[Más de una docena de textos esenciales de la narrativa breve dominicana, siglo xx]
Del Sena al Camú
Si nos aventuráramos a trazar una línea casi recta desde las noches parisinas, en las que Tomás Hernández Franco da forma y cincela los textos de su libro El hombre que había perdido su eje (1926), hasta las mil veces borradas riberas del Camú, donde Pastor de Moya urde Buffet para caníbales (2001), podríamos rastrear los primeros pasos del cuento dominicano. Juan Bosch, considerado como el gran estilista de nuestra cuentística, escribiría su primer cuento (“La mujer”) en el año 1932; y se animaría a publicar Camino real, el 24 de noviembre de 1933.
Mucho antes de Bosch, en los albores del siglo y con mucho tiempo de anticipación a una sistematizada práctica escritural del género en el continente, y mucho antes del famoso decálogo del uruguayo Horacio Quiroga —quien a la sazón tenía apenas 25 años—, José Ramón López sacaba a la luz su libro Cuentos puertoplateños (1904). Años más tarde, en 1923, en El Mundo de México, Pedro Henríquez Ureña publicaba sin firma sus Cuentos de la Nana Lupe. Más o menos para la misma época (1925), en la que Tomás Hernández Franco publicaba su emblemático libro.
Después, y esto es un tomo repetido, viene la historia maniquea que orilla y manipula; aquel afán de saldar, de alguna forma, viejas rencillas: se han urdido tantas antologías como crecidas ha tenido el Camú, borrando y sepultando bajo el lodo a más de un excelente narrador. Pero, por supuesto, eso no es más que agua pasada.
Baní no era una fiesta
La comunicación viajaba en barco de vapor, las muchachas no salían a pasear sin chaperonas y, por cualquier quítame esta paja, un general se alzaba con un bando; Santo Domingo era algo menos que tres cuartos de isla, rural y aislada, superpoblada por pequeños islotes de poder y montoneras; sus escritores hacían vida cultural y, unos más que otros, con su sed de infinito, bebían de las fuentes más a mano para captar a pincelazos limpios el color y el perfume de la época.
No debemos dejar pasar por alto que, desde el 29 de agosto de 1916, Santo Domingo había sido ocupada por el ejército de los Estados Unidos, presencia que se mantuvo hasta finales de julio de 1924, cuando los Marines salen definitivamente del país. Para esos mismos días, si se recuerda, era dado a conocer en París, con ilustraciones de Jaime Colson el extraño libro de Hernández Franco, y en La Habana, Ricardo Pérez Alfonseca hacia otro tanto con El último evangelio (1927). Mientas que, en la isla, Juan Bosch un mozalbete que apenas calzaba pantalones largos, comenzaba a publicar sus primeros textos y poemas bajo el seudónimo de Rigoberto de Fresni.
En 1932 escribe “La mujer”, que aparecerá un año después en Camino real, libro que inaugura, indiscutiblemente la cuentística formal dominicana. Tanto estilísticamente, como por el ritmo y el enfoque con los que el autor se enfrenta al texto y a la época que vive su país y el mundo que conoce, los textos de Juan Bosch plantean una distancia abismal con el trabajo realizado por los escritores dominicanos de entonces y, muy importante, podían advertirse lazos comunicantes con lo que ya acontecía en la tierra ancha del continente.
Para ese entonces, Trujillo ni soñaba en devenir como sanguinario personaje de ficción. Marcio Veloz Maggiolo y René del Risco jugarían tal vez, para la época, a la cascarita o a las escondidas. El tiempo de la efervescencia en el continente de las letras le tocó, entre otros, a Ramón Marrero Aristy, Néstor Caro, Julio Vega Batlle, Ramón Lacay Polanco, y Ángel Rafael Lamarche, quien, como un testimonio de su divagar por el mundo daría a la estampa Los cuentos que Nueva York no sabe, en 1949 en México. La sangre ya llegaba al río, y en octubre de 1937 los gendarmes de Trujillo tintaban las aguas del Masacre. Bajo presión y acoso, se escribía, se urdían historias. Unas salían a la luz, otras, sencillamente, preconizaban lo que no se podría cubrir con velos de seda. En tanto, en Nicaragua, Venezuela y Cuba, los Somoza, los Pérez Jiménez y los Batista, también comenzarían a hacer de las suyas.
Todo acontecía a ritmo inusual. Como en el cine, con planos contrapuestos y, aunque eran muy primarios los medios, se transmitían los lazos comunicantes. Entre los años en que el colombiano Gabriel García Márquez escribía Los funerales de La Mamá Grande, el argentino Julio Cortázar publicaba su Bestiario (1951); Juan Rulfo en México, El llano en llamas (1953); el guatemalteco Augusto Monterroso, Obras completas y otros cuentos (1959), y Roa Bastos en Paraguay, El trueno entre las hojas (1953); otro tanto hacía Juan Bosch (sus libros La muchacha de la Guaira (1948), Cuento de Navidad (1955) y Apuntes sobre el arte de escribir cuentos (1956), veían la luz en La Habana y en Santiago de Chile). En Santo Domingo, en pleno montaje de la Feria de la Paz y la Confraternidad del mundo libre, harían su aparición Cibao (de Tomás Hernández Franco,1951), Cuatro cuentos (de Hilma Contreras, 1953), Un día cualquiera (de Virgilio Díaz Grullón, 1958), El candado de Sanz Lajara, 1959) y, precisamente Bosch, en el exilio, más o menos por los mismos días, escribe “La mancha indeleble”.
Versiones y perversiones
Para el preciso instante en que quizás nacía Malcolm X en Estados Unidos y moría Sun Yat Sen en China, Hernández Franco, ya de regreso a su patria, publica su libro Cibao. Un conjunto de narraciones donde el lenguaje cargado de poesía y musicalidad anuncia con madurez y aplomo el nacimiento de un saludable cuento dominicano. “Anselma y Malena”, narrado sin afectación ni falsas poses, nos transporta hasta los días de las montoneras, en que los generales eran dueños y señores, y la mujer casada no tenía otra obligación que “La eterna fidelidad al marido que debía demostrarse con la eterna imposibilidad de gustar a otro hombre. Además de esa obligación obvia —reforzaba el narrador—, los deberes y derechos de una mujer casada no variaban mucho de los de una buena ama de llaves de confianza”.
Y llegará el instante, colindando tal vez con aquellos días grises, en los cuales el comandante Enrique Jiménez Moya, desde las frías sierras de Constanza alzaba su voz contra la ignominia y el desdén personificados en el tirano y su corte, José Mariano Sanz Lajara, eterno caminante y promotor del régimen daba a conocer El candado. Un libro prácticamente desconocido o ignorado por varias generaciones de dominicanos, en el que con un lenguaje traslapado y aparentemente inocentón nos plantea una especie de parábola que, sin lugar a duda, en el terreno del texto cuestiona y se opone a la ideología que el autor juraba representar en su gestión de embajador del tirano.
“Hormiguitas” constituye “una verdadera joya de la cuentística dominicana” (A.L. Mateo). No hace falta gran esfuerzo para entender quién era ese ‘coronel metódico y valiente’ que se levantaba todos los días a la misma hora, y comandaba un pueblo que “era limpio y ordenado, un grupito de casas a la orilla del mar, rodeado de palmeras y de cocos. El desenlace abierto de la historia es todo un poema…
El 31 de diciembre de 1960, 35 días después del asesinato de las hermanas Mirabal, Juan Bosch escribe “La mancha indeleble”, su pieza más redonda y perfecta. Si bien, desde la publicación de Camino real, en 1932, Bosch mostró las credenciales necesarias para abordar el género con una limpieza estilística y un proverbial manejo del lenguaje que, junto al equilibrio y el buen manejo con el que aborda la historia, justifican que más de una connotadas figura las letras le otorgue el título de maestro y se le cite entre los cimeros escritores de América.
El 30 de mayo de 1961, en una emboscada en la carretera de San Cristóbal, amigos y enemigos del tirano ponen fin a su insana vida. El país, adormecido y expoliado por más de 30 años, comienza a desperezarse; las letras también. Todo lo que durante ese tiempo estuvo prohibido, súbito, sale a flote. Se siente en las calles. Y se escribe, se escarban las historias traslapadas o perdidas adrede. Nuevos aires transitan sobre los caminos y los puentes.
Los demonios de la lengua
René del Risco Bermúdez sale de las ergástulas de la tiranía donde, por más que le pisotearon, nunca pudieron borrarle su pinta de buen conversador y meticuloso urdidor de historias. Armado de magníficas lecturas y dueño de una impecable técnica de narrador, bajó una tarde al mar a tutearse con los peces y medusas. En su efímero tránsito por nuestras letras dejó uno de los textos más entrañablemente venerados por generaciones de dominicanos. “Ahora que vuelvo Ton”, nostalgiando en los días de la adolescencia de un macorisano, plantea una especie de ajuste de cuentas con lo que se fue y ya no se es:
“¿Y sabes, Ton, que una vez pensé en ustedes? Fue una mañana que íbamos a lo largo de un muelle mirando los yates y vi un grupo de muchachos despeinados y sucios que sacaban sardinas de un jarro oxidado y las clavaban a la punta de sus anzuelos” … (Ahora que vuelvo, Ton)
Liquidados los remanentes del trujillismo, en 1962, por primera vez en 30 años, el pueblo dominicano concurre a las urnas. Siete meses duró el ensayo, la iglesia, la burguesía y los remanentes del trujillismo hicieron saltar del poder al autor de “La mancha indeleble”. Volverían a soplar aires de guerra y, por segunda vez en el siglo, los marines posarían sus botas sobre la tierra humedecida por la sangre. Y, como en las gestas heroicas, los escritores de la época se vieron en medio del ruedo, intercambiándose pluma y fusil, empeñados en sacar un conejo negro de la chistera blanca, torpemente empuercada por los mismos de siempre. Al partir, como en la ocasión anterior, dejaron su sello. Esta vez se apellidaba Balaguer.
Pero esa es otra historia que alargaría demasiado nuestro cuento.
La mañana del 4 de abril de 1972, yo terminaba de tramitar mi selección de notas para el segundo semestre del Colegio Universitario; tomé la guagua y abandoné el recinto. Minutos después entraron ellos y convirtieron a una muchacha casi anónima en un símbolo que recorrió el mundo en brazos de su hermano, moribunda. Sagrario Ercira Díaz pudo haber sido sólo un nombre más. Sin embargo, Roberto Marcallé Abreu, en un relato descarnado hasta el vómito, tuvo el pulso de congelar este momento espeluznante de la historia civil de la República Dominicana.“Las pesadillas del verano”, navegando en los litorales de la crónica periodística y la ficción, plasma en blanco y negro una imagen perdurable del despotismo y la ignominia
“La universidad. La universidad, la estatua de la mujer también da vueltas en torno a mí; mis lentes se desprenden, caen, se rompen, veo vidrios transformados en mil pedazos; ya no veo; trato de alcanzar a Fidias; el gas lacrimógeno me llena los ojos” … (Las pesadillas del verano)
En 1978, batiendo un bien templado tambor pluralista, y haciendo galas de un excelente dominio no sólo en los linderos del poema o de la música, entra en el ruedo Manuel Rueda. De un plumazo le otorga voz a la mujer que, sin alardes ni alaracas, asume el rol que hasta ese instante le había sido escamoteado. “De hombres y de gallos”, transitando por los baldíos que florecen entre lo urbano y lo rural, pone en escena a una mujer que, abiertamente se rebela contra la estampita de la abnegada esposa que, a decir del narrador omnisciente de “Anselma y Malena”, no tenía otra obligación “que la eterna fidelidad al marido”.
“De los dos hombres que me cortejaron Inocencio era el mejor. Lo dije ya. De mayor valimiento, no hay quien lo dude […] pues los gallos no son hombres al fin, aunque así lo parezcan, y menos cuando hay que responderle a una mujer y disputársela” … (De hombres y de gallos)
Llegados los ochenta, Balaguer, el Partido Revolucionario Dominicano, los huracanes del Caribe y el precio del petróleo cada día encareciendo más la vida y las relaciones de los individuos, no impiden que Marcio Veloz Maggiolo logre configurar en uno solo al ser que ama y al amado, de ida y vuelta. Gabriel y Emilia, en un relato envolvente, sobrecogedor (“La fértil agonía del amor”), llegan a compenetrarse tanto que terminan encarnándose el uno en el otro, intercambiándose los roles y las actitudes:
“Mis labios sintieron el nacimiento del bigote azulado; soñé que me enamoraba de mí misma, porque Gabriel era yo, y yo Gabriel; sudaba, temblorosa o tembloroso, por así decirlo, porque mi sexo empezaba a cambiar” … (La fértil agonía del amor)
La mayoría de edad del cuento dominicano ha llegado, no caben dudas.
De pérdidas y hallazgos
Imperturbable, mofándose de los alisios que intentan despeinar sus velas, el cuento dominicano tomó su gran empuje. Un ejército de narradores, curtidos en el oficio, comienza a publicar o redondea, pule y esmerila sus mejores piezas. Entre ellos, Virgilio Díaz Grullón, quien ya a mediados de los cincuenta había enseñado sus garras con textos como “Edipo, Círculo”, “Vecindad” y “Más allá del espejo”; en 1981, da cuerpo a “La enemiga”, un texto corto, perfecto, punzante. Una verdadera pieza de orfebrería que, valiéndose de una asombrosa economía de recursos, nos relata el nacimiento de un pequeño monstruo capaz de descuartizar la muñeca de su hermanita:
El tiempo apremia, lo fantástico, el fluir de conciencia y todas las técnicas del cine, de la música, de la fotografía, y hasta de la simple artesanía, pasan a ser herramientas utilizables por los narradores dominicanos. José Alcántara Almánzar se encarna en la psiquis de un fisgón que le da con clavar sus ojos por entre las ventanas y cortinas del vecindario, para contabilizar y solazarse en los más íntimos secretos de sus moradores. Descubre algo asombroso y perturbador, pero la historia no termina ahí, “Ruidos” no hace otra cosa que señalarnos el camino por el que transitan los hallazgos y las conquistas de los orfebres del nuevo cuento dominicano:
¿Y qué del tirano y su sainete?
Pedro Peix, más Pedro Peix que nunca en “Pormenores de una servidumbre”, haciendo gala de un excelente manejo del nivel de lengua, un equilibrado y dinámico ritmo, le ajusta cuentas a la burocracia trujillista. Como un hurón, contraponiendo planos, valiéndose del humor, la ironía, y una sorna que mandan madres, nos lleva a conocer los más bajos fondos de la degradación humana. Trozos del nunca bien llorado Foro Público, llamadas telefónicas, violaciones, grabaciones, zancadillas, extorsiones, amenazas, burla, befa:
“Más que sorprendente, resulta vergonzoso que un alto funcionario como el licenciado Lotario Montaño y Carvajal haya embargado moralmente su hogar para asentar en clandestina mudanza a una manceba nacida en arrabal y al otro lado del río” … (Pormenores de una servidumbre)
Y hablando de aromas y fragancias, en el 1988, Ángela Hernández Núñez nos desvela ciertos derroteros de “Cómo recoger la sombra de las flores”. Interpolando planos, puntos de vista, y con un vertiginoso ritmo nos inserta en el centro del conflicto de una familia tradicional que lucha por encontrarle respuesta al repentino desquiciamiento de la hija, que comienza a desvariar ante la partida del esposo para Nueva York:
“Faride había enloquecido y caminaba desnuda por las habitaciones haciendo gestos pornográficos, Faride estaba pudriéndose de cáncer, tenía el rostro comido por los rámpanos, por cualquiera de estas causas la teníamos enclaustrada” … (Cómo recoger la sombra de las flores)
Un año más tarde (1989), le toca el turno al matatán. Aparece en escena el más corrosivo carajo de este barrio. Toda gira en torno a New York: ropa, música, el amor, el sexo; todo lo mejor viene desde allá. Lo peor es estarse aquí, tostarse. Vivir esta vida gris y sosa esperando que le manden a uno la moneda. Ramón Tejada Holguín, en “El recurso de la cámara lenta”, cuenta la historia de Frank, un tipo ácido, punzante y mordaz que se burla de todos, en todos los tiempos verbales habidos y por haber:
“¿cuántos recuerdan la película dos días después de haberla visto? […] seguiremos siendo el tema de fondo, una metáfora incomprensible, extras malpagados […] a nadie le importamos. Esta es la época de lo nimio”. (El recurso de la cámara lenta)
¿Qué queda de aquellos días de cazar mariposas y enarbolar banderas libertarias en los patios de la tarde? El narco, el político o militar empresario corrupto (igual de atrás palante, que de alante patrás), tiene en sus manos el mando a distancia. Controla. Compra. Suelta y ovilla los hilos del poder. La Victoria es la mayor derrota del decoro y la dignidad de los dominicanos, la real mentira de nuestra verdad. Afuera hay más que adentro, y Pastor de Moya pasa un ajustado balance de la vida que se fuman allí dentro los que pagan los platos rotos. Nacido en pleno carnaval vegano en el 1965, parece haber absorbido todo el desparpajo y colorido de comparsas y diablos cojuelos.
Pastor, por lo atrevido y hermoso de su manejo del lenguaje, y la economía con la que utiliza los elementos narrativos, deviene en algo así como el eslabón que entronca con las visionarias transgresiones del Tomás Hernández Franco que alborotó las noches parisinas en el primer cuarto del siglo XX. “Más allá de la línea”, además de ser un texto irreverentemente bien escrito, nos presenta la más lúcida fotografía a todo color de ese vergonzante antro que la sociedad dominicana mantiene como espacio para la rehabilitación de los pocos seres que esa misma sociedad empuja o deja escapar de las alfombradas sendas de la moral y las buenas costumbres (entre comillas):
“(Hay gente que no tiene valor para el suicidio, pero buscan la muerte). Nadie le hizo caso. Él mismo decidió realizar la insólita hazaña: se subió en uno de los muros del pasillo y se avasalló con fuerza hacia la línea. El suelo estaba duro y resbaloso. Un rojo charco de sangre ensució la raya de tiza y a las visitas”. (Más allá de la línea)
El final está implícito. Estas historias nos cuentan, nos cuestionan y dimensionan más allá de lo que, desde antes de ser, hemos sido y seremos. Leerlas será leernos de cuerpo entero, pienso yo.
(Texto resumido de la conferencia dictada dictada el 12 y el 18 de junio en la Feria del Libro de Madrid, España y en el Centro Cervantes de Viena, Austria)
René Rodríguez Soriano, escritor y editor dominicano radicado en EE. UU.; Premio Nacional de Cuento 1977, autor de No les guardo rencor papá (2017).
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