadiendo. En la capital hay más haitianos que aquí [en la frontera]”[154]. Así, además de haber sido influenciado por la fuerza del antihaitianismo estatal, Díaz veía a la vida de la frontera en los años treinta a través del lente de las condiciones subsecuentes, bastante diferentes, de otras regiones, donde los haitianos han jugado el papel de la mano de obra barata y frecuentemente ilegal.
Que mucho de ese sentimiento antihaitiano en la frontera dominicana actualmente es producto de la masacre y de la historia subsecuente es algo que también sugiere el mayor (y aparentemente menos contradictorio) antihaitianismo que se aprecia entre los jóvenes dominicanos. Una transformación del antihaitianismo local a través de las generaciones se plantea en el testimonio de Evelina Sánchez, una anciana historiadora local de Monte Cristi. Sánchez respondió a nuestra pregunta de si algunos dominicanos habían reaccionado positivamente a la masacre: “La gente no decía que era buena, quien lo encontraba [así] era Trujillo. Según dicen, él se quiso cobrar con la matanza que hubo de los niños en Moca [durante un intento fallido del presidente haitiano Jean-Jacques Dessalines de tomar el control de Santo Domingo en 1805, entonces bajo el poder francés]… Por eso era que el hijo mío decía que quería ser jefe [como Trujillo], para echarlos a todos de aquí”. Al tiempo que condenaba la masacre y explicaba la idea de que sus contemporáneos también condenaban los asesinatos, Sánchez planteaba que su hijo había llegado a ver los haitianos en la República Dominicana como intrusos y a la violencia antihaitiana como legítima.[155]
La diferencia se había convertido en otredad y marginalidad. Después de la masacre, las nociones de diferencia étnica entre dominicanos y haitianos que habían existido en una comunidad fronteriza bien integrada se convirtieron en una corriente de antihaitianismo amplia y frecuentemente intensa –aunque también paradójica e inconsistente–. Esa nueva forma de racismo emergió como resultado del terror estatal y del antihaitianismo oficial que le siguió y sirvió para racionalizar la masacre. El antihaitianismo popular puede haberse ampliado aún más por miedo al Estado y por la necesidad de diferenciarse de los destinatarios de su violencia, o por el interés colectivo en justificar una matanza con la que los dominicanos estaban inevitablemente asociados, de alguna manera, aunque hubiese sido perpetrada por un dictador brutal. Además, el antihaitianismo puede haber ganado algo de aceptación por el hecho de que fue propagado por un Estado que estaba, simultáneamente, obteniendo popularidad sustancial en el campo como resultado de sus políticas agrarias[156].
La producción del antihaitianismo dominicano sería promovida, además, por otros factores socioeconómicos en las décadas posteriores a la masacre, incluyendo una nueva y fuerte división étnica del trabajo. Después de 1937, los haitianos en la República Dominicana fueron relegados casi exclusivamente, y en número cada vez mayor, al papel de trabajadores agrícolas en el peldaño más bajo del mercado laboral[157]. El Estado y los ingenios azucareros violarían constante y flagrantemente los derechos humanos de los haitianos, sometiéndolos a condiciones materiales cuasi de esclavitud de plantaciones con las que se los terminó asociando. En este nuevo contexto, y en el contexto de la creciente superioridad económica y militar de la República Dominicana con respecto a Haití después de la masacre, las construcciones dominicanas sobre las diferencias étnicas y somáticas con relación a los haitianos se transformarían en una nueva forma de racismo que relega a los haitianos a la calidad de intrusos inferiores y permanentes que prevalece hasta la actualidad. Esto no quiere decir que esas construcciones reestructuraron completamente los sentimientos, las prácticas o hasta el discurso de todos los dominicanos[158]. Cabe destacar, por ejemplo, que, en contraste con las políticas agrarias del régimen, la masacre y el antihaitianismo oficial en general eran muy poco elogiados en las entrevistas que realicé en 1992 con ancianos campesinos en toda la República Dominicana[159]. Entre las generaciones siguientes, sin embargo, el antihaitianismo parece ser mucho más aceptado. Y, en general, se convirtió en un tema destacado del discurso diario, de una manera que contrasta bruscamente con el mundo fronterizo previo a la masacre[160].
El impacto de la masacre haitiana de 1937 fue, en el fondo, más sobre el carácter que sobre la magnitud de la presencia haitiana en la República Dominicana. La principal consecuencia de ese baño de sangre para los dominicanos fue la destrucción del mundo fronterizo haitiano-dominicano, así como la transformación de los sentidos populares de identidad, cultura y nacionalidad dominicanas. A través del genocidio, el régimen de Trujillo creó una nueva realidad que legitimaba el eterno propósito de reforzar la línea fronteriza y vigilar la frontera. En la secuela inmediata a la masacre, aparentemente Trujillo alardeó con uno de sus subordinados: “Vamos a ver si ahora dicen que no tenemos frontera”[161]. Con este exterminio, se estableció una línea fronteriza con una nueva significancia social y cultural, facilitando así una rígida división política entre las dos naciones. Y el antihaitianismo fue reescrito oficialmente como un sentimiento eterno entre virtualmente todos los dominicanos.
En la actualidad, suele imaginarse que una oposición esencializada entre Haití y la República Dominicana ha constituido la identidad nacional dominicana a través del tiempo, el espacio y las clases sociales. Pero esa construcción de la nacionalidad dominicana está basada en una amnesia histórica del mundo fronterizo previo a la masacre, de su nación culturalmente pluralista y de su comunidad transnacional. También se basa en una interpretación problemática de la masacre haitiana como un reflejo del (en lugar de un ímpetu para) generalizado antihaitianismo que existe actualmente en la República Dominicana. En 1937, los dominicanos residentes en la frontera tuvieron que enterrar a los miembros haitianos de su comunidad. Y al hacerlo, también enterraron a su propia forma de vida y, en última instancia, los recuerdos de su pasado colectivo. Hasta el punto de que un número relativamente pequeño de haitianos migrarían para vivir en la frontera dominicana en las décadas subsiguientes, y serían definidos ahora como intrusos permanentes. La masacre había impuesto una nueva comunidad y cultura nacional en la frontera, que, por primera vez, se imaginaba sin haitianos, a excepción de los fantasmas de las víctimas de Trujillo.
Notes
- Extractos del libro de Richard Turits, Foundations of Despotism: Peasants, the Trujillo Regime, and Modernity in Dominican History, publicado por Stanford University Press en 2003, han sido reproducidos aquí con permiso de los editores. Este ensayo está basado en una investigación de campo realizada en conjunto con Lauren Derby, y muchas de las ideas planteadas se desarrollaron en conversaciones con ella. Esta investigación fue generosamente financiada por una Beca IIE de Fulbright para la Investigación Colaborativa (IIE Fulbright Grant for Collaborative Research). Algunas versiones de este ensayo se presentaron como parte de las Nuevas Series en Política, Historia y Cultura (New Series in Politics, History, and Culture) en la Universidad de Michigan; en el Taller de Historia Latinoamericana de Princeton (Princeton Latin American History Workshop); en el Taller de Historia Latinoamericana de Nueva York (New York Latin American History Workshop); en la Serie de Seminarios Nocturnos sobre Etnicidad y Migración en el Caribe de la Universidad de Michigan (University of Michigan’s Evening Seminar Series in Ethnicity and Migration in the Caribbean); y en el Centro Shelby Cullom Davis de Estudios Históricos (Shelby Cullom Davis Center for Historical Studies) de la Universidad de Princeton. Agradezco a todos los participantes por sus valiosos comentarios. También agradezco a Jeremy Adelman, Michiel Baud, Bruce Calder, Sueann Caulfield, Miguel Centeno, John Coatsworth, Fernando Coronil, Alejandro de la Fuente, Ada Ferrer, Julie Franks, Lowell Gudmundson, Thomas Holt, Friedrich Katz, Mark Mazower, Kenneth Mills, Julie Skurski, Stanley Stein, George Steinmetz y al crítico anónimo de la revista, Hispanic American Historical Review, por sus sugerencias fundamentales sobre el ensayo, y a Lauren Derby, Jean Ghasmann Bissainthe, Raymundo González, Edward Jean Baptiste, Hannah Rosen y Ciprián Soler por sus invaluables contribuciones a este trabajo.
- El norte de la frontera cubre un área de alrededor de 5000 kilómetros cuadrados y comprende, en la actualidad, las provincias de Monte Cristi, Dajabón y Santiago Rodríguez, así como el extremo norte de la provincia de Elías Piña. Junto con las áreas sur y central de la frontera, que incluyen a las provincias de Pedernales, Barahona, Independencia y gran parte de Bahoruco, San Juan y Elías Piña, la región abarca casi una cuarta parte de los aproximadamente 48 442 kilómetros cuadrados de la superficie total del país. Los dominicanos utilizan el término “la Frontera” para referirse a todas esas áreas.
- La cifra de haitianos muertos que reconocen los dominicanos es de 17 000. Ver Joaquín Balaguer, La palabra encadenada (Santo Domingo, Editora Taller, 1985), 300. Se alcanza un número aproximado superior de 20 000 si se restan, de las 30 000 personas de etnia haitiana que un misionero católico estimó en 1936 que pertenecían a la parroquia de Dajabón (solo de una parte del área norte de la frontera, que era entonces la provincia de Monte Cristi), las 10 000 que se calcula que cruzaron hacia Haití durante y después de la masacre. Casi no quedaron personas de etnia haitiana en esa parroquia después de la matanza, lo que sugiere que solo en esa región murieron 20 000. Ver José Luis Sáez, S. J. Los Jesuitas en la República Dominicana, 2 vols. (Santo Domingo, Museo Nacional de Historia y Geografía, Archivo Histórico de las Antillas, 1988-1990), 1: 60, 71. Durante el mes después de la masacre, el padre Émile Robert y otro sacerdote confeccionaron una lista con los nombres de 2130 personas muertas, según relatos orales dados por refugiados en Ouanaminthe, Haití (del otro lado del río Masacre, frente a Dajabón), pero ellos solo pudieron entrevistar a una pequeña porción del total de las personas que escaparon. Ver Jean M. Jan, Collecta IV: Diocese du Cap-Haitien documents, 1929-1960 (Rennes, Simon, 1967), 82; y Melville Monk a Rex Pixley, 3 de noviembre de 1937, Archivos Nacionales de los Estados Unidos, Grupo de Registros 84, 800-D. (Los grupos de registros de los Archivos Nacionales de los Estados Unidos serán citados de aquí en adelante como RG). Cuando Lauren Derby y yo hablamos con el padre Robert en Guadalupe en 1988, este estimó que al menos 15 000 personas habían sido asesinadas.
- Lauren Derby y yo realizamos numerosas entrevistas a campesinos dominicanos y haitianos de edad avanzada que habían vivido en la frontera dominicana durante la década del 30. Esas entrevistas se llevaron a cabo en las fronteras dominicana y haitiana y alrededor de los asentamientos agrícolas de Terrier Rouge, Grand Bassin, Savane Zonbi, Thiote y Dosmond, que se establecieron en Haití para los refugiados de la masacre. Los entrevistados describieron un asentamiento sustancial de haitianos en la frontera dominicana desde una fecha tan remota como la década de 1870. La mayoría de los haitianos que entrevistamos habían vivido en la República Dominicana por lo menos durante quince años antes de la masacre y una alta proporción de ellos había nacido allí. Nótese que, en 1934, un oficial del Gobierno confirmó el nacimiento dominicano y la ciudadanía de muchos de los de etnia haitiana residentes en la frontera. Ver Julián Díaz Valdepares, “Alrededor de la cuestión haitiana”, Listín Diario, 10 de diciembre de 1937. Como veremos más adelante, no había restricciones legales para la inmigración desde Haití en el momento, así que no podía haber cuestionamiento alguno sobre los derechos de ciudadanía de aquellos de ascendencia haitiana nacidos en la República Dominicana—esto es, aún en base a la problemática de que sus padres no habían inmigrado legalmente.
- “Roosevelt alaba la posición dominicana”, New York Times, 21 de diciembre de 1937. Ver también José Israel Cuello, ed., Documentos del conflicto domínico-haitiano de 1937 (Santo Domingo, Editora Taller, 1985), 512. Algunas de esas declaraciones están disponibles en los archivos de la Legación de los Estados Unidos. Ver Ferdinand Mayer al Secretario de Estado, 17 de diciembre de 1937, no. 19, RG 84, 800-D.
- Sobre la historia de la masacre haitiana, ver Juan Manuel García, La matanza de los haitianos: genocidio de Trujillo, 1937 (Santo Domingo, Editora Alfa & Omega, 1983), esp. 59, 69-71; Cuello, Documentos, 60-85; Vega, Trujillo y Haití, 1:325-412, vol. 2; Eric Roorda, The Dictator Next Door: The Good Neighbor Policy and the Trujillo Regime in the Dominican Republic, 1930-1945 (Durham, Duke University Press, 1998), capítulo 5; Thomas Fiehrer, “Political Violence in the Periphery: The Haitian Massacre of 1937”, Race and Class 32, no. 2 (1990); y Edward Paulino Díaz, “Birth of a Boundary: Blood, Cement and Prejudice and the Making of the Dominican-Haitian Border, 1937-1961” (Tesis doctoral, Michigan State University, 2001). Ver también la novela testimonial de Freddy Prestol Castillo, El Masacre se pasa a pie (Santo Domingo, Editora Taller, 1973), 49.
- Todavía no se ha escrito una historia completa sobre las identidades raciales dominicanas, sus formas de racismo y su transformación a través del tiempo. Tanto las estadísticas oficiales como los observadores extranjeros han planteado, durante siglos, que la mayoría de los dominicanos descienden de una mezcla africano-europea (y para esta mezcla ha usado los términos “pardo”, “mulato”, “mestizo”, o “indio”). Un censo realizado en 1935, durante la época de Trujillo, concluía que el 13% de la población estaba registrada como “blanca”, el 19% como “negra” y el 68% como “mestiza”. Ver Jean Price-Mars, La República de Haití y la República Dominicana: Diversos aspectos de un problema histórico, geográfico y etnológico (Madrid: Industrias Gráficas España, 1958), 181; C. Lyonnet, “Estadística de la parte española de Santo Domingo, 1800”, en La Era de Francia en Santo Domingo: Contribución a su estudio, ed. por Emilio Rodríguez Demorizi (Ciudad Trujillo: Editora del Caribe, 1955), 191; y Carlos Larrazábal Blanco, Los negros y la esclavitud en Santo Domingo (Santo Domingo: Julio D. Postigo, 1975), 184. No está claro, sin embargo, cómo se correspondían esas estadísticas con el sentimiento racial popular. De hecho, parece que, por lo menos, desde fines del siglo XIX, para la mayoría de los dominicanos resulta mucho menos significativo un esquema racial de dos o tres niveles, que la visión racista del color en la apariencia física y en la “belleza”. Las diferencias físicas han marcado a los individuos dentro de esta forma colorista de racismo, pero generalmente no han constituido grupos sociales o comunidades. Así, a pesar de la prevalencia de esta forma colorista de racismo, los que se consideran dominicanos generalmente no han sido divididos por “raza” en el sentido de las atribuciones colectivas de otredad. En efecto, la aparente ausencia en la República Dominicana de una identidad negra y, de hecho, de cualquier identidad colectiva o noción de comunidad basada en el color requiere una investigación más amplia a través del tiempo, el espacio y la clase. Es indudable que esta forma particular de raza y racismo evolucionó a la luz de la intensa, pero corta, forma de esclavitud en las plantaciones; el desarrollo temprano, previo a la emancipación, de un campesinado mayormente afrodominicano que abarca a la mayoría de la población del país (con algunas relativamente pequeñas porciones de blancos y esclavos); las múltiples guerras independentistas y rebeliones caudillistas que requirieron una movilización de masas a través de las líneas de color; y la historia relativamente limitada de la república en cuanto a segregación racial, tanto de facto como de jure. Ver Silvio Torres-Saillant, “Tribulations of Blackness: Stages in Dominican Racial Identity”, Latin American Perspectives 25, no. 3 (1998); Frank Moya Pons, “Dominican National Identity: a Historical Perspective”, Punto 7 Review 3, no. 1 (1996); y Harry Hoetink, “Race and Color in the Caribbean”, Caribbean Contours, ed. por Sidney W. Mintz y Sally Price (Baltimore: Johns Hopkins Univ. Press, 1985).
- Ver la entrada de octubre de 1937 en el registro que mantenía L’École des Frères, en Ouanaminthe (y que conservaba todavía en 1988). Dada la complejidad de identidades en la frontera dominicana, identificar a los residentes de la región es inevitablemente problemático. Aquellos a los que, de manera imperfecta, yo me refiero como “de etnia haitiana” eran, de hecho, más o menos haitianos y más o menos dominicanos, según el contexto cultural o político en que cada uno de ellos se encontrara y los aspectos de sus identidades que cada uno eligiera o fuese obligado a mostrar en un momento específico. Como veremos, sin embargo, esa fluidez, simultaneidad y ambigüedad de identidades se disolvieron en el momento de la masacre. (Agradezco a William Chester Jordan, Susan Naquin y Stephanie Smallwood por sus reflexiones sobre este punto).
- Ver República Dominicana, Secretaría de Estado de lo Interior, Policía, Guerra y Marina, Memoria, 1935 (Ciudad Trujillo, 1936); Amado Gómez a Trujillo, 26 de junio de 1935, y Gómez al Secretario de Estado de Agricultura, 4 de septiembre de 1935, no. 1640, Archivo General de la Nación (de aquí en adelante se identificará como AGN), Santo Domingo, Secretaría de Agricultura (de aquí en adelante, SA), legajo 207, 1935; Michiel Baud, “Una frontera-refugio: dominicanos y haitianos contra el Estado”, Estudios Sociales 26, no. 92 (1993); e ídem, “Una frontera para cruzar: La sociedad rural a través de la frontera domínico-haitiana (1870-1930)”, Estudios Sociales 26, no. 94, 1993.
- República Dominicana, Comisión para el Establecimiento de Colonias de Inmigrantes, Informe que presenta al poder ejecutivo la Comisión creada por la Ley Núm. 77 para estudiar las tierras de la frontera y señalar los sitios en que se han de establecer las colonias de inmigrantes (Santo Domingo: Imprenta de J. R. Vda. García, 1925), 19; y República Dominicana, Secretaría de Estado de lo Interior, Policía, Guerra y Marina, Memoria, 1933, xviii.
- Percivio Díaz, entrevistado por el autor y Lauren Derby, Santiago de la Cruz, 1988. Se dice que, en otras áreas de la frontera, sin embargo, haitianos y dominicanos mantenían más relaciones de concubinato que de casados, en el sentido de que los hombres dominicanos trataban a las mujeres haitianas como amantes o segundas esposas.
- Para estimaciones de población, ver Sáez, Los Jesuitas, 60, 71; Franklin Atwood al Secretario de Estado, 25 de octubre de 1937, no. 39, RG 84, 800-D; Manuel Emilio Castillo a Trujillo, 18 de octubre de 1937, AGN, citado en Vega, Trujillo y Haití, 2:77. Ver también Julián Díaz Valdepares, “Alrededor de la cuestión haitiana”, Listín Diario, 10 de diciembre de 1937. Los datos del Censo no proveen información sobre el número de personas de etnia haitiana en la República Dominicana, sino sólo de los residentes extranjeros documentados.
- Carlos Andújar Persinal, La presencia negra en Santo Domingo: un enfoque etnohistórico (Santo Domingo: Impresora Búho, 1997); Carlos Esteban Deive, “La herencia africana en la cultura dominicana actual”, Ensayos sobre cultura dominicana, ed. por Bernardo Vega et al. (Santo Domingo: Museo del Hombre Dominicano, 1988). Ver también Martha Ellen Davis, La otra ciencia: El vodú dominicano como religión y medicina populares (Santo Domingo: Ed. Universitaria, 1987); y Carlos Esteban Deive, Vodú y magia en Santo Domingo (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1996), esp. 170-78.
- Ver Rafael Abreu Licairac, “El objetivo político de los haitianos”, El Eco de la Opinión, 9 de julio de 1892, “Contábamos con la réplica”, ibíd., 27 de agosto de 1892, “Dominicanos y Haitianos”, ibíd., 12 de noviembre de 1892; “Contestación al periódico ‘Le Droit’”, El Teléfono, 28 de agosto de 1892; Lil Despradel, “Las etapas del antihaitianismo en la República Dominicana: El papel de los historiadores”, Política y sociología en Haití y la República Dominicana: coloquio domínico-haitiano de ciencias sociales, ed. por Suzy Castor et al. (Ciudad de México: Univ. Nacional Autónoma de México, 1974), esp. 102.
- Sobre la importancia de las delimitaciones claras de la frontera para las construcciones dominicanas de la soberanía, ver Boletín del Congreso 2, no. 17 (1911): 2. Para una perspectiva comparada, ver Peter Sahlins, Boundaries: The Making of France and Spain in the Pyrenees (Berkeley: Univ. of California Press, 1989), esp. 3-7; y José Antonio Maravall, Estado moderno y mentalidad social (siglos XV a XVII), 2 vols. (Madrid: Revista de Occidente, 1972), 1: 88-149.
- Ver Ramírez, Mis 43 años en La Descubierta, 8, 23, 25; Ley 3733, 26 de junio de 1897 y Ley 3788, 10 de febrero de 1898, en Colección de leyes, decretos y resoluciones emanadas de los poderes legislativo y ejecutivo de la República Dominicana, 23 vols. (Santo Domingo: Imp. De J. R. Vda. García, 1924), vols. 14, 15; Boletín del Congreso 2, no. 17 (1911): 2-3; “Editorial”, El Teléfono, 1 de noviembre de 1891; Baud, “Una frontera refugio”, 48-49; ídem, “Una frontera para cruzar”, 16-17.
- Ver Andrés L. Mateo, Mito y cultura en la era de Trujillo (Santo Domingo: Ed. de Colores, 1993), 58 n.78; Arístides Incháustegui, “El ideario de Rodó en el trujillismo”, Estudios Sociales, p.18, no. 60 (1985); Diógenes Céspedes, “El efecto Rodó, nacionalismo idealista vs. nacionalismo práctico: Los intelectuales antes de y bajo Trujillo”, Cuadernos de poética 6, no. 17 (1989); y Pedro L. San Miguel, “La ciudadanía de Calibán: poder y discursiva campesinista en la era de Trujillo”, Política, identidad y pensamiento social en la República Dominicana (Siglos XIX y XX), ed. por Raymundo González et al. (Madrid: Doce Calles, 1999), 271-72, 277.
- Sobre el rol de los intelectuales en los inicios del régimen de Trujillo, ver Mateo, Mito y cultura, 21-63; Incháustegui, “El ideario de Rodó”, 51-63; Céspedes, “El efecto Rodó”, 7-56; Francisco Antonio Avelino, Las ideas políticas en Santo Domingo (Santo Domingo: Ed. Arte y Cine, 1966); y González, “Notas sobre el pensamiento”, 14-15.
- Esta discusión sobre el régimen de Trujillo está desarrollada en Turits, Foundations of Despotism. Sobre las relaciones entre el campesinado y el Estado en la historia dominicana, ver también Pedro L. San Miguel, Los campesinos del Cibao: Economía de mercado y transformación agraria en la República Dominicana, 1880-1960 (San Juan: Univ. de Puerto Rico, 1997); ídem, El pasado relegado: Estudios sobre la historia agraria dominicana (Santo Domingo: Librería La Trinitaria, 1999), esp. 142-46, 211-13; ídem, “La ciudadanía de Calibán”; y Orlando Inoa, Estado y campesinos al inicio de la era de Trujillo (Santo Domingo: Librería La Trinitaria, 1994). Sobre las bases ideológicas del régimen de Trujillo, ver también Rosario Espinal, Autoritarismo y democracia en la política dominicana (San José, Costa Rica: CAPEL, 1987); e ídem, “Indagaciones sobre el discurso trujillista y su incidencia en la política dominicana”, Ciencia y Sociedad 12, no. 4 (1987); y Jonathan Hartlyn, The Struggle for Democratic Politics in the Dominican Republic (Chapel Hill: Univ. of North Carolina Press, 1998), 45-52.
- La historia de la colonización bajo el régimen de Trujillo ha sido generalmente mal representada como un proyecto para promover, esencialmente, la inmigración de blancos. Las excepciones son Inoa, Estado y campesinos, 157-80; y San Miguel, Los campesinos del Cibao, 307-312. Ver también Turits, Foundations of Despotism, esp. cap. 6.
- Reynaldo Valdez al Secretario de Estado de lo Interior, 4 de junio de 1937, no. 1221, AGN, SA, legajo 40, 1937; Moisés García Mella, Alrededor de los tratados de 1929 y 1935 con la República de Haití (Ciudad Trujillo: Imp. Listín Diario, 1938), 6; y Félix M. Nolasco, Listín Diario, 11 de febrero de 1932, reimpreso en Vega, Trujillo y Haití, 1: 132-33.
- En general, el impulso de “preservar” una frontera fuerte puede conducir a los estados modernos a oponerse a la mezcla cultural en las regiones limítrofes, aun cuando lo acepten en otros lugares. Ver Timothy Snyder, “To Resolve the Ukrainian Problem Once and for All: The Ethnic Cleansing of Ukrainians in Poland, 1943-1947”, Journal of Cold War Studies 1, no. 2 (1999).
- Ver Nancy Leys Stepan, “The Hour of Eugenics”: Race, Gender, and Nation in Latin America (New York: Cornell Univ. Press, 1991); Matthew Frye Jacobson, Barbarian Virtues: The United States Encounters Foreign Peoples at Home and Abroad, 1876-1917 (New York: Hill and Wang, 2000); y Mark Mazower, Dark Continent: Europe’s Twentieth Century (New York: A. A. Knopf, 1999), cap. 3.
- Sobre los intelectuales antihaitianos del siglo XX, ver Pedro L. San Miguel, La isla imaginada: Historia, identidad y utopía en La Española (San Juan: Isla Negra, 1997), 61-100; Michiel Baud, “‘Constitutionally White’: The Forging of a National Identity in the Dominican Republic”, en Ethnicity in the Caribbean: Essays in Honor of Harry Hoetink, ed. por Gert Oostindie (Londres: Macmillan Caribbean, 1996); Raymundo González, “Peña Batlle y su concepto histórico de la nación dominicana”, Anuario de Estudios Americanos 48 (1991); y Mateo, Mito y cultura, esp. 127-183.
- Rafael Merens Montes al Secretario de Estado de Agricultura, 16 de enero de 1934, SA, legajo 181, 1934; Paulino Vásquez al Secretario de Estado de Agricultura, 6 de mayo de 1935, no. 84; Emilio Ramírez a Trujillo, 14 de mayo de 1935, AGN, SA, legajo 207; Miguel Lama al Secretario de Estado de Agricultura, 17 de mayo de 1935, AGN, SA, legajo 207; Vicente Tolentino al Secretario de la Presidencia, 18 de mayo de 1935, no. 2478, AGN, SA, legajo 207; y Amado Gómez a Trujillo, 26 de junio de 1935, AGN, SA, legajo 207, 1935. Ver también Utley y Miller, “Agreement Respecting Border Troubles”; Prestol Castillo, El Masacre se pasa a pie, 92; Baud, “Una frontera para cruzar”, 17; ídem. “Una frontera-refugio”, 51-52; y Manuel de Jesús Rodríguez, “Nuestras fronteras”, La Voz del Sur, 1ro. de octubre de 1910.
- Esto lo sugiere también Edwidge Danticat, The Farming of Bones: A Novel (Nueva York: Soho Press, 1998), 193, 265. Además el debilitamiento de la “r” cuando está colocada de manera intervocálica o al final de las palabras es un fenómeno fonético también de los de etnia dominicana en la frontera y en gran parte de la República. Ver Max A. Jiménez Sabater, Más datos sobre el español de la República Dominicana (Santo Domingo: Ediciones INTEC, 1975).
- La idea de que la pronunciación de “perejil” realmente servía para distinguir personas de ascendencia haitiana y quienes iban a ser asesinados en la matanza se convertiría en una de las leyendas más comunes encontradas hasta en los tratamientos más breves de la masacre. Ver Alan Cambeira, Quisqueya La Bella: The Dominican Republic in Historical and Cultural Perspective (Armonk, Nueva York: M. E. Sharpe, 1997), 182-83. Ver también el poema de Rita Dove sobre la masacre en Dove, Selected Poems (Nueva York: Pantheon Books, 1993), 133-35.
- Eager, “Memorandum”. Ver también Prestol Castillo, El Masacre se pasa a pie, 24. Sobre la resistencia de los soldados, ver también “Slaughter of Haitians Described by Observers”, Washington Post, 10 de noviembre de 1937; y Albert C. Hicks, Blood in the Streets: The Life and Rule of Trujillo (Nueva York: Creative Age Press, 1946), 107.
- Sin embargo, se dice que algunos asesinatos continuaron en la región durante los días siguientes y que brotaron en varios puntos del Cibao, como Puerto Plata, Santiago y Moca, hasta alrededor del 20 de octubre. Ver Norweb al Secretario de Estado, 11 de octubre de 1937; Eager, “Memorandum”; y Cuello, Documentos, 60-85.
- Ley 279, 29 de enero de 1932, en Colección de leyes; y Ley 250, 19 de octubre de 1925, en Gaceta Oficial, no. 3693, 24 de octubre de 1925. Esa duplicación del impuesto migratorio constituyó más bien una forma tortuosa de incrementar las recaudaciones del sector azucarero, mayormente de propietarios extranjeros, el cual se vio obligado a pagar el aumento por sus decenas de miles de trabajadores inmigrantes. Ver Vega, Trujillo y Haití, 1: 133-44.
- Suzy Castor, Migración y relaciones internacionales (el caso haitiano-dominicano) (Santo Domingo: Ed. Universitaria, 1987); José Israel Cuello, Contratación de mano de obra haitiana destinada a la industria azucarera dominicana, 1952-1986 (Santo Domingo: Taller, 1987), esp. 36-42; Andrew Wardlaw, “End of Year Report: 1945”, 14 de marzo de 1946, RG 59, 839.00; Phelps Phelps al Secretario de Estado, no. 636, 13 de febrero de 1953, 739.00 (reporte semanal).
- Thomas Holt, “An ‘Empire over the Mind’: Emancipation, Race, and Ideology in the British West Indies and the American South”, y Barbara Fields, “Ideology and Race in American History”, en Region, Race and Reconstruction: Essays in Honor of C. Vann Woodward, ed. por J. Morgan Kousser and James M. McPherson (Nueva York: Oxford Univ. Press, 1982).
- Ver Virgilio Díaz Ordóñez, El más antiguo y grave problema antillano (Ciudad Trujillo: La Opinión, 1938); Ana Richardson Batista, “Dominicanización fronteriza”, La Nación, 24 de mayo de 1943; J. R. Johnson Mejía, “Contenido racional de la política de dominicanización fronteriza”, Boletín del Partido Dominicano, 30 de julio de 1943; y Manuel Arturo Peña Batlle, El sentido de una política (Ciudad Trujillo: La Nación, 1943).
- Eugene Hinkle al Secretario de Estado, 7 de julio de 1938, no. 373, RG 84, 710-Haití; Ellis Briggs al Secretario de Estado, 19 de agosto de 1944, no. 232, ibíd., 710-30; Julio Ibarra al Secretario de Estado de lo Interior, 15 de mayo de 1957, no. 480 y documentos relativos en el AGN, SA, legajo 903, 1957; y Francis Spalding al Secretario de Estado, 29 de julio de 1957, no. 44, RG 59, 739.00.
- El antihaitianismo actual, como a principios del siglo XX, es más evidente en la élite dominicana. Ver, por ejemplo, el artículo de José Gautier en El Nacional, del 19 de noviembre de 1987; Luis Lajara Burgos, “Dimensión”, Hoy, 23 de julio de 1991; y Luis Julián Pérez, Santo Domingo frente al destino (Santo Domingo: Editora Taller, 1990).
- El término “dicen” es ambiguo. Puede referirse a líderes haitianos, a críticos dominicanos o a residentes fronterizos. Robert Crassweller, Carta al autor, 19 de enero de 1988. La cita ha sido traducida del texto en inglés de este artículo.
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