La cruel muerte del asesino de Lincoln a manos del ejército americano tras una gran cacería humana
El 26 de abril de 1865, John Wilkes Booth se negó a rendirse ante los soldados de los Estados Unidos. Tras intentar quemar el granero en el que estaba escondido, los militares acabaron con él a sangre fría
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La noche del 14 de abril de 1865 comenzó de forma habitual para Abraham Lincoln, el décimosexto presidente de los Estados Unidos. Después de firmar el indulto de un espía confederado partió hacia el Teatro Ford (en Washington D. C.), donde tenía previsto asistir junto a su esposa a la obra «Our american cousin» («Nuestro primo americano»). Aunque se retrasó, llegó sin problemas al edificio y subió al palco para disfrutar de la representación junto al mayor Henry Rathbone y su prometida. Una vez en su asiento, se relajó y se dispuso a disfrutar del espectáculo. La velada parecía tan tranquila que hasta su guardaespaldas acudió a un bar cercano para tomarse una copa. ¿Qué es lo peor que podía pasar?
Cuando las manecillas del reloj marcaban aproximadamente las diez y cuarto de la noche se desató el infierno. En mitad del tercer acto, un disparo desconcertó al público. Los que alzaron la mirada pudieron ver que el presidente había caído al suelo tras recibir una bala en la parte posterior del cráneo. Se acababa de perpetrar un magnicidio. El más conocido de toda la historia de los Estados Unidos. Segundos después, y para asombro de los presentes, una figura se arrojó desesperada desde el palco.
El desgraciado no era otro que John Wilkes Booth, el asesino. El salto le costó caro, pues sus espuelas se engancharon en una de las banderas colgadas y provocaron que se partiese el peroné durante el descenso.
«Después de atacar a Abraham Lincoln, Booth se lanzó bruscamente sobre el escenario. Luego gritó “¡Sic semper tyranis!” (“¡Así siempre a los tiranos!”). Otros afirman que también dijo que el sur había sido vengado. En todo caso, después se marchó mientras alguno de los presentes trataba de detenerle sin éxito. Era actor y adoraba ser el centro de atención, así que no quiso perder la oportunidad de que todos le conocieran», explica a ABC José Luis Hernández Garvi, divulgador histórico y autor de «Magnicidio. Crónica negra de los presidentes asesinados en Estados Unidos» (Luciérnaga, 2018).
Aquel fue su gran error. En lugar de marcharse sin armar barullo y aprovechar el desconcierto, Booth se dio a conocer a gritos y se destacó como la cara más reconocible de una operación orquestada durante semanas por varios conspiradores. A partir de entonces, y durante doce días, el ejército de los Estados Unidos organizó una gran cacería humana que solo finalizó cuando un soldado acabó con la vida del magnicida a sangre fría y por la espalda. Todo ello, después de prender fuego al escondite en el que se hallaba.
El mismo asesino dejó constancia de este periplo en su diario: «Después de ser perseguido como un perro por pantanos, bosques y la noche pasada ser perseguido por lanchas cañoneras hasta que me obligaron a regresar, calado, helado y hambriento y teniendo a todo el mundo contra mí, estoy aquí en un estado de desesperación».
El principio de todo
La huida de Booth comenzó tras su aparatosa caída. Aquel 14 de abril, mientras el público observaba el asesinato que se acababa de producir, el antiguo actor se dirigió hacia la parte trasera del teatro y golpeó con el mango de su cuchillo al encargado de recibir a los invitados. A continuación se subió a su caballo e inició una carrera contra el tiempo. Mientras, la mayor parte del público se quedó petrificado. De hecho, uno de los pocos que reaccionó fue el mayor Rathbone. Desesperado, el militar gritó de forma vehemente. «¡Detengan a ese hombre!». Por desgracia, sus alaridos no sirvieron de nada. Y es que, cuando los espectadores reaccionaron ya era tarde.
A continuación, el caos cundió en el Teatro Ford. Después de la carrera de Booth, dos médicos que se encontraban entre el público subieron apresuradamente al palco para tratar de salvar al presidente. Y lo cierto es que lograron regalarle a Lincoln unos minutos más en el reino de los vivos retirándole el coágulo que se había formado sobre su herida.
«Gracias a su rápida intervención consiguieron que volviera a respirar, antes no tenía pulso», señala Garvi en su obra. Acto seguido, el político fue trasladado hasta una pensión ubicada en las cercanías del teatro. Allí fue precisamente donde falleció durante la noche y donde el secretario de Guerra, Edwin Stanton, se puso de forma momentánea al frente del país.
Horas después, desde el gobierno se estableció una recompensa de 100.000 dólares por el asesino y se inició una gigantesca operación de búsqueda por toda la región. «Cada salida de la ciudad estaba vigilada, los trenes que salían eran detenidos y registrados, la policía montada y la caballería patrullaban las calles», explica Nicholas Vulich en su obra «Asesinar al Presidente. Asesinatos presidenciales e intentos de asesinatos». A su vez, el miedo a que los confederados atacaran por sorpresa hizo que «los fuertes cercanos fueran puestos en alerta y se entregaran armas a los soldados».
Trágico viaje
El dolorido Booth abandonó Washington a todo galope en dicción a Maryland. Su objetivo no era otro que ponerse a salvo y reunirse con el resto de conspiradores, cada uno de los cuales había recibido órdenes de matar a un miembro diferente del gobierno de Lincoln para crear el caos. Lo que no sabía es que sus compañeros habían fallado estrepitosamente. «Pretendían llegar a una zona apartada de espesos bosques en la que podían encontrar refugio y la ayuda de la población simpatizante de la causa del Sur antes de llegar a Virginia», completa Garvi en su obra.
Esa misma noche, el magnicida se encontró con David Herold (otro de los conspiradores). Ambos hicieron su primera parada horas después en una posada ubicada a 20 kilómetros de Washington que estaba regentada por Mary Surratt, también partidaria de la causa sudista. Arribaron a su destino a eso de la medianoche y, como estaba previsto, hallaron en el lugar todo tipo de vitales provisiones para continuar su huida. «La Señora Surratt informó al tabernero de que dos hombres llegarían aquella noche. Debería tener a punto dos carabinas, los prismáticos de Booth y dos botellas de whisky para cuando ellos llegasen», añade Vulich.
Los conspiradores pasaron la siguiente jornada huyendo a través de caminos secundarios y apartados para evitar ser cazados por los soldados del ejército americano.
Sin embargo, Booth sabía que no podía esperar mucho para ver a un médico, pues su pierna había quedado muy dañada a causa de la caída. ¿Qué hacer? Al final, ambos hallaron una extraña solución. En la tarde del 15 de abril se presentaron en la clínica del doctor Samuel Mudd con una curiosa historia que no levantó sospechas. «Mientras cabalgaba a toda velocidad, el caballo de Booth se ha caído sobre él y tiene la pierna rota», afirmó Herold. El engaño salió a pedir de boca, pues el galeno se prestó a tratar y vendar la herida. Tras descansar unas horas, salieron de allí a toda velocidad.
Más amigos
El domingo, de buena mañana, la pareja arribó a la casa del capitán Samuel Cox, partidario del resurgimiento del Sur. Desesperado como estaba, Booth pidió al militar que les ayudara a cruzar el río Potomac (ubicado al sur de Washington) y que les diese comida y bebida. El oficial se mostró reticente en principio, pero al final aceptó. Con su ayuda pasaron algún tiempo escondidos en los bosques cercanos.
Posteriormente, su nuevo «amigo» les llevó hasta la casa de un tal Thomas A. Jones, también seguidor de la causa confederada. El día 21, tras una semana ocultos en su granja, Booth y Herold atravesaron al fin aquella corriente de agua infernal en un pequeño bote. Esa misma jornada, el mismo magnicida describió en su diario los dolores de cabeza que le estaba generando esa cacería humana:
«Después de ser perseguido como un perro por pantanos, bosques y la noche pasada ser perseguido por lanchas cañoneras hasta que me obligaron a regresar, calado, helado y hambriento y teniendo a todo el mundo contra mí, estoy aquí en un estado de desesperación. ¿Y por qué?, por hacer lo mismo por lo que se rindió homenaje a Brutus, por lo mismo por lo que Tell se convirtió en un héroe. Y sin embargo yo, por matar al mayor tirano que jamás se haya conocido, soy considerado como un vulgar asesino. Mi acción fue más pura que cualquiera de las suyas... tengo un alma demasiado grande para morir como un criminal».
No le faltaba razón ya que, como explica Garvi en «Magnicidio», las autoridades organizaron una «operación policial sin precedentes» en la que se «movilizaron miles de soldados» enviados desde Maryland. Por su parte, Vulich añade que la unidad que más trabajó para capturar a los fugados fue el 16º Regimiento de Caballería de Nueva York.
Atrapados
El sábado, después de cruzar el Potomac, Booth y Herold iniciaron de nuevo su triste periplo. Aunque, en este caso, se dirigieron hacia una granja ubicada en Bowling Green que era propiedad de un tal Jack Garrett.
Lo que desconocían es que alguien les había visto cruzar el río y había informado de su paradero al 16º Regimiento de Caballería de Nueva York. Sin saber que su pesadilla estaba a punto de empezar, los conspiradores llegaron a su nuevo escondrijo y se pusieron cómodos. Según les parecía, era imposible que nadie les descubriese. Para su desgracia, estaban muy equivocados.
El día 26, mientras la pareja descansaba en el establo, los soldados de la Unión llegaron a la vivienda con ansias de venganza. Al frente de la unidad se destacaba el teniente Edward P. Doherty quien, después de preguntar a Garrett sobre sus dos improvisados «inquilinos», le ordenó dirigirse hacia la puerta del edificio que usaban para esconderse y que les instara a rendirse. «Garrett dijo a los dos hombres que los soldados prenderían fuego al establo si no se rendían», desvela el anglosajón en su obra.
Booth estaba resuelto a combatir, pero parece que su compañero no demasiado. En ese momento sus caminos se separaron, pues el magnicida permitió a Herold salir y entregarse a las autoridades. «Hay un hombre aquí dentro que está deseando rendirse», afirmó. Mientras, él preparó sus armas para vender caros los últimos instantes de su vida.
Cruel muerte
Pero el teniente no pretendía, ni mucho menos, ordenar a sus hombres que entrasen fusil en mano. Y es que, aunque estaba seguro de que era la forma más rápida de acabar con el magnicida, también sabía que pondría en peligro la vida de muchos de sus hombres.
Al final, Doherty ordenó a Garrett que apilase follaje alrededor del establo en el que se escondía Booth y le prendiese fuego para obligarle a salir de allí. Para entonces los soldados de la Unión se habían rendido al nerviosismo y la ansiedad. ¿Y si el asesino escapaba? ¿Y si se quedaba sin castigo? Todo ello debía rondar sus cabezas cuando un disparo resonó por toda la granja y, tras él, cayó a plomo el cuerpo del magnicida. La bala, al parecer, salió del revólver del sargento Boston Corbett, quien atacó por la espalda al criminal. Según explicó después, no dudó en darle su justo castigo cuando observó que le tenía a tiro.
«[Cuando el fuego comenzó Booth] estaba de pie en medio del establo, y supuse que iba a intentar salir de allí. Estaba convencido de que era el momento de disparar y apunté bien con mi revólver apoyado en el brazo y le disparé a través de un gran agujero en el establo .... le herí en el cuello, en la parte posterior de la oreja, y la bala salió por un orificio un poco más arriba, por el otro lado de la cabeza».
Con todo, Booth no murió por los disparos. Su sufrimiento se extendió durante dos horas más en las que, atendiendo al autor anglosajón, sufrió un «dolor insoportable». Falleció a eso de las cinco de la madrugada, tras ser sacado del establo en llamas y después de que se le trasladara al porche de la casa de Garrett. Durante este tiempo, todavía tuvo tiempo de mascullar sus últimas frases: «Digan a mi madre que he muerto por mi país y que... hice lo que creí que era lo mejor». A continuación, y casi con un hilo de voz, dejó escapar dos palabras «Inútil, inútil».
Luego abandonó este mundo tras doce días de cacería. Entre sus pertenencias encontraron nada menos que tres revólveres, un puñal y una honda.
Tras morir, el cadáver de Booth fue llevado hasta Belle Plaine. «Allí lo embarcaron a bordo del acorazado fluvial “USS Montauk”, que lo llevó hasta Washington para practicarle la autopsia. Sobre la mesa del depósito, el cuerpo del magnicida fue identidicado por más de diez personas que lo habían conocido en vida. Durante el examen forense también se le encontró un tatuaje con sus iniciales en la mano izquierda y un lunar característico que tenía en la parte de atrás del cuello», finaliza Garvi en su obra.
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