martes, 21 de febrero de 2017

UNA FOTO...

Una foto...



Imaginad la escena: fotógrafo blanco, famoso, bien alimentado, bien descansado (buen hotel, buen baño, buen servicio), con su buena cámara al hombro y la mirada escrutando a su alrededor buscando cuál sería la mejor foto, la más impactante, la que mejor se vendería en el primer mundo, la más aplaudida, la más premiada…
Enfrente, a pocos metros, una niña africana, sudanesa, se muere literalmente de hambre. Desesperada, hunde su carita en el polvo de un paisaje desolado, sin vegetación, un espacio carcomido por la sequedad de la falta de lluvias. Piernecitas esqueléticas que apenas sirven para soportar su cuerpo famélico, un estómago inflamado por el hambre y cabeza desproporcionadamente grande; la niña adopta una posición de desesperación, de sumisión, de derrota.
Detrás, a escasos metros, un buitre carroñero espera sin prisas, expectante, sabiendo que su victoria está cerca. No se mueve por miedo a que su presa huya.
El hombre blanco espera con su cámara preparada y la paciencia de los grandes fotógrafos: sabe esperar, tiene mucha experiencia. Además, espera sentando.
Espera durante 20 minutos, preparado. Tiene la ilusión de poder captar una imagen aún más vendible que la de la niña derrotada; espera por una imagen más impactante, más aplaudida, más premiada: el aletear de las alas del buitre dando cuenta de su presa, el abrazo macabro de la muerte. ¡Ésa si que sería una gran foto, la foto de su vida!
Pero el buitre no colabora; sólo espera, sin prisas, sabiendo que el resultado final será un manjar indefenso.
El fotógrafo, aburrido, abandonó la escena a los 20 minutos; se alejó de allí con la sensación del buen trabajador: había ganado su salario.
De él sabemos su nombre: Kevin Carter. De ella no volvimos a saber nada, ni su nombre ni qué pasó después de aquellos 20 minutos. La foto fue portada de The New York Times y ganó un Premio Pulitzer.
A los dos meses de obtener su premio, Carter se suicidó.
Alfredo Webmaster

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