Qué infame el destino ¡de Abigail Mejía!
« ¿Quién sabe el destino/ por qué sufrir hace?/ ¡Acaso la pena/es castigo suave…!»
Abigail Mejía [texto inédito, 1925].
A ti, me acojo, fiel Melancolía.
Alivia mi penar; a ti consagro
El resto de mi vida miserable.
Siempre eres bella, interesante, amable;
Ya nos renueves los pasados días,
En la pálida frente de una hermosa,
Ya tristemente plácida sonrías
Cuando la enfermedad feroz anuble
Su edad primaveral. Benigna diosa,
Tu bálsamo de paz y de consuelo
Vierte a mi alma abatida,
Hasta que vaya a descansar al cielo
De este delirio que se llama vida.
José María de Heredia [1]
Abigail Mejía murió en marzo de 1941 cuando la primavera iba asomándose como la estación del año de más intensa luz, y de más exceso en el renacer de la naturaleza o de estallido del paisaje con configuraciones de extraordinarias y seductoras bellezas, haciendo que su llegada estimule el movimiento de todo con armonía. Los versos que anteceden a este párrafo los dejó marcados en la página número 169, con un pequeño pliego de papel doblado en cuatro, en el libro de José María de Heredia titulado Poesías Líricas. La nota contenía manuscrita las indicaciones para la aplicación del medicamento que debía suministrársele en la postrimería de su enfermedad: «Disolver cien mil unidades de Penicilina en 10 c.c. de suero fisiológico. Inyectar por vía intramuscular dos c.c. cada 3 horas de esa solución. »
Al leer la frase suya, que es epígrafe de este texto, sobre el destino/sufrimiento/pena/castigo, y luego los versos de Heredia, reflexiono que, a veces, los caminos que tenemos que recorrer en la vida pueden sofocarnos, hacernos anímicamente perecer, llenarnos de tristeza, de nostalgia. Derrotarnos hasta caer al suelo, a la tierra donde regresaremos de manera inerte.
Entonces, pienso que todas nacemos con una grieta invisible en el alma, con un enigma más oscuro que la noche misma, que va delante de nuestras vidas, en cacería, sin avisarnos que no habrá un estanque donde saciar la sed. Si se pudiera interpretar nuestro destino, desde el destello de los ojos, convendríamos que las mujeres, asumidas como tal, somos sujetos culturalizados desde el imaginario social, y que emergemos en todos los tiempos danzando en torno a muchas crisis desde ángulos distintos, y que cada texto que escribimos es un oráculo propio, aislado, pero claramente establecido, desde el cual no podemos dar riendas sueltas a nada, ni aun al lenguaje del cual queremos apropiarnos.
Soñamos desde el recuerdo o desde la memoria; entramos y salimos de manera antagónica a espacios en los cuales no nos dejan “ser”. Fugitivas o no, creemos que podemos destruir a los mitos, “ordenarlos”, darles atributos de otra manera o cambiarlos. Carecemos de cuerpo, aun creamos que poseemos un cuerpo. Somos una ¿abstracción? ¿lo inconcluso del “otro”, un signo en construcción en la humanidad que se abisma, un armazón solitario que no se hace vivienda, que la lluvia devuelve al barro?-No lo sé ya, puesto que por siglos hemos obrado sólo desde la sexualidad, sin desentrañar que seguimos siendo en este mundo patriarcal sujetos inacabados, una “ficción” infiltrada en el imaginario de los otros, una contra representación de sí mismos, y donde nos asumen solo si aceptamos ser una cosa suya.
Y pensar que, no hay círculo abierto ni cerrado totalmente, solo en fin, un círculo hecho desde lo fútil, que gira, que se devuelve hacia el absoluto como “realidad”; siendo ésta la consecuencia de nuestra fragmentación, de que el mundo creado para nosotras sea con las fisuras de un entramado -aparentemente- no cambiable, ya que habitamos la representación de lo que somos: una metáfora, una transitoriedad en el espacio histórico.
Entiendo que, no existe aún un texto, un texto posible que evite esa manera de naufragar, esa “pésima” intromisión que nos asignan en la vida de los otros, debido a que todas somos parte de una biografía colectiva, creadoras de una autoría negada, porque no acudimos a la acumulación de las “verdades”.
¿Cuáles verdades -dirán algunas?-, sino tenemos verdades propias.
- ABIGAIL MEJÍA Y LA «NEW HISTORICISM»
La vida de Abigaíl Mejía Solière se puede contar, a través de desde distintos capítulos, como una novela, y ofrecerse de ella episodios narrados de manera inconclusa. Sentarse a escribir en torno a Mejía un discurso revelador de cuáles fueron sus intereses en lo profesional, lo político, lo intelectual y lo afectivo desencadena muchos tiempos.
Ella intentó contarse a sí misma, relatar sus acciones cronológicamente en un manuscrito que dejó inédito, pero avanzado en su redacción. Fue distinta a las mujeres que tradicionalmente, hasta entonces, en nuestro país hicieron vida pública. Antipatriarcal, renuente a las frivolidades, opuesta a las opresiones genéricas, con criterio propio para seleccionar qué textos leer. Se han escrito artículos, breves perfiles sobre Abigail Mejía que se pueden ver en internet de distintas autorías. Sin embargo, todos adolecen del mismo vicio: copia uno del otro (sin colocar en comillas, ni indicar las fuentes de los párrafos apropiados), plagios, copy page, y opiniones que se enuncian de manera lineal.
La historia de una persona como ella, proveniente de lo que entonces se denominaba rancia oligarquía criolla, a primera mano se estudiará al lado de un solo camino: el estatus privilegiado. Escritora como fue de conciencia feminista, siendo el feminismo aquí no solo una doctrina, sino además una herramienta de estudio interdisciplinar para conocer los procesos históricos en torno a la construcción del sujeto femenino, desde una postura ética y humanística.
Abigail insistió desde este paradigma del decir, del hacer y del pensar – bastante atacado aun en el presente- para instruir, informar a sus iguales, capacitarlas de manera crítica sobre cómo desde el Estado patriarcal se construyen los estereotipos, las discriminaciones, la organicidad social coercitiva que precisamente atrae a las mujeres al constructo social de lo “políticamente correcto”.
Republicana, pero no marxista, y si lo fuera, marxista católica, o de fe. Educada en Barcelona por religiosas teresianas, Abigail Mejía se hizo historiadora por sí misma, e intérprete de su tiempo sobre el estatus de la mujer en la República Dominicana. Es para 1919 la única dominicana graduada de Maestra Normal en Barcelona. Ninguna otra nacional de clase alta había cruzado el charco del Atlántico para formarse en una de las ciudades más vanguardista de España. Catalana por adopción, y española por convicción, la historia personal y pública de Mejía aun queda entrampada en la desmemoria colectiva. Ni aun un siglo después de su nacimiento, ni setenta y seis años después de su fallecimiento, se conoce con exactitud su irrupción en el periodismo ni se ha estudiado la pesadilla que fue para ella vivir aquí en medio de una dictadura, y como siempre he dicho: menos se conocen las estrategias que diseñó para torcerle el brazo al tirano -aun después de muerta- y lograr el derecho a la ciudadanía para sus iguales.
Sabemos que la Historia oficial en torno al sujeto femenino se hace de discursos, y quizás también de ficciones. Y que, otras veces, la Historia parte de omisiones y de silencios.
Abigail es un nombre asexual, andrógino, y bíblico, por el cual siento una extraordinaria simpatía. Es un nombre que marca, que resuena, que martilla a los sentidos. Quizás, es un nombre transcultural, y uno de los primeros nombres bisexuales que se usa indistintamente para hombre o mujer que he conocido. Su nombre está suspendido en la Historia, en la visión “crítica” tradicional sobre la actuación del sujeto femenino en los procesos sociales del país.
Su nombre tiene una irresistible fuerza semántica, y connotación que atrae; pareciera que fue moldeado para que quebrara los estereotipos de género y fuera irrefutable. De ahí, que al informarnos sobre ella, sobre lo que fue su vida, su nombre nos haga reflexionar, ir al debate para transparentar específicamente todas las esferas en las cuales actuó de manera muy osada.
Al procurar escribir sobre Abigail Mejía compruebo que la mayor batalla que sigue librando el sujeto femenino es la batalla del olvido, y la instrumentalización con desdén, de manera nociva, de su pasado.
Los grupos libertarios de mujeres con frecuencia son estigmatizados. Este es lo que ocurre con las pensantes, las intelectuales, las filósofas, y las científicas.
El caso nuestro de Abigail Mejía, no es ajeno, porque la «New Historicism» en la República Dominicana no se ejerce, ni menos aun realiza prácticas deconstructivas de las ortodoxas interpretaciones de la Academia de la Historia. Hasta tanto no se planteen, desde un prisma sin prejuicios, estudios desde la «New Historicism», no se comprenderá y continuará siendo fragmentada la vida de Mejía, y de muchas otras que no están en su accionar dentro de los estándares o parámetros del discurso oficial.
Así, de infame, ha sido el destino asignado por la Historia oficial a Abigail Mejía, puesto que localmente se habla de ella de manera empírica, sin verificación de las fuentes originales. Ha sido culturalizada como una de las pioneras del feminismo, y evidentemente como feminista, pero no como una transformadora revolucionaria-humanística, y como una pensadora del siglo XX.
Escribo esto desde la autorreflexividad, porque creo que mi labor es ayudar a comprender las contrariedades de la canonización que trae la Historia oficial en torno al sujeto femenino, las vueltas hacia atrás y hacia adelante que debemos dar para preguntarnos cómo se articularon sus experiencias, acciones y vivencias en desventajas con los otros y, su postura ideológica, puesto que participar significaba rechazar el estatus quo; luchar, colocar en agenda el tema de los derechos civiles, políticos y humanos de las mujeres; combatir, producir un pensamiento.
Abigail Mejía nos ha dado a las generaciones posteriores que estudiamos su vida -desde la «New Historicism»-, la posibilidad de re-construir la cartografía de nuestra identidad, sin olvidar que estuvo de frente a una época donde la mujer era una “muñeca”, un objeto para la opresión patriarcal, un ave enjaulada, “algo” distinto al sujeto denominado hombre. No obstante, actúo, negoció, interactuó con los hombres de la clase alta, de la cual ella procedía. Los enfrentó a través de publicaciones bastantes directas e incendiarias. Caminó por senderos llenos de clavos o tachuelas, empedrados por las burlas, pero no abandonó el propósito de su empeño: alcanzar la ciudadanía, es decir, la emancipación, aunque resultó en término formal del pater familis, amo y dueño de nuestro destino.
“Muñecas” frívolas éramos entonces, y aun ahora, puesto que se lee, se observa cómo las llamadas ciudadanas postmodernas de muñecas frívolas han pasado a ser mediáticamente objetos banales, objetos sexuales de silicona, mercancías de y para el opio de los placeres, desechables, porque no han estudiado cuánto costó llegar al estatus de ciudadana, y re-escribir la Historia, la contrahistoria, no a imagen y semejanza de la que quiere el hombre, para que se conozca allende al golpe de dados de los infortunados raptores de conciencias desde el Estado patriarcal.
Abigail Mejía, como muchas otras de nosotras, es una voz marginada; es un personaje que no ha estado presente en los acuerdos o pactos de los partidos políticos tradicionales del sistema para erigirla en heroína o mítica figura. No es el elemento humano a enaltecer, a colocar en una perspectiva histórica dialógica dentro del sistema, puesto que no fue legitimada por su propio grupo de clase, ni por el poder político del Estado ortodoxo, ni por las distintas tendencias hipócritas que coexisten en pugnas dentro de las izquierdas o de las derechas. Ella no es aún centro de la narración del caudillismo machista, porque derrumbó al orden desde el pensamiento, desde su ideología mal querida por la sociedad: la ideología del género y del feminismo, es decir, desde el feminismo libertario.
Oponerse desde la razón al discurso dominante y androcéntrico fue su “delito”. Desarrollar sus acciones con ideas propias, en contra de los patrones hegemónicos de dominación de los estamentos militares, fue una afrenta. Pensó como mujer, no como un objeto instrumentalizado por grupos o partidos, y por esto entró en conflicto con el patriarcalismo tradicional, el que aun sigue vigente en todas las esferas de nuestra sociedad, y al cual se aferran muchas dirigentes políticas.
Desgraciadamente Abigail Mejía falleció de tuberculosis renal, antes de cumplir los 46 años de edad. Su partida a destiempo está registrada -por sus discípulas y discípulos- como una de lo más conmovedores. Murió llena de desencanto, en la plenitud de su vida, abandonaba prácticamente por sus “compañeras” de faenas, no por decisión propia, sino atrapada por un destino injusto, infame, por una enfermedad que quebró su cuerpo, pero no su espíritu, y al final acorralada por las “feministas” al servicio de la dictadura, infiltradas en las jornadas del feminismo sufragista.
Sin embargo, nos dejó una estirpe espiritual lo suficientemente estoica que inscribirá su nombre para la posteridad y para la eternidad. Apenas su único hijo, Abel, tenía diez años de edad al momento de su fallecimiento, y sus hermanos no supieron defender su cimiente. Quizás no comprendían su empeño; quizás era ella vista como la “rara”, la contradictoria del designio de que las mujeres debemos ser un apéndice del hombre. No se ocuparon de que su labor humanística se difundiera, ni que su martirologio final quebrara la indiferencia del polvo gris y de los papeles añejos teñidos de amarillo por el paso inexorable del tiempo.
Tal vez, en ella se cumplía la máxima de que, hay familias que no comprenden cuando tienen entre los suyos a un ser excepcional. Es por eso que, creo en las coartadas de la Historia, esas que hacen fundacional las claves para conocer los abismos y las cimas.
Abigail Mejía fue víctima de una coartada de la Historia, de un maldito celo, recelo y envidia de sus contemporáneos y contemporáneas. La pureza de su alma era demasiado grande para los curiosos y curiosas que se atormentan por su lucidez intelectual. Desafortunadamente ella agonizó, y la autoridad de su voz, de su narrar, se quedó guardada en los tramos de un armario, en una caja de metal corroída por la humedad, y en carpetas entrelazadas por cintas no desatadas. Su obra periodística continua dispersa, y cuanto hizo realmente por el feminismo que fue el estandarte de lucha, puesto que aun hay miradas que se dirigen a ella solo leyendo las publicaciones cotidianas deformadas en los diarios oficiales de la época, para escribir de manera destructora y mordaz sobre Abigail.
¡Qué infame destino! le ha dado la pseudo-historia a Abigail Mejía que, prácticamente, se inmoló, y adquirió esa enfermedad mortal de la tuberculosis cuando laboraba como Directora del Museo Nacional clasificando las piezas de los hallazgos arqueológicos precolombinos (sin promocionarse con las urgencias del ego ni esa tóxica vanidad de la notoriedad que se procura ahora, y que se compra a través de las dádivas) luego de una lucha tenaz para que fuera una realidad la formación del Museo y la Biblioteca Nacional.
Es que la ideología patriarcal represiva, que practican hombres y mujeres, está latente y en el ADN de quienes pretenden erigirse en pontífices de la “verdad” desde las universidades, desde los organismos gubernamentales y no gubernamentales, desde los medios mediáticos de comunicación, desde las iglesias, en fin, desde los distintos grupos sociales y gremiales, y que la Academia asume y valida.
El feminismo de la primera ola, el sufragismo de vanguardia, es uno de los grandes procesos revolucionarios que debe ser estudiado y conocido por las mayorías oprimidas. No obstante, las minorías que oprimen no democratizan, no divulgan, no difunden lo que fue este proceso, ni cómo se construyeron sus ejes articuladores. No se enseña como un capítulo de las tensiones de poder-clase, ni de las tensiones de cultura, género e ideología, ni mucho menos se incorpora a los textos de instrucción pública que manipula el Estado.
Ya basta de esta indiferencia. Es tiempo de que hagamos añicos esa inhabilitación histórica de Abigail Mejía, esa exclusión, esa canallesca crónica oficial que impone que, el devenir tuyo se cuenta, y se toma en cuenta, si tú te atrincheras al lado del oficialismo patriarcal.
La «historia de la otra» es la historia de Abigail Mejía, es la historia de una multitud de ciudadanas anónimas distintas a los estereotipos creados en torno a ellas, y a las “unciones” del sistema. La «historia de la otra» sigue guardada en archivos familiares, en archivos sin fotografías clausurados que no se leen, que no tienen vida. Son archivos lacerados, destruidos, ocultados, hurtados, enterrados en la desmemoria. La «historia de la otra» es una historia sin documentos, no documentada. Cientos y cientos, miles y miles, millones y millones de mujeres padecen de este anonimato, aun después de muertas.
Nosotras necesitamos perturbar a la Historia. Sacudirla, diluirla si fuere necesario. Abigail está aun en este siglo referida solo como una metáfora, no asumida como una identidad.
2. ABIGAIL MEJÍA, FUERA DEL CANON DEL PODER PATRIARCAL
La complejidad de la vida de una escritora, a veces, se hace un enigma, porque de ella parten distintas perspectivas. Su voz literaria puede estar a merced de las más crueles injusticias, indefensa su autoridad; pero llega el tiempo en que se hace una exhaustiva investigación sobre su memoria, o bien, su legado. Este es el caso de Abigail Mejía que hizo de su vida un «deber de vivir» o un «deber vivir», dos formas de enlazarse con los caminos que se escogen para alcanzar una meta, o cosechar lo que se espera como deber cumplido.
Abigaíl Mejía vino al mundo en 1895, en Santo Domingo, en una época en que el pueblo permanecía abyecto a causa de una dictadura. La antesala de su niñez fue la misma que tocó a las mujeres decimonónicas del siglo XIX de aquí: la desolación en el terruño natal a causa de continuas revueltas, guerras civiles o estados de sitio, la incertidumbre a causa de la inestabilidad política, una sociedad resquebrajada, abismalmente pobre, sin desarrollo alguno, porque todo una centuria se diluyó en la violencia grupal, en la violencia entre el Norte y el Sur, y la línea fronteriza.
Quizás en su niñez ella ignoraba esto, pero ya adolescente, y siendo graduada de Maestra Normal, tuvo que mirar hacia afuera de las paredes, hacia el espectáculo de lo “real”, al descubrimiento de la vida-muerte, a la sorpresa de que la idea de la patria a partir de 1916 se hizo de nuevo una ficción. No en vano escribió:
« ¡La humanidad no existe! Le resta solo el nombre de humano al inhumano que ha de llamarse hombre. Amor… Progreso… Ciencia… Paz y Resurrección ¡Mitos de las naciones madres de la destrucción! ».
Abigail no fue de las adolescentes que leyó a Blanca Nieves ni a la Bella Durmiente. No hay registro en sus poemas aun inéditos escritos desde 1906, recogidos en un volumen encuadernado, que dedicada sus sueños a la fantasía, que se identificara o se re-conociera con algún tipo de estos saberes orquestados por la fantasía literaria nórdica.
Aunque su nombre bíblico nos retrotrae a la fe judeocristiana, Abigail sí tenía la certidumbre de Dios, y que la humanidad era en esencia parte de él, o él mismo, pero a veces se mostraba insegura, tímida, agobiada, cuando la muerte tocaba a uno de los suyos, o tenía una pérdida afectiva.
Dos pérdidas afectivas significativas tuvo: la ruptura del matrimonio de sus padres Juan Tomás Mejía Cotes y Carlota Solière de Wint, y el posterior divorcio de los mismos en 1904, cuando ella solo tenía nueve años de edad. Es en agosto de 1908 que junto a su madre y a sus hermanos se trasladan a Vinaroz, y de allí a Barcelona, donde realizará, posteriormente, su Primera Comunión en la iglesia del Colegio de las Religiosas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús el 15 de mayo de 1909.
La muerte de su hermana Elisa en 1914, a causa de una epidemia en España, es su segunda pérdida afectiva cuando Abigail contaba con diez y nueve años. Estas dos ausencias de dos protagonistas principales de su vida enrarecieron el ambiente de sus primeros años de formación intelectual, y lo sé porque he observado su mirada.
La vida de una mujer como Abigail, no se conoce únicamente contando sus días de manera cronológica, es decir por ciclos; se descubre desde la no-realidad, desde el no-ser, desde el no-sentir, o la disociación del yo, cuando el tiempo marca su estar-en-el-mundo con sorpresas, y más aun en un mundo hispánico como el de entonces donde el ejercicio de la escritura era solo un “privilegio” reservado para el hombre, y nosotras, a penas podíamos asomarnos a ser una voz pasiva en el hogar, pasiva en el orden público, pasiva en los derechos, y menos que pasiva en las relaciones de cuerpos o sexuales.
Así, pasado el tiempo, la mirada de Abigail se hizo una mirada que tiene una sola lectura: traspasada por la angustia, por “algo” invasivo que no comprendo. Es que ahí, están todas sus fotografías de poco sonreír, de poco reír, sin éxtasis, frecuentada por poca luz. Una mirada que en esencia narra “algo” confuso, “algo” inexplicable, una causa misteriosa de “algo”. Es como si su alma estuviera en arrobamiento de un silencio que no se puede describir. Y así, es su mirada en todos los momentos de su vida: en la niñez, en la adolescencia, en la juventud, en la adultez, y al aproximarse a su inesperada muerte.
La mirada de Abigail solo es otra en dos fotografías, donde luce extrovertida, menos agobiada, sin desdoblarse porque no sabe hacerlo, sino que, al fin, se muestra sin las confusas telarañas que invaden los cristales de sus ojos. Aquí estaba ella en primera persona, alejada de todas las miserias humanas, desconociendo que había otros asechos. Son sus ojos, unos ojos penetrados por lo indefinible, por un tiempo inalterable que habrá de cumplirse, que está escindido en la mirada que se retrotrae. Se ha dicho que la mirada es el espejo-ventana del alma, y ésta alma, de Abigail, quedó cercada desde el allá por un destino que se sabe, pero que no se desea. No sé si su vida fue una vida realizada o realizable, más aun cuando culmina sin que su círculo se cierre del todo.
¿Qué son 46 años de vida para una persona fructífera, creadora, que transgrede una época, que se muestra con pasión, con agallas para emprender una lucha política, social, cultural, ideológica, revolucionaria, genérica, intelectual? ¡Nada! Menos de medio siglo. ¡Menos de medio siglo, en que no pudo vencer a la muerte!
Entonces contado, desde mis adentros, este conflicto de la mirada que encuentro en los distintos ciclos de la vida de Abigail Mejía, es con desaliento que digo ¡Qué infame destino!, porque aun ella no es vista como la mujer fundacional de lo que somos ahora: Ciudadanas.
Somos ciudadanas porque Abigail dejó su vida como ofrenda para construir el camino que nosotras ahora recorremos. La dejó yendo por senderos polvorientos, cruzando ríos, atravesando mares, surcando a las laderas de las montañas, estando en vigilia, sufriendo insomnio, anhelando encontrar aliadas, llevando en sus entrañas al hijo deseado, viviendo el desengaño del amor, agonizando por una enfermedad fatal, vertiendo sus lágrimas de dolor, de impotencia, de decepción, haciéndose oír aun cuando tuviera que escuchar las burlas hacia ella, escribiendo, razonando, destrozada por la angustia, haciendo rompecabezas para el mañana, viendo que la maldad en el mundo existe, pero finalmente: siendo inquebrantable en sus propósitos.
Ser simultáneamente maestra, humanista, feminista, escritora, poeta, militante de la causa de los derechos humanos, poliglota, investigadora, museógrafa, biógrafa, novelista, ensayista, fotógrafa, pintora, crítica, reportera, corresponsal periodística, madre, esposa, hermana, viajera itinerante, ser humano en las tres primeras décadas del siglo XX, y destacándose desde 1914, en plena Primera Guerra Mundial, y posteriormente autora de distintos textos doctrinarios, históricos, y de compendios literarios y gramaticales, es para dejar aturdida a cualquiera. Es una cartografía de la fuerza interior que llevaba dentro Abigail, aun su mirada fuera tan inesperadamente poco comunicativa o de una atmósfera que denotaba un exilio interior necesario. Vivir en equilibrio haciendo este «deber de vivir» solo es posible cuando se tiene una actitud existencial en armonía con el Universo, y se asumen riesgos.
Aproximarnos a su vida desde 1908 a 1941 es como si no asomáramos a una dialéctica inexplicable, al juego de las preguntas que se responden sin responder, porque no tienen respuestas.
Explorar desde aquí, desde este plano que llamamos realidad quién fue, cómo era una persona, no es posible como simplemente dicen: abrir un libro, y empezar a leerlo. Es más complejo; es valerse de un permiso que nos dan, que nos otorgan, almas como las de Abigail Mejía. Es ver detrás de esa ventana que se abre desde distintos planos del escenario, y esto no es una metáfora. Es un ángel que da el permiso, que nos da el permiso para empezar a escribir, que nos guía palabra por palabra. De lo contrario no fuera posible que a la guarda de Dios le esperara el árbol de la vida.
Abigail Mejía, no obstante, tuvo una vida estelar, excepcional, a sabiendas de que su existir iba a dejarnos enigmas.
NOTA
[1] José María de Heredia. Poesías Líricas. (Casa Editorial Garnier Hermanos: Paris, s/f). Prólogo de Elías Zerolo.
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