El misterio de la peste que se alió con los guerreros espartanos para aniquilar a miles de hoplitas atenienses
Detalle de la "La peste de Atenas", (Michael Sweerts, 1652).
La «Peste de Atenas» para unos, la «Peste del Peloponeso» para otros. Si hay una enfermedad que aúna a la perfección misterio y crueldad, esa es la epidemia que se propagó entre los atenienses en el segundo año de la Guerra del Peloponeso (430 a.C.). Una dolencia de origen enigmáticoque se llevó la vida de aproximadamente 100.000 personas (entre ellas, más de cuatro millares de hoplitas y unos tres centenares de jinetes) y que impactó tanto a la sociedad de la época que sus efectos fueron narrados por el mismísimo historiador Tucídides en una de sus obras más famosas.
En siglo V a.C., así pues, los guerreros espartanos se vieron favorecidos por un mal que diezmó las filas de sus enemigos de forma mucho más eficaz que un gigantesco contingente versado en decenas de batallas.
Dos mentalidades
El origen de esta peste hay que buscarlo en el siglo V a.C. Por entonces el mundo griego se dividía entre dos potencias: Atenas y Esparta. Ciudades sumamente avanzadas y tradicionalmente enfrentadas debido a sus divergencias políticas y militares. «Esparta representaba la oligarquía gobernada por unos pocos, mientras que Atenas representaba la democracia, gobernada por la decisión de la mayoría. Además, y a nivel militar, Esparta representaba la lucha por tierra, mientras que Atenas representaba la lucha por mar», explica el historiador clásico J. B. Salmón en el reportaje «Las guerras del Peloponeso».
Ni siquiera la alianza que ambas ciudades mantuvieron durante las Guerras Médicas entre el 490 a.C. y el 478 a.C. (contienda en la que Atenas y Esparta expulsaron a los invasores persas y que se hizo famosa por la popular batalla de las Termópilas) logró apagar el fuego de su enemistad. De hecho, la tensión entre ambas ascendió a cotas tales que -apoyadas por sus respectivas aliadas- iniciaron en el año 461 a.C. la Primera Guerra del Peloponeso. Un enfrentamiento que se destacó más por pequeñas escaramuzas y asaltos a urbes clave del contrario, que por su carácter general. Hubo que esperar más de 15 años para que llegase la ansiada paz previa a la contienda que provocó la peste.
«Los hechos de guerra no terminaron hasta el 445 a.C., en que firmaron un pacto según el cual ni Esparta ni Atenas atacarían ciudades griegas», explican los autores de «Ideas y formas políticas. De la antigüedad al renacimiento».
El tratado resultó efectivo durante nada menos que veintisiete años. Sin embargo, todo cambió en el 431 a.C. Y es que, fue entonces cuando comenzó el que sería uno de los enfrentamientos más cruentos entre ambas potencias, la llamada Guerra del Peloponeso. «Esparta, que lideraba la liga del Peloponeso, invadió el Ática en el año 431 a.C., iniciando así una brutal lucha fraticida que duraría veintisiete años y que cambiaría con el mundo griego y la civilización antigua», destaca Jorge Dagnino en su dossier «¿Qué fue la plaga de Atenas?».
Aquella contienda no fue como las anteriores. No se basó en pequeñas batallas aisladas. Con su avance sobre territorio enemigo, la envidiosa Esparta (que ansiaba la gloria y el crecimiento económico de su enemiga Atenas) inició un período de conflicto masivo. Así lo explicó el historiador ateniense Tucídides (siglo V a.C.) en su popular obra «Historia de la Guerra del Peloponeso». Un texto en el que señala que todos los pueblos tomaron partido por uno u otro bando, ya que «ésta resultó ser la mayor convulsión que afectó a los helenos, a los bárbaros y, bien se podría decir, a la mayor parte de la Humanidad».
El historiador Donald Kagan es de la misma opinión en su obra «La Guerra del Peloponeso»: «Desde la perspectiva de los griegos del siglo V a. C., fue percibida en buena manera como una guerra mundial, a causa de la enorme destrucción de vidas y propiedades que conllevó, pero también porque intensificó la formación de facciones, la lucha de clases, la división interna de los Estados griegos y la desestabilización de las relaciones entre los mismos, razones que ulteriormente debilitaron la capacidad de Grecia». Como bien explica el autor, los gobernantes de la época desconocían que la contienda iba a provocar una de las plagas más enigmáticas y masivas de la historia antigua.
Al abrigo de los muros
Cuando la guerra arribó a sus fronteras, los atenienses acababan de elegir por décimo tercera vez consecutiva al sexagenario Pericles como estratego (gobernador). Y este político, sabedor de la potencia de los hoplitas espartanos en combate terrestre, decidió optar por esconder a sus fuerzas en ciudades amuralladas y evitar la batalla en campo abierto. Así lo señala la catedrática en Historia Antigua María José Hidalgo de la Vega en su obra «Historia de la Grecia Antigua»: «Frente a las tropas enemigas, los efectivos que Atenas y sus aliados podían movilizar eran cuantitativamente inferiores. […] Por ello, el plan estratégico de Pericles era, pues, mantenerse a la defensiva en tierra contando con que la ciudad de Atenas y el Pireo estaban preparadas adecuadamente para resistir cualquier ataque».
Lo cierto es que no le faltaba razón a Pericles ya que, aunque los atenienses podían poner sobre el mar un total de 300 naves con tripulaciones más que versadas en la navegación, poco podían hacer ante la potencia militar espartana.
Esta teoría la corrobora el mismo Kagan en su extensa obra al afirmar que «los espartanos que tenían la ciudadanía no necesitaban ganarse el sustento, y se dedicaban exclusivamente al entrenamiento militar». El experto se atreve incluso a afirmar que, gracias a este sistema de entrenamiento, «pudieron desarrollar el mejor ejército del mundo heleno, una formación de ciudadanos-soldado con entrenamiento y habilidades profesionales sin parangón alguno».
De la misma opinión es el académico británico Paul Cartledge. Según afirma en su obra «Los espartanos, una historia épica», los ciudadanos de esta ciudad eran unos combatientes más que excepcionales: «Los varones espartanos adquirieron fama de ser los marines de todo el mundo griego, una fuerza de combate excepcionalmente profesional y motivada».
No obstante, para mantener esta casta guerrera recurrían a auténticas barbaridades. «Solo permitían vivir a las criaturas físicamente perfectas, y a los muchachos se les separaba del hogar a los siete años para que se entrenasen y se endurecieran en la academia militar hasta alcanzar los veinte años de edad. De los veinte a los treinta vivían en barracones y ayudaban, a su vez, a entrenar jóvenes reclutas», completa -en este caso- Kagan.
Así pues, y sabedor de que solo le esperaba la derrota en el campo de batalla, Pericles prefirió esconder a los ciudadanos tras los muros de Atenas para evitar que fuesen masacrados por los crueles espartanos. «Con su aplastante superioridad terrestre, su plan estratégico consistía ante todo en arrastrar a Atenas a una gran batalla en campo abierto. Y consideraron que el proceso para lograrlo era arrasar las cosechas y destruir las propiedades de los atenienses para forzarles a salir en su defensa», explica Hidalgo de la Vega.
La cruel peste
Mientras espartanos y atenienses dirimían sus diferencias a base de estrategia y lanzazos, una epidemia nació en los muros de Atenas. Una enfermedad que, según narra el propio Tucídides en su obra, «se originóen tierras de Etiopía, que están en lo alto de Egipto; y después ascendió de Egipto a Libia; se extendió largamente por las tierras y señoríos del rey de Persia; y de allí entró en la ciudad de Atenas».
El propio Tucídides afirma en su obra que la epidemia se contagió entre los ciudadanos debido a la falta de espacio en la ciudad. Teoría que, a día de hoy, corrobora el propio Dagnino: «La población de Atenas se había cuadriplicado con los refugiados, muchos de los cuales vivían hacinados en precarias chozas improvisadas».
Con todo, los historiadores coinciden en que el mejor testimonio para explicar esta epidemia es Tucídides, quien habitó la región por entonces y quien sufrió la enfermedad en su propia piel.
El historiador clásico empieza, de esta guisa, su descripción de la enfermedad (tan destacable que le dedica incluso un capítulo): «Sobrevino a los atenienses una epidemia muy grande, que primero sufrieron en la ciudad de Lemnos y otros muchos lugares. Jamás se vio en parte alguna del mundo tan grande pestilencia, ni que tanta gente matase. Los médicos no acertaban el remedio, porque al principio desconocían la enfermedad, y muchos de ellos morían los primeros al visitar a los enfermos. No aprovechaba el arte humano, ni los votos ni plegarias en los templos, ni adivinaciones, ni otros medios de que usaban, porque en efecto valían muy poco; y vencidos del mal, se dejaban morir».
En palabras de Tucídides, los síntomas de la que actualmente es conocida como la «Peste del Peloponeso» o «Peste de Atenas» empezaban con «un fuerte y excesivo dolor de cabeza». Era lo menor de aquella dolencia ya que, posteriormente, a los enfermos «los ojos se les ponían colorados e hinchados; la lengua y la garganta sanguinolentas, y el aliento hediondo y difícil de salir, produciendo continuo estornudar».
La siguiente fase escalaba todavía más en peligrosidad: «La voz se enronquecía, y descendiendo el mal al pecho, producía gran tos, que causaba un dolor muy agudo; y cuando la materia venía a las partes del corazón, provocaba un vómito de cólera, que los médicos llamaban apocatarsis, por el cual con un dolor vehemente lanzaban por la boca humores hediondos y amargos; seguía en algunos un sollozo vano, produciéndoles un pasmo que se les pasaba pronto a unos, y a otros les duraba más».
El historiador señala además en «Historia de la Guerra del Peloponeso» que, a partir de entonces, a los enfermos les empezaban a salir unas pústulas pequeñas y «por dentro sentían un gran ardor» casi imposible de mitigar. «El mayor alivio era meterse en agua fría, de manera que muchos que no tenían guardas, se lanzaban dentro de los pozos, forzados por el calor y la sed», explica. Esta era la etapa clave de la enfermedad, pues era en la que más personas fallecían. «Algunos morían de aquel gran calor, que les abrasaba las entrañas a los siete días, y otros dentro de los nueve conservaban alguna fuerza y vigor. Si pasaban de este término, descendía el mal al vientre, causándoles flujo con dolor continuo, muriendo muchos de extenuación», completa el testigo.
No había remedio para tal mal. Tan solo cabía esperar que el cuerpo lo rechazase. Aunque, en palabras de Tucídides, aquellos que no morían podían sufrir otro tipo de consecuencias: «Algunos perdían [los brazos]; otros perdían los ojos, y otros, cuando les dejaba el mal, habían perdido la memoria de todas las cosas, y no conocían a sus deudos ni a sí mismos». Al parecer, la dolencia era tan grave que ni las aves carroñeras se acercaban a los cuerpos sin sepultar ya que, «si algunas los tocaban, morían».
La futura «Peste del Peloponeso» era, según el mismo historiador clásico, desesperante. No ya porque causara la muerte, sino porque aquellos que la padecían sabían que no había cura para acabar con ella.
«No se hallaba medicina segura, porque lo que aprovechaba a uno, hacía daño a otro. Quedaban los cuerpos muertos enteros, sin que apareciese en ellos diferencia de fuerza ni flaqueza; y no bastaba buena complexión, ni buen régimen para eximirse del mal», destaca en su obra el historiador clásico.
Atenas pronto se llenó de cadáveres que se amontonaban en casas, templos, estancias y albergues. Según Tucídides, esto provocó una falta de respeto por la muerte que jamás se había visto en la urbe. Así pues, no era raro ver cómo una familia arrojaba el cuerpo de un fallecido a una pira o un enterramiento ajeno. Algo impensable hasta entonces.
Y, por si todo esto fuera poco, «la desesperanza de los ciudadanos les llevó a actuar sin ninguna vergüenza» y como si el mundo estuviese a punto de acabar. Algo que provocó un caos terrible en la ciudad. «Los pobres que heredaban los bienes de los ricos, no pensaban sino en gastarlos pronto en pasatiempos y deleites, pareciéndoles que no podían hacer cosa mejor, no teniendo esperanza de gozarlos mucho tiempo, antes temiendo perderlos en seguida y con ellos la vida», finaliza Tucídides en su obra.
La cruel «Peste del Peloponeso» terminó extendiéndose durante cuatro años y llevándose consigo -según las estimaciones de Diagnino- unas 100.00 personas. Entre un cuarto y un tercio de la población de la región en la época.
Muerte de hoplitas
Ni siquiera el ejército se vio libre de la peste. El contagio masivo entre los hoplitas hay que buscarlo en el año 430. Por entonces, Pericles había decidido usar su potencia naval para atacar por mar Esparta mientras sus tierras eran arrasadas por el enemigo. Aquella feliz idea no le salió demasiado bien ya que, tras ser rechazados, se vieron abocados a regresar a la contagiada ciudad.
«La expedición llegó a la ciudad transcurrida la primera mitad de junio, cuando la peste ya llevaba más de un mes en Atenas», añade Kagan. En un intento de que el ejército no se contagiase, Pericles envió a la carrera a sus hombres en una nueva expedición. Un nuevo error.
«En este mismo verano, Hagnón, hijo de Nicias, y Cleopompo, hijo de Clinias, que eran compañeros de Pericles en el mando de la armada, partieron por mar con el mismo ejército que Pericles había llevado y traído, para ir contra los calcídeos, que moran en Tracia, y hallando en el camino la ciudad de Potidea, que aún estaba cercada por los suyos, hicieron llegar a la muralla sus aparatos y la combatieron con todas sus fuerzas para tomarla. Mas todo aquel nuevo socorro y el otro ejército que estaba antes sobre ella no pudieron hacer nada, a causa de la epidemia que se propagó entre ellos, traída por los que vinieron con Hagnón», añade Tucídides.
Cuando Hagnón regresó había perdido 1.050 hoplitas de los 4.000 que habían partido junto a él. Todos ellos víctimas de la epidemia. Desde entonces los militares se vieron atacados también por la epidemia hasta tal punto que, cuando la peste desapareció en el año 427 a.C., ya «habían muerto más de cuatro millares de hoplitas y trescientos jinetes», en palabras de Kagan.
Fuente:ABC.es| 2 de noviembre de 2017
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