sábado, 2 de julio de 2016

El acorazado Maine, leyenda y verdad histórica

El acorazado Maine, leyenda y verdad histórica


Una explosión sacudió al acorazado buque en La Habana, la noche del 15 de febrero de 1898. (Ecured)

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Nada presagiaba tragedia en la noche del 15 de febrero de 1898. La tripulación del acorazado Maine permaneció a bordo, sin bajar a tierra, para evitar desagradables encuentros con los españoles fanáticos, partidarios del colonialismo.
Tres oficiales estaban en un buque fondeado cerca, invitados a cenar. Excepto los tres de guardia, el resto de la oficialidad descansaba en sus aposentos. Charles Sigsbee, el capitán del buque, en piyama, escribía un informe sobre los sucesos del día, que no habían sido muchos.
De pronto, a las 9:40, una explosión sacudió al acorazado. Cuentan que La Habana quedó a oscuras. Asomados a ventanas y balcones, los habaneros pudieron ver, encima del buque, una gigante llamarada. Proyectiles y trozos del barco salían disparados y alcanzaban alturas de 50 metros.
Rápidamente la bahía se llenó de botes de socorro y balsas salvavidas. Muchos de los rescatados murieron antes de recibir atención médica. De los 328 alistados, 254 fallecieron inmediatamente o en las horas siguientes a la explosión. La cifra exacta se constató al deducir los sobrevivientes.
Tres oficiales se contaron entre los decesos, uno de ellos a consecuencias de heridas recibidas en la voladura, como le sucedió a otros cinco alistados.
Según datos de la Marina yanqui, consultados por los historiadores Thomas Allen y Tom Miller, de los poco más de 60 afrodescendientes que integraban la tripulación, solo 22 murieron.
En los primeros momentos, hasta los burócratas de Washington estimaron accidental la causa de la explosión. El cónsul Lee informó a sus superiores que el origen era fortuito y la posible causa, el calentamiento de las municiones, almacenadas cerca de los pañoles de carbón.
El secretario de Marina Long lo calificó de un hecho casual y hasta un vocero de la Casa Blanca coincidió con él. Pero Wall Street y la prensa sensacionalista pensaban distinto. El 17 de febrero, el New York Journal acusaba a España de cometer un sabotaje. Una ilustración reflejaba cómo una mina española unida por cables a tierra había provocado la explosión. Un titular afirmaba: “La destrucción del Maine fue obra del enemigo”.
Tanto Washington como Madrid constituyeron comisiones investigadoras. Ninguna de las dos pudo concretar responsabilidades en la voladura, como reconoció el presidente estadounidense McKinley en su mensaje al Congreso de su país.
Sin embargo, Estados Unidos exigió a España renunciar a la soberanía de Cuba, lo que precipitó la guerra entre las dos naciones. Y para justificar la intervención en la Isla, la prensa sensacionalista y varios historiadores enarbolaron la tesis del sabotaje español en la destrucción del Maine.
Pero las dudas persistieron. Resultaba muy coherente y convincente la tesis del capitán español Pedro del Peral, quien sobre la base de los exámenes de los buzos, argumentó la tesis de una explosión interna en la proa y a la combustión del carbón como causa probable.
Tales inferencias se confirmaron cuando en 1911 se extrajeron los restos del buque y pudo comprobarse que la explosión había ocurrido muy cerca de las carboneras y calderas.
Además, razonaban algunos, los testigos presenciales siempre afirmaron que no se había observado después de la explosión columna de agua alguna ni que se encontraron peces muertos en la bahía, dos cosas que suelen suceder cuando se produce una explosión subacuática.
Entretanto, el capitán Sigsbee, quien se estaba jugando su carrera si se probaba que era un accidente, jamás volvería a comandar una nave, se aferró a la tesis del sabotaje externo español y devino cita recurrente en los partidarios de esas tesis.
Como lógica reacción, varios periodistas e historiadores españoles respaldaron, entonces y después, la tesis del autosabotaje yanqui, pues desde hacía tiempo la nación norteamericana buscaba un pretexto para intervenir en Cuba.
Pero llegaron a extremos risibles, como afirmar que la mayoría de la tripulación estaba compuesta de negros y que todos los oficiales se hallaban en tierra o en otros buques en el momento de la explosión. No obstante, en Cuba hubo quien repitió miméticamente esa versión.
Tras décadas de agrias polémicas entre publicistas españoles y estadounidenses, en 1976, durante la administración Carter, una comisión de expertos encabezada por el almirante Hyman Rickover sometió a análisis toda la información disponible.
Dicha comisión reconoció: “No hemos encontrado ninguna certeza técnica en la documentación examinada de que una explosión externa iniciara la destrucción del Maine”. Y concluyó, como la causa probable, “el calor de un incendio en la carbonera”.
La polémica, en cambio, aún prosigue en nuestros días. Pero, independientemente de que su origen haya sido intencional o fortuito, externo o interno, lo que le da trascendencia histórica a la destrucción del Maine fue la manipulación que del hecho se hizo.
Se preparó emocionalmente a la opinión pública para que, a partir de fabulaciones y calumnias, apoyara la guerra que se venía preparando. Y cabe preguntarse: ¿Volverá a repetirse esta historia en un puerto cercano o lejano del llamado Tercer Mundo
AUTOR. PEDRO ANTONIO GARCÍA FERNÁNDEZ
Periodista apasionado por la investigación histórica, abierto al debate de los comentaristas.

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