María Teresa I de Austria, la Reina que prohibió la quema de brujas
Aunque la emperatriz se percibía a sí misma como inexperta; sus grandes reformas hicieron del Imperio austrohúngaro una de las grandes potencia europeas
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MadridActualizado:
«Resulta ser una mujer»; así se refirió el Rey Federico II de Prusia sobre María Teresa I de Austria. Reconocido enemigo de esta Monarca, se quitaría el sombrero ante ella para resaltar la magnificiencia de su reinado; durante en la cual Austria viviría un gran apogeo en la sanidad, la ciencia y el arte.
No obstante, María Teresa no lo tuvo fácil. Tras la muerte de su padre -el Emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico Carlos VI- en 1740-, una novata subiría a defender su trono frente a los grandes devoradores de su tiempo; entre ellos Federico II, uno de los muchos que tratarían de arrancarle la corona por considerarla un rival fácil.
Sin estrategias militares, arruinada por la economía de guerra de su difunto padre y sin experiencia de mando, la soberana no se dejó intimidar, ni por Federico II de Prusia ni por su propio marido, Francisco I -quien pretendía manejar los hilos del poder-. Ella no dio su brazo a torcer, lo único que podía retirarla del tablero sería la muerte, ante la que tampoco mostraría signo de debilidad: «Temo dormirme, no quiero verme sorprendida por la muerte. Quiero mirarla de frente.»
A rey muerto, rey puesto... y con lo puesto
La irresponsabilidad de su fallecido padre, el Emperador Carlos VI, dejó a María Teresa un país en la cuerda floja. La economía de guerra había mermado considerablemente las arcas; y su obsesión por un hijo varón desplazaría a su primogénita en los asuntos de Estado.
Las clases de costura, canto y protocolo de Reina consorte estaban lejos de prepararla para defender el vasto Imperio. No obstante, cuando Carlos VI entendió que no nacería ningún heredero varón, trató de enmendar el error de no educar a su hija; haciendo una de las mayores chapuzas en la historia del derecho de sucesión: La «Pragmática Sanción de 1713».
Los territorios de este Imperio austrohúngaro se regían bajo la «Ley Sálica» (impedía gobernar a las mujeres). Ante el peligro de que su familia perdiera la Corona, el monarca establecería ese pacto con todos los dominios de los Habsburgo, para que todos reconocieran a María Teresa como Emperatriz. No obstante, el Rey depositó la confianza únicamente en su yerno Francisco Esteban (Francisco I); pues esperaba que su hija desempeñara funciones decorativas.
Sin embargo a Prusia, lo que el sepultado Rey hubiere dicho, le importó francamente nada-. La realidad era otra muy diferente: nadie se estaba enfrentando al guerrero Carlos VI, si no a la aparente debilidad de un mujer sin instrucción militar. No obstante, Federico I le pidió «amablemente» que le cediera el territorio de Salesia y ya no la molestaría más. ¿Y a santo de qué iba a cederle a ese bárbaro un bien imperial?.
De esta manera, la «Pragmática Sanción de 1913» se convirtió en la Guerra de Sucesión Austríaca que duraría nueve años. Sajonia, Baviera, Francia y Prusia reconocían a María Teresa como emperatriz. A este conflictose sumaría la invasión por parte de las tropas de Federico II de Salesia, un territorio que trataría de recuperar inútilmente durante la Guerra de los Siete Años.
«Me encontré sin dinero, sin crédito, sin ejército, sin experiencia ni conocimiento de mi condición y, finalmente, sin nadie para aconsejarme, pues todos esperaban ver cómo las cosas iban a evolucionar», confesó la emperatriz en «Testamento político».
Donde manda la razón, no manda el corazón
Las anécdotas amorosas de María Teresa difieren según la fuente; eso sí, la Emperatriz fue «mujer de un solo hombre»: de su esposo el duque de Lorena, y posterior Emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico. Por esta razón, cuando éste falleció ocurrieron dos acontecimientos que quedaron en la memoria histórica del país germano. Uno de ellos es recogido por los historiadores Buisson y Sévillia en su obra conjunta «Los últimos días de Las Reinas»: «María Teresa piensa primero en renunciar a sus funciones de poder y retirarse en un convento. Sin duda que esta idea no le rondó mucho tiempo, gracias especialmente a la influencia del conde Kaunitz, su canciller, que logró convencerla de que la puesta en práctica de semejante proyecto sería un desastre para la monarquía austríaca. La reina corría el riesgo de arruinar la obra realizada desde que se hizo con las riendas del poder.»
Durante el funeral de Francisco I, la Emperatriz se enfrentó a una situación, que bien puede hacerle perder el juicio a cualquier ser humano enamorado y dolido. Sin embargo, las formas y la empatía de la Soberana le permitieron hacer gala de su majestuosidad, abrazando compasivamente a la conocida amante de Francisco Esteban. «Querida, hemos perdido tanto, ambas…», Pancracio Celdránrecoge las palabras que pronunció María Teresa a su rival en su obra «Anecdotario Histórico».
Sin embargo, donde manda la razón no manda el corazón. Y aunque en la corte era de dominio público la devoción enfermiza que sentía la soberana por su marido, donde los celos y la obsesión le hacían perder los estribos sobre su matrimonio, María Teresa jamás traspasó esos sentimientos a los asuntos del Estado. No por «sentirse amada» un poco más, reduciría su legítimo poder a cenizas. Pues ella era la Ilustración, y el duque de Lorena «Don Revolcón».
La fortaleza y la determinación de la Emperatriz son relatadas por Buisson y Sévillia:«María Teresa nunca hubiese consentido que Francisco Esteban intentase ir más allá de su papel de consejero, algo que a él le quedó muy claro desde el principio del reinado. Antes de invadir Silesia, Federico II le propuso a María Teresa que firmasen un tratado de alianza si a cambio ella le cedía la codiciada provincia. Francisco Esteban, al igual que la mayoría de los antiguos consejeros de Carlos VI, presionó a su esposa para que aceptara el trato. Pero esta cortó en seco sus intentos. La decisión de la guerra o de la paz era de su incumbencia. Y como ella se negó a ceder al chantaje del Rey de Prusia, no había nada más que hablar. A María Teresa y solo a ella le correspondía la responsabilidad del poder, la toma de decisiones y la conducción de los asuntos tanto internos como externos.»
El reinado de María Teresa duró 40 años. Sus valores inquebrantables la acompañarían desde la turbulenta ascensión al trono; hasta el final de sus días, donde dejaría una Austria próspera en manos de su hijo José II de Habsburgo-Lorena.
Abran paso a la Ilustración
La extraña tolerancia religiosa de la Emperatriz, insistía en expulsar a todos los protestantes y judíos del Imperio. No obstante, su hijo, José II, la amenazó con renunciar a la Corona si continuaba con la política antisemita.
De esta manera, extendería una garantía de protección a los súbditos judíos del Imperio y apoyaría a los mercaderes judaicos. También prohibió la conversión forzada de los niños al catolicismo, y castigó el abuso por parte del clero, quienes cobraban absurdos impuestos a esta comunidad.
La misión de la soberana era traspasar los asuntos de fe a un último lugar; para así poder cederle el terreno a la Ilustración. «Unos sentimientos religiosos en trance de cambio hicieron que pasaran a parecer anticuadas o caducas las ceremonias vinculadas al año litúrgico, tan fundamentales para la corte en épocas anteriores. Con gran pesar de María Teresa, la orden jesuítica se disolvió en los territorios austríacos como lo había sido en otros lugares, con certeza un signo de cambio de actitudes sumamente importantes para unos soberanos que tradicionalmente apelaban a la protección y legitimidad divinas», expresan los historiadores J.L Arantegui J. Duindam en su obra conjunta «Viena y Versalles: Las cortes de los rivales dinásticos europeos entre 1550».
La moderna «suegra de Europa»
María Teresa -también conocida como «la suegra de Europa»- fue implementando grandes reformas durante cuatro décadas en el gobierno y en el Ejército, las cuales fueron posteriormente imitadas por otros soberanos europeos como Federico II de Prusia.
Los avances en medicina fueron sobresalientes para la época. La viruela se había llevado a algunos de sus 15 hijos. Su dolor de madre quiso salvar a otros de la tragedia; y por ello fundaría junto Gerard van Swieten -médico de su difunta hija- un hospital en Viena. Las autopsias se volvieron obligatorias; pues solo así tendrían un registro de todas las causas de mortalidad en Austria.
Mientras la «Santa Inquisición» seguía practicando salvajes métodos contra los «supuestos enemigos de Dios», la modernidad había llegado a Austria gracias al pensamiento ilustrado de la soberana. Crearía el «Codex Theresianus», en el cual defendía los derechos civiles de todos los austríacos. Prohibirían la quema de brujas y la pena de muerte -sustituida por trabajos forzosos.
Respecto al analfabetismo, la Emperatriz impuso la educación obligatoria; y aunque al principio fue recibido con hostilidad; ella no permitió que la ignorancia de los progenitores terminara con la iluminación del niño.
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