domingo, 16 de abril de 2017

Espíritu temporal del ser americano

Espíritu temporal del ser americano

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Publicado el: 8 abril, 2017
benjamin franklin
El tiempo biológico es el mismo para la vida real y material, pero es diferente para la vida de los hombres. Naturaleza y hombre se entrecruzan como un diálogo de espejos hasta configurar el cuerpo de la cultura. Así pues, el tiempo existe antes que los hombres, sin embargo, la concepción del tiempo es cultural, es decir, el modo en que los hombres de todas las civilizaciones han abordado y escudriñado el fenómeno del tiempo ha variado, dependiendo de la intervención de su visión del mundo, de la vida, de la realidad y de lo sagrado; de suerte que el tiempo mismo es asimilado de modo distinto por cada cultura y época. Por ejemplo, para el hombre caribeño, el tiempo transcurre de modo diferente a como discurre para el europeo, el norteamericano o el oriental.
El concepto del tiempo que tenemos es una invención reciente: no ha existido siempre. Existe desde antes del surgimiento del universo y del hombre, pero la conciencia que tiene el ser humano de su existencia y poder es un descubrimiento no antiguo sino medieval, acaso moderno. Solo que para entonces esa experiencia que posee el hombre era más lenta y parsimoniosa. Pero se aceleró con el surgimiento de la revolución industrial; se volvió, en efecto, nuestro dictador: el tirano de nuestras vidas. El sentido y el valor del tiempo, para nuestros ancestros, era distinto al nuestro. En tal virtud, surge la idea de responsabilidad ética del tiempo. O más bien, la de la ética del tiempo personal y del otro. Instituciones e instancias como la fábrica, la oficina o la empresa acentúan la importancia del tiempo. De modo pues que, con el desarrollo del capitalismo, se ordenó la dinámica del tiempo.
Sin el aceleramiento del tiempo de trabajo laboral hubiera sido imposible el desarrollo capitalista e impensable el progreso del mercado y la industria. Por ejemplo, entre el trabajo manual y el trabajo intelectual se operó una diferencia entre la mano y la mente, que determinó el rendimiento del producto final.
El peor enemigo del tiempo es el ocio, o acaso, su otra cara: el trabajo. Quizás son los niños los que viven de espaldas al tiempo y su transcurrir, pues no tienen desarrollado el concepto o el sentido del tiempo, y de ahí que para ellos el tiempo no existe, o no lo perciben sino como un estado estático del cuerpo y del espíritu. Eso se debe a que, al jugar, el niño, siempre olvida el paso del tiempo, y de ahí que siente que es una eternidad su movimiento. Cuando éramos niños sentíamos que la época de Navidad se tomaba una eternidad, pero cuando somos adultos percibimos que transcurre a una velocidad espasmódica. Ahora sentimos que el tiempo dura un relámpago, pues ese mismo tiempo, cuando éramos infantes, tenía la misma duración, pero no la sentíamos o percibíamos, ya que no teníamos conciencia del transcurso del tiempo, y mucho menos sentíamos el paso de los años ni su efecto sobre nuestros cuerpos. Es decir, no nos percatábamos del envejecimiento ni de la maduración de nuestros rostros. Si el tiempo real no es percibido por la experiencia sensorial de la infancia, similar experiencia también se siente en la vida rural, pues aunque el tiempo es el mismo, la vida social de las personas hace que transcurra más rápido. En efecto, la inmensidad del tiempo, su inconmensurabilidad y velocidad, son imperceptibles desde la niñez y desde determinadas geografías rurales.
El tiempo muerto -o las horas muertas- no es sinónimo de vacío, sino de significación y espacio a la vez para la contemplación y la reflexión. De ahí que, para el oriental, el tiempo de espera no es una tortura, como lo es para el europeo o el americano. Si bien el oriental tiene conciencia del tiempo, difiere del occidental, en el ritmo del trabajo cotidiano. El oriental capitaliza el vacío y disfruta del silencio, que le sirve de experiencia de vida, y aprendizaje de la contemplación, la lentitud y el reposo , dominios ajenos al hombre occidental, quien, en cambio, le tiene horror al silencio, pues le aburre y hastía. En ese sentido, la vacuidad budista no es un pensamiento en blanco, sino un tiempo de autorrealización y autoconciencia del yo, que le permite al individuo alcanzar su estado de felicidad buscado, es decir, su satori.
La industrialización de la vida moderna le confiere un sentido particular, nuevo, al tiempo, a su utilidad y productividad. Cuando no existían el avión, el barco, el automóvil o las máquinas, el tiempo era más natural que en el presente, que se ha vuelto cada vez más artificial. Después de la invención de estos instrumentos y aparatos, el tiempo se ha hecho más artificioso y mecánico, es decir, se ha deshumanizado, al maquinizarse. Las jornadas extras de trabajo, los incentivos económicos y los márgenes de beneficios de los trabajadores han acelerado, vertiginosamente, el transcurso del tiempo de los relojes: no el tiempo interior e individual del hombre, sino el tiempo colectivo y social. Para el norteamericano, el tiempo es dinero (“Time is money”), lo que quiere decir que tiene más valor que la mercancía misma, y representa una especie de filosofía de la riqueza, y la base del progreso material, individual, social y familiar. Si el ahorro es el origen de la riqueza, según Adam Smith, también podemos afirmar que el empleo racional del tiempo es la fuente de la riqueza. Por eso el respeto, como si fuera un dios, que le tiene el anglosajón al tiempo. Así pues, la filosofía moral del tiempo para el americano tiene un valor ético. Por consiguiente, el precio del tiempo es el fundamento de la religión protestante americana, y acaso, también de su filosofía pragmática. En cambio, para un anarquista, como Thoreau-quien se negó a vivir en la ciudad (prefirió vivir en el bosque), a tener cédula y pagar impuesto-, el tiempo no existe: vivió de la contemplación plácida de la vida rural y del disfrute del reposo. Igual estilo de vida asumió la poetisa Emily Dickinson, al vivir una existencia de anacoreta, como una ermitaña, y esto le permitió escribir una poesía del silencio, nutrida de la contemplación serena y cargada de magia, similar a esa sabiduría que destila la poesía primitiva americana, y que influyó, a mi juicio, en Robert Frost, esa tradición mística agraria americana -que antologara magistralmente el poeta y sacerdote Ernesto Cardenal. En cierta tradición poética americana está latente la respiración del mundo cósmico primitivo y la captación de la atmósfera no urbana (con la excepción de Carl Sandberg), sino ese clima existencial que gravita sobre la tradición incluso aforística -de la que es deudora Dickinson- y a la que pertenecen Benjamín Franklin, y aun, el otrora pelotero de los Yankis, Yogi Berra.
Los antiguos medían el tiempo diurno y cósmico con el sol, y el nocturno, con las fases de la luna. De ahí que inventaran el reloj de sol, y también el de arena, pero tenían un concepto natural e ingenuo del tiempo. De modo pues, que si el tiempo es absoluto, su concepción es relativa, pues está determinado por la cultura humana y por la época histórica.

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