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viernes, 14 de junio de 2019


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La entrada del sultan Mehmed II, en Constantinopla, el 29 de de mayo de 1453

La conquista musulmana de Constantinopla, la agonizante resistencia de una cristiandad desunida


Conquistar la segunda Roma había sido un viejo sueño medieval para los musulmanes desde el siglo VIII. «La guerra santa es nuestra principal obligación», proclamó el sultán otomano Mehmed II años antes de comenzar la campaña


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Para los Reyes Católicos y los grandes nombres de su generación la conquista de Constantinopla fue un acontecimiento clave a la hora de conformar su forma de entender el mundo, tal y como para sus respectivas generaciones lo fue la ejecución de Luis XVI en Francia o la caída del Muro de Berlín. «Esta es la segunda muerte de Homero y también la de Platón. Ahora, Mahoma reina entre nosotros. El peligro turco pende entre nosotros», anunció el futuro Papa Pío II al conocer la noticia. Cuando Occidente creía que había llegado al fin su momento, el Imperio otomano se presentó ante el mundo como la nueva hidra venida de Oriente a conquistar todo lo que se hallara en su camino. La conocida como segunda Roma había sobrevivido a los años más oscuros de la Edad Media a base de una fuerza militar temida y una pujanza comercial que parecía no tener fin, pero nada pudo hacer ante la llegada otomana.
Conquistar Constantinopla había sido un viejo sueño medieval para los musulmanes desde el siglo VIII. «La guerra santa es nuestra principal obligación [...]. Constantinopla, situada en el centro de nuestros dominios, protege a nuestros enemigos e incita contra nosotros. La conquista de la ciudad es, por lo tanto, esencial para el futuro y la seguridad del Estado otomano», proclamó el sultán Mehmed II años antes de comenzar la campaña. Para este sultán turco aquella guerra era, además, algo más que una cruzada religiosa: era la conquista de un mito otomano, «la manzana roja», por la que se harían con el dominio universal una vez tomaran ese territorio. Mas cuando él se consideraba entre su interminable ristra de títulos «soberano de los romanos» de Oriente. A todo ello había que sumar el resquemor que el sultán guardaba al emperador bizantino Constantino IX Paleólogo por apoyar la cruzada cristiana que en 1444 había dividido en dos el emergente Imperio otomano.

Occidente ignora las peticiones de ayuda

Ante la inminente campaña, Constantino XI Paleólogo lanzó una desesperada llamada de auxilio a toda la cristiandad, y uno a uno casi todo los reyes europeos desoyeron la petición alegando causas egoístas. El Papa vio en la angustiosa situación de la ciudad una oportunidad para convencer a la Iglesia ortodoxa griega de que se uniera a la tradición católica a cambio del envío de tropas. El Cardenal Isidoro acudió allí en noviembre de 1452 con 200 soldados napolitanos buscando negociar la unificación entre iglesias, si bien las autoridades bizantinas solo hicieron caso al enviado papal porque pensaban que se trataba de la avanzadilla de un ejército de rescate. Nada más lejos de la realidad, nadie más iría en nombre del Papa.
Las últimas posesiones bizantinas se limitaban a la gran ciudad, varios territorios en Grecia y a varios puertos marítimos de los que las repúblicas italianas sacaban amplias ventajas comerciales. Es por ello que Venecia y Génova sí participarían en la defensa de Constantinopla.
A principios de 1452, la construcción de una enorme fortaleza otomana en territorio bizantino trajo consigo a la desembocadura del Bósforo una flota otomana que cogió por sorpresa a los cristianos. Se trataba de una declaración de intenciones bastante evidente. Constantino se preparó para lo peor y ordenó que se hiciera acopio de alimentos y bebidas a la población, además de hacer un llamamiento para que los pueblos periféricos se refugiaran en la capital. La plata de las iglesias y monasterios fue empleada para pagar a las tropas y mejorar las defensas de la ciudad. También los aliados organizaron entonces sus refuerzos.
El Senado de Venecia estaba dividido entre los que defendían ir en ayuda de sus viejos aliados y los que consideraban a Bizancio una causa perdida y preferían mejorar sus relaciones con los turcos. El Senado armó dos buques de transporte con 400 soldados cada uno custodiados por 15 galeras que zarparon el 8 de abril de 1453 hacia Constantinopla, si bien no llegaron a tiempo de salvar la ciudad. Según el testimonio de Giacomo Tebaldi, la fuerza de rescate veneciano hubiera roto el asedio de haber llegado solo un día antes. Además, las autoridades venecianas de Creta enviaron otros dos buques de guerra, de los que solo uno llegó a su destino. En tanto, los venecianos que estaban en la capital huyeron en su mayoría, seis de ellos incumpliendo las órdenes de Girolamo Minotto, representante del senado en la ciudad.
Por el contrario, Génova, la gran rival de la Serenísima, envió al Cuerno de Oro a 700 soldados al mando de Giovanni Giustiniani Longo, cuyo reputación de experto en asedios le hizo gala del rango de mariscal de todas las tropas terrestres en Constantinopla. Según estimó Giacomo Tebaldi, en la ciudad había un total de entre 30.000 y 35.000 hombres de armas, extranjeros y locales, y cerca de 7.000 soldados profesionales, lo que sumaba unos 42.000 cabezas armadas. El problema era que el grueso del ejército lo formaban milicias y voluntarios extranjeros sin mucha preparación.
El plan de Mehmed II era terminar rápido el asedio sin causar grandes daños materiales en la ciudad, puesto que temía que el paso del tiempo permitiera a Venecia y Hungría salvar la ciudad. Frente a la superioridad numérica musulmana, los cristianos pretendían hacer valer la fortaleza de sus murallas, que ya en 1422 habían frenado un ataque anterior, y valerse del fuego griego (probablemente se tratara de una mezcla de nafta, cal viva, azufre, y nitrato) para arrojarlo sobre los atacantes. Al otro lado de las murallas bizantinas se presentaron más de un centenar de navíos, entre galeras, galeotas y barcos de transporte, y un océano de hombres que alcanzaba los 80.000 soldados. Entre las filas turcas sobresalían los jenízaros, la élite de la infantería otomana reclutada entre los jóvenes cristianos secuestrados en los Balcanes, la mayoría eslavos y albanos.

La artillería otomana marca la diferencia

El 6 de abril la principal fuerza terrestre otomana con los regimientos de palacio del sultán, temida infantería, en el centro avanzó hacia las enormes murallas que defendían por el oeste la ciudad. El sultán situó su tienda en esta posición, frente a la puerta de San Romano. Los primeros asaltos fueron rápidamente rechazados por unas piedras que llevaban siglos en pie.
El resto de la ciudad estaba rodeado de agua y protegida también por murallas, además de que las galeras bizantinas e italianas se concentraron entre la ciudad y la fortaleza de la Galata, en la otra orilla del llamado Cuerno de Oro. El Emperador confiaba en las experimentadas tripulaciones italianas para defender este estrecho. Si el sultán quería tomar la ciudad debería derrotar a la flotilla cristiana, conquistar la Gálata (perteneciente a Génova) por tierra y por supuesto derrumbar las murallas en el oeste.
Con este último fin había trasladado a esta zona unos enormes cañones de artillería que, de tan pesados, necesitaban 60 bueyes para ser movidos. La artillería se concentró a 8 kilómetros de las murallas y se colocaron en zanjas inclinadas sobre grandes bloques de madera para amortiguar las sacudidas que acompañaban a los disparos. Durante el asedio los cañones no dejaron de rugir día y noche, lo que llevó a que varios se recalentaran e incluso se hundieran en el barro. Giacomo Tebaldi cuenta que los otomanos efectuaban entre 100 y 150 disparos diarios, con un consumo de 500 kilogramos de pólvora. El sultán tenía tantos hombres como para arriesgarse a mandarlos a recoger los proyectiles caídos a las puertas de la muralla.
Tras varios asaltos fallidos, en la noche del 18 de abril los musulmanes lanzaron un ataque nocturno en el sector de Mesoteichon que se alargó sin avances durante cuatro horas. Las cosas iban lentas en tierras, pero todavía más en el mar. El primer ataque otomano contra la barrera flotante cristiana acabó en fracaso, al igual que el segundo, pues la flota cristiana contaba con barcos más altos aunque menos numerosos. El 20 de abril, tres grandes buques de transporte papales con armas, tropas y alimentos cruzaron por sorpresa el bloqueo musulmán y entraron en la ciudad junto a un barco bizantino con trigo. Desde la costa, el sultán turco, colérico, se metió con su caballo en el mar lanzando órdenes incomprensibles a su flota. El bloqueo naval debía ser pleno o no serlo... El comandante turco fue azotado, degradado y sustituido por su negligencia.
La moral cristiana se elevó con aquella pequeña victoria sobre la flota turca. Si bien, no iba a haber tiempo para los festejos. El nuevo comandante de la flota trasladó la mayoría de los cañones de sus barcos a tierra para que bombardearan los bajeles cristianos desde detrás de la Gálata, esto es, en un ángulo similar al de los morteros. Igualmente original fue la idea de trasladar por tierra, usando una rampa de madera, a 72 pequeñas galeras al Cuerno de Oro, en la retaguardia de la barrera flotante cristiana. Así no solo quedó en peligro la flota cristiana, sino que los defensores de las murallas tuvieron que desplegarse también en el este.
Dos horas antes del amanecer del 28 de abril, se produjo una batalla naval que en esta ocasión benefició a los musulmanes y entregó el control del Cuerno de Oro a los musulmanes.

La última defensa desesperada

Aunque la barrera flotante seguía en pie, e incluso resistió ataques el 16, 17 y 21 de mayo, ya no tenían nada que defender ahora que detrás suyo había barcos musulmanes. Mientras tanto, el 25 de abril los cañones otomanos lograron al fin derribar una de las torres de la Puerta de San Romano y abrieron otras brechas en la muralla frente a la que se concentraba el ejército del sultán. El día 6 de mayo la brecha se agrandó hasta los 3 metros de ancho y el posterior asalto estuvo muy cerca de tener éxito, al menos hasta que la plana mayor bizantina, con el mismísimo emperador Constantino a la cabeza, lo evitaron espadas en mano.
El 11 de abril una nueva brecha, esta vez en la Puerta de Caligaria, precedió un asalto que alcanzó el palacio de Blanquerna. Y precisamente en el subsuelo de esta puerta, los zapadores serbios del sultán se enfrentaron a los zapadores bizantinos en una lucha cuerpo a cuerpo bajo tierra. Los asaltos cada vez se acercaban más a su objetivo y a mediados de mayo una serie de malos presagios extendieron entre el pueblo bizantino la idea de que estaban ante el final. La «Odigitria», el icono más sagrado, se desprendió cuando era llevado en procesión. Al día siguiente, una extraña niebla envolvió la catedral de Santa Sofía, en lo que los musulmanes quisieron ver la luz de Alá.
Entre tantas malas noticias, la noche del 19 de mayo los defensores salieron de las murallas y volaron con barriles de pólvora una de las torres de asedio que usaban los turcos a modo de cobertura. Una esperanza en un mar de malos presagios.
En esas fechas, Mehmet envió una última oferta a Constantino XI temiendo que si no rendía cuanto antes la ciudad pudieran llegar refuerzos venecianos y húngaros. Las condiciones dictadas eran que se le respetaría la vida si se retiraba al sur de Grecia y entregaba la ciudad. «Dios no permita que yo viva como un emperador sin imperio. Si cae mi ciudad, yo caeré con ella. Aquel que quiera huir, puede hacerlo y salvar la vida. Y el que esté preparado para enfrentarse a la muerte, que me siga», afirmó el emperador según las crónicas posteriores. Dicho y hecho. Muchos extranjeros se preparan para zarpar ante la defensa suicida planteada por el emperador.
El 29 de mayo de 1453 se preparó un ataque total desde distintos puntos. Giovanni Giustiniano Longo se situó con 400 italianos y lo mejor de las tropas bizantinas frente a la destrozada puerta de San RomanoPere Julià y un grupo de soldados catalanes defendió uno de los distritos de la ciudad, la zona del Palacio Bukoleon, al sureste de la ciudad tocando al mar. Y otras compañçias extranjeras se repartieron alrededor de la muralla. Todos ellos debieron hacer frente a los ataques sucesivos y en apariencia interminables que siguieron a un largo bombardeo desde el amanecer. Como si se tratara de las tres líneas de las legiones republicanas de Roma, Mehmet lanzó primero a su fuerza más débil, los regulares; luego a sus tropas provinciales; y finalmente a los jenízaros. 3.000 soldados de esta infantería avanzaron lentamente y en silencio hasta penetrar por la Kernaporta, donde desplegaron sus estandartes antes de ser desalojados por los cristianos por enésima vez. Y es que las balas cada vez sonaban más próximas al cuello del emperador.
Los cristianos seguían soportando estoicos cada golpe hasta que un balazo alcanzó a Giovanni Giustiniano Longo, convertido en un héroe del pueblo, que herido de muerte se retiró a retaguardia. Cuando los italianos vieron a su comandante retirarse creyeron que estaba huyendo y los otomanos incrementaron la presión en la Puerta de San Romano. El frente cristiano cayó en sucesión como piezas de domino.

El nacimiento de Estambul

En medio del pánico cristiano, una unidad de jenízaros al mando de un hombre de estatura gigantesca llamado Hasán de Ulubad tomó la muralla interior en la Puerta de San Romano, según la leyenda. El derrumbe fue completo ante los rumores de que los turcos habían tomado otros puntos de la muralla y la zona portuaria. Los milicianos griegos huyeron a proteger sus casas, mientras que los extranjeros supervivientes, no así los catalanes de Julià fallecidos en la contienda, trataban de llegar a sus barcos. Los genovesesm, por su parte, intentaron cruzar a nado hasta Gálata, al igual que el cardenal Isidoro que lo hizo disfrazado de esclavo.
Sobre lo que le ocurrió a Constantino XI existen dos versiones. Según una de ellas murió defendiendo la puerta de San Romano al grito de «¿no hay un solo cristiano en quien pueda apoyar mi cabeza». La otra versión afirmó que un grupo de infantes de marina turco le mataron cuando trataba de embarcarse en una galera en dirección a Morea.
Las tropas de la guardia de palacio del sultán tomaron posiciones en los principales palacios de la ciudad para que no fueran saqueados y al mediodía entró a caballo el mismísimo sultán en la catedral de Santa Sofía, pronto convertida en una mezquita. Los ricos monasterios ortodoxos fueron saqueados por la marinería, que estaba asaltando las murallas desde distintos puntos, antes de que las tropas del sultán pudieran evitarlo. 4.000 griegos murieron durante el asedio y el posterior saqueo. La aristocracia bizantina que no había logrado huir se concentró en la catedral esperando clemencia de Mehmet. A diferencia de lo acontecido cuando los cruzados cristianos habían tomado la ciudad a la fuerza en 1204, la cifra de ejecutados fue bastante baja y primó el pago de rescates entre los gentiles hombres italianos en manos musulmanas. La rendición de Gálata y los castillos periféricos se sucedió a los pocos días.
La caída de Constantinopla, rebautizada como Estambul, supuso la consolidación del Imperio otomano y el punto final a la historia del Imperio bizantino. Roma había muerto por segunda vez y la Edad Media había dado con sus huesos en tierra. El siguiente objetivo de Mehmet II fue la Europa Oriental, la zona de los Balcanes. En 1456 atacó sin éxito Belgrado, que a duras penas se defendió bajo la dirección del caudillo húngaro János Hunyadi. Precisamente Hungría haría durante décadas de estado tapón entre Occidente y Oriente. No en vano, antes de su muerte el sultán otomano incorporó Albania y expulsó a los genoveses del mar Negro.
En 1480, los turcos desembarcaron en el sur de Italia y conquistaron Otranto. El Mediterráneo se convirtió de repente en un tenebroso lago propiedad de la Sublime Puerta en el que la mismísima Roma estaba amenazado. Del asedio de Constantinopla a la batalla de Lepanto las aguas iban a seguir igual de oscuras.

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