Ylonka Nacidit Perdomo escribe: Sylvia Troncoso es Andrómaca
8 de agosto de 2016 - 6:00 am - 0
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El mundo continúa por los derroteros de ese camino; a los ladrones de “virtud” se les da como pena la muerte, y a las mujeres que van en búsqueda de un “adúltero tálamo”, la abyección.
“De todas las mujeres moldeadas por el genio de la antigüedad, Andrómaca es la más perfecta. Esposa, madre, esclava, continúa siendo admirable en estos tres aspectos. Al pasar de Homero a Eurípides y de Eurípides a Virgilio, cambia de actitud, pero su belleza permanece inmutable. Los rasgos dolorosos se acentúan en cada transición, sobre esta fisonomía ideal, pero no alcanzan a marchitarla. No hay en ella vestigio de la barbarie heroica que, en ciertos momentos, cual sangre de fiera, late en las demás mujeres de la tragedia y de la epopeya. No tiene la desesperación furiosa de Hécuba, ni el extravío de Casandra, ni el rencor de Electra. Como en amplio velo, siempre está envuelta en regia dignidad. Y prosigue siendo ejemplar, irreprochable, completa; tal menos grandiosa, pero la más accesible a la simpatía, de todas las almas y de todas las edades. Rafael hubiera podido tomarla de Zeuxis sin modificación de contornos; Racine pudo tomarla de Homero y de Eurípides sin alterar su tipo esencial”. PAUL DE SAINT-VICTOR [1]
Sylvia Troncoso (Santo Domingo, 1954-2011) tenía la fisionomía de una troyana. Tenía reservado como Andrómaca un lugar en la historia ante el holocausto de la destrucción de la ciudad por los guerreros aqueos. Sylvia existe de manera penetrante en la memoria de quienes la conocimos. Fue grandiosa al encarnar ese estremecedor personaje de la antigüedad, de hacer que sus pupilas transmitieran el adiós invisible, el adiós moribundo, los desgarramientos del amor materno, la irritación ante los verdugos que traen la muerte, la evocación eterna a los dioses, el suplicio murmurado entre sus labios con nudos de horror en la garganta, invocando el futuro incierto que la espera, y la separa de las fortificadas murallas que caen víctimas de un ejército intrépido.
Suplicio, sombrío vivir, sacrificio involuntario, abismo, aborrecimiento a los que traen la palidez en su rostro; temblor ante la dureza de la irremediable partida; firmeza ante las llamas que ciernen sobre las cabezas el miedo. ¡Qué inmortal es Andrómaca, y qué inmortal es Sylvia que se irguió sobre la muerte con dignidad, y no juzgó al destino, ni al honor que le hacía la muerte al visitarla a destiempo!
Sylvia Troncoso es Andrómaca, la “hija de Elción, rey de Sicilia y mujer de Héctor”, el héroe abandonado por los dioses. Sylvia es Andrómaca en Las Troyanas de Eurípides, el poeta idealista, lanzado por sus críticos a los juicios del tiempo, de estilo ático, leído por la intelectualidad que estudia los excitantes choques de los caracteres, cómo se expresan los anhelos, y la humanidad sucumbe ante lo paradójico. Sylvia es la Andrómaca de Eurípides, de la tragedia representada en Argos, de auténticas lecciones sobre el terror que traen las luchas armadas, donde los villanos se encolerizan, donde las mujeres son sometidas a bárbaras humillaciones, cuando el esplendor de Troya se derrumba, como si una maldición esculpiera el abominable final que los dioses le provocaron por una imputación calumniosa, que el “amor” a otro tálamo causó.
Las Troyanas revela una impresionante maniobra bélica, compuesta en medio de la guerra de Peloponeso (431 a 401 antes de D. C.). La tragedia griega relata los hechos que siguieron a la toma de Ilión por los griegos. Es un drama donde el poeta ha tenido como objetivo “probar lo vario e inestable de las cosas humanas, puesto que los favorecidos hoy por la fortuna pueden ser mañana víctimas de mayores sufrimientos”, y cómo “los rudos embates de la adversidad humillan en incesante acometida la vanidad y el orgullo humanos.” [2]
Maricusa Ornes (n. Puerto Plata, 1926), la exiliada declamadora y directora de teatro dominicana, seducida por la tragedia escrita por el poeta griego, por los suplicios, por las agitaciones de lamentos, las quejas y suplicios de quienes no avizoran un áncora salvadora, a causa de un oráculo que acabaría con los resplandores de gloria de Troya, es conmovida también por las mujeres de Eurípides, por los turbulentos umbrales donde se aprisionan sus desventuras cuando una flota de aqueos cruza el mar Egeo, guiados por la diosa Minerva. Y es, entonces, cuando Maricusa decide confiar el papel de Andrómaca [3], la madre abnegada, la que lleva la “dulce carga, la más amada de los brazos de una madre!”, a Sylvia Troncoso, que tenía en su interior el milagro de la belleza espiritual, y se confundía en la representación con la misma Andrómaca.
Ornes, directora de la puesta en escena de la tragedia, montó la obra con el Grupo de Poesía Coreada que ella formó en el Instituto de Cultura Puertorriqueña en 1984, en la Plaza de Armas del Castillo San Cristóbal a la entrada del Viejo San Juan, y en Santo Domingo en 1985, recreándola con una coreografía y una concepción eclética entre el teatro tradicional y el teatro moderno; se usaron por primera vez en el país micrófonos inalámbricos para un montaje teatral al aire libre, además del uso de efectos especiales para simular un incendio. La premiere de Las Troyanas en Santo Domingo fue el 27 de noviembre, y tuvo de escenario el Patio de la Plaza Gonzalo Fernández de Oviedo, antigua Fortaleza Ozama, el más antiguo de los monumentos coloniales, con música original del maestro puertorriqueño Héctor Campos Parsi.
La Asociación de Críticos de Arte de Puerto Rico eligió a Sylvia Troncoso como la Mejor Actriz Secundaria por su papel de Andrómaca en Las Troyanas en 1984, y a Maricusa Ornes se le concedió el Premio El Dorado como Mejor Directora de Teatro de 1985, en la República Dominicana.
Al releer los versos del drama, y al captar a través de las fotografías que presentamos lo grandiosa que fue Sylvia Troncoso en las escenas de la obra, cuando apareciera en un carro que la conducía a las naves de Neoptolemo, vuelvo a comprender que ciertamente la vida, eso que llamamos “vida”, a veces se levanta del sepulcro, aun cuando la noche ciegue los ojos de los vencidos. ¿Qué es la tragedia, cuando la impiedad es comparable a la barbarie, cuando el odio azota implacablemente lo que somos al morir: despojos del barro, y quizás un enigma que se consterna cuando cede a Dios, lanzarlo a la incertidumbre? La vida es sólo eso: incertidumbre, un tiempo donde nos creemos a salvo de la esclavitud del fin; ese fin que aguijonea las querellas yacentes en el delirio de la eternidad.
El teatro, el drama griego me estremece, y lo siento como una severa lanza que engendra la terrible certeza de que cada quien lleva dentro de sí mismo una noche última, que se hace un asecho de la oscuridad, que es el martirio que nos da al pecho la luz para desnaturalizar lo que creemos real, olvidando que todo lo devasta la fatiga de las almas.
Sylvia Troncoso-Andrómaca me enseñó que, a veces, la existencia trae un pórtico ante el cual se dicen las plegarias, y que se abre cuando se escuchan palabras de súplicas, porque todas las tristezas del mundo se han hecho silencios. Cuando se sufre, y cuando el sufrimiento se prolonga, la muerte es una muerte sobrehumana, y se reviste de grandeza, de una expresión conmovedora, porque el vértigo sagrado se apropia de la noble arcilla, y le gradece al éter su precoz existencia.
Cuando Andrómaca exclama estos desgarradores versos en Las Troyanas: “¡Oh hijo de mis entrañas, oh hijo muy querido, morirás por mano de tus enemigos, abandonando a tu mísera madre!”, al dirigirse al pequeño Príncipe Astianax, comprendo -como ella- que muchos enigmas y mucho dolor acompañan a la vida de la mujer, y, que el cumplimiento del destino es agua que cae, agua que conoce de todos los antagonismos entre los vivos, porque al igual que a los “griegos, autores de bárbaros males” que señala Andrómaca, ocurre en todos los tiempos que a los hombres -una vez que están en la escena de la política-, los obsesiona ejercer el poder, los gobiernan los instintos, el viento que empujan para hacer arder a los maderos, para que las heridas laceren a la consciencia, para que las mentiras se confunden con el recuerdo.
Toda venganza es una acción amoral; pero la venganza entre los que ostentan el poder se repite con impaciencia, y repetirse sin ningún ritual de sacrificio, destroza a la razón. Tal parece que a consecuencia de la venganza los pueblos, los seres humanos continúanos siendo en esencia un mito. Nacemos y morimos; recién nacemos y volvemos a morir. Sin embargo, no hay relato por más transgresor que fuera de esta contundente realidad, que en arrebatos de dudas llegue a la proximidad del abismo de lo dramático, cuando los muros de los palacios caen bajo la suprema agonía de los vencidos.
Héctor y Aquiles no pudieron ser transgresores de la lucha de los contrarios, no lo quiso el dios Neptuno; y Menelao condenó a la mujer a ser una hembra humana que la noche hace un ave rara, un ser sobrenatural por sus encantos, astuto, malvado y caprichoso, prisionera de su guardián, del hacedor de la maternidad, porque se “pervierte”, y a quien le que frustran la identidad por hacer del amor filial una misión.
Andrómaca, después de la destrucción de la ciudad de Ilión, no pudo reunirse con los pedazos de su corazón destruido, su esposo Héctor y su hijo Astianax. Eurípides hizo que sobre ella solo triunfara el destino, la fatalidad, la tierra como trampa, como aterradora caída, como madre adoptiva de su vientre, como morada prematura a su amor.
La guerra es un pájaro de mal aguerro, y encarna a las miserias humanas, y contra ella no se resisten los que hacen de intermediarios con los dioses. La guerra en Las Troyanas está pronunciada con mayúscula en los labios de Andrómaca, una mayúscula donde residen los ojos del tiempo como árbitro de lo que destruye las cosas que se envidian, porque se hace la guerra para que el caos reine, o deje de ser, para que los dientes de los guerreros no aprisionen los rugidos de las batallas, para que los dioses enseñen el “libre albedrío” a los que construyen los caminos para que las ruedas se vuelvan símbolos de la conquista.
Todas las guerras traen sus héroes, y sus heroínas violadas. Andrómaca es como la definió Paul de Saint-Victor: “la más perfecta”, pero no le añade, que es la heroína de la más profunda belleza espiritual, como Sylvia.
Miles, millones de mujeres, de niñas y adolescentes en cada conflicto armado que ocurre sobre la tierra, pierden sus hímenes por ese mal de la “necesidad”, de que el poder y el vencedor deben calmar sus excesos de lujurias. Ya lo ha pronunciado Andrómaca en tono exclamatorio: “¡Oh lecho mío infeliz, oh himeneo que me trajiste en otro tiempo al palacio de Héctor, no para dar la vida a una víctima de los Danaos, sino un soberano a la fértil Asia!”.
Las Troyanas, en mi pensar, pudo ser una tragedia para que la diosa Minerva evitara los excesos de deseos, y que los celos, odios y rencores no se hicieran rivales. La divinidad no protegió a Troya, ni menos aún a sus mujeres; las dejó que corrieran su suerte, llevadas desde las playas por los vientos que encarnaron a su cautiverio; le asignó sólo un pacto con ellas: ser tomadas como esclavas, o auxiliares conyugales sexuales. La “protección” de los dioses se hizo abuso, espantosa desgracia; ni la vírgenes escaparon de la agorera brújula que trazan a las viajeras las rutas de la sumisión, esa que concelebra que la prole termina, que simboliza que el fuego diurno se alza para que el horizonte se pierda, y la despedida no la traiga más a la ira.
Todo lo que el alfarero fuego hace, no siempre encarna una finalidad purificadora. El fuego es capaz de desatar todos los nudos de la pasión, y nunca es perezoso en ese propósito. El fuego es el ejecutor del equilibro de las cosas, y engendra lo que con anterioridad fue la nada; cuando el fuego se hace llamas incendiarias, o lenguas carbonizantes que se extienden, la ecuación del principio de cómo el cosmos estalló alucinantemente de los ritmos del fuego, se burla del mito, y se irritan los conjuros que se cantan; ese útero mismo del universo, que no reconoce la progenitura de la mujer en el infinito.
El horrendo crimen del hijo de Andrómaca, el primogénito de Héctor, el que ella fecundó, ese niño que es débil, y que es “mío”, que no es un indómito hombre con el cual pactar, tenía que ser ejecutado por la ira de los aqueos, no por el devorador y desmemoriado fuego, cuando lo abisman desde las murallas del alcázar; tenía que ser malogrado con prisa, como se le malogra el destino a los que caen presa de las coartadas de las astucias de la lechuza, que después del vuelo, se posa en la rama a devorar a su presa.
Astianax era la continuidad de los troyanos; los aqueos tenían que matarlo, y no azotarlo como un esclavo, para evitar malestares futuros. Así como él, para evitar malestares futuros se asesinan a oponentes con furia; sin embargo, los opuestos en el poder caen en sus garras mutuas, para degollarse, o precipitarse al barro, o al fuego.
Troya no es sólo la Troya antigua. Troya se restablece imborrable en los que se inquietan por alcanzar el poder, y tienen que vencer con artilugios al que espera su turno para reinar. El fuego de Troya se sienta a esperar al que va a ser derrotado; va calentándose, se hace vivo, temeroso, y cuando ya está ufano, quema, quema a los que se abonan a ser burlados por los que ríen sin estar perezosos, por los que hacen de la carrera política el negocio más lucrativo y corruptor de los que están dispuestos a derrumbar las murallas de Troya.
Los hombres contemporáneos al parecer no han aprendido de Eurípides que, la justicia no se pretende como tal, sino como alternativa para que los menos malos no sean suprimidos por la crueldad de las maniobras y fechorías de los malos. Un agravio de honor, no inquieta a las aguas ni a la tempestad de los dioses; sólo motiva a que el guerrero ordene “remediar” el agravio para castigar con la conquista y la sumisión a los implicados en tal “agravio”. La historia de Troya es hermosísima en lamentos, en el orgullo herido. Un raptor [París] de una mujer [Helena] hace que todos los ojos de una ciudad se llenen de lágrimas, que se asfixie, que se hunda, que las llamas del fuego la destrocen, hasta dejarla para siempre estéril. Y a sus doncellas enfermas de tristezas, vilmente siendo víctimas del agresor foráneo, socavadas, fragmentadas, merced a la amarga vida que le espera en tierra extranjera.
Reflexiono al leer ese quejido de las troyanas “¡Ay, ay de mí!”, y entiendo que la venganza siempre va en auxilio del mal; que un halcón no puede despedazarla, peor que cuando un perro lo hace cuando se le confía dar muerte a su presa. La venganza es el refugio de los celosos, no conoce de pausas, sólo de la árida perversidad para arruinar lo que no le da resultado satisfactorio. Por eso, una vez que se lanza al ejército a la guerra, se les antoja a ellos todas las vejaciones posibles, y todo queda a expensas del que escala los muros, y engendra muerte y terror.
El mundo continúa por los derroteros de ese camino; a los ladrones de “virtud” se les da como pena la muerte, y a las mujeres que van en búsqueda de un “adúltero tálamo”, la abyección.
Lo sentenció Menelao refiriéndose a Helena, diciéndole: “Anda, ve a buscar a los que han de apedrearte, y que tu pronta muerte expíe los prolongados padecimientos de los griegos, para que aprendas a no deshonrarme.”
Desde la antigüedad continúa esa fatalidad persiguiendo a las mujeres que quieren que la amen, aun dijera Helena: “me perdió mi belleza y me acusan de infame” [4], sin importarles, una vez más, la advertencia de Menelao: “Cuando llegue a Argos morirá indignamente como merece, y servirá de escarmiento a las demás mujeres, enseñándolas a ser honestas; y aunque, en verdad, no sea esto fácil empresa, su suplicio, por el miedo que ha de infundirles, refrenará la femenil locura, aunque las haga más perversas.” [5]
Por esa y otras razones, el coro de las troyanas, exclama: “Ahora nos toca a nosotras hincar la rodilla, llamando a nuestros esposos desdichados, que moran en el infierno”. Pero Hécuba, que sufre por la patria, y que exclama reiteradamente, “¡Ay, ay de mí!”, le dice a Andrómaca, su hija, que le señala la causa de la tragedia “que arruinó los alcázares de Troya con su odioso himeneo”: “No es lo mismo, ¡oh hija!, vivir que morir; la muerte es la nada, y a la vida queda la esperanza.” [6]
Escuchados estos versos de su madre, Andrómaca que, derramó sobre la tierra de Troya todas las lágrimas, que cobijó en sus brazos el trémulo cuerpo de su hijo Astianax, que gimió por la muerte de Héctor, que fue esposa, madre, y luego esclava, no se inmoló, aun se lo ofrecieran sus verdugos, porque tenía la virtud de la belleza interior. Sólo se desprendió de sus galas nupciales “la cinta, el lazo, la redecilla y el velo de oro”, y los hizo un velo de amor, para que sirviera de “mortaja al cadáver de su esposo”. [7]
Y, así como Andrómaca, Sylvia Troncoso se desprendió de lo que más amaba: la vida para la realización del amor, el amor como esencia de la vida, y se entregó al infinito; sólo que nosotros no hemos dejado de ofrendarle al estío ni a la tierra nuestras lágrimas por ella.
NOTAS
[1] Paul de Saint-Victor.Las Dos Carátulas. Los antiguos Sófocles, Eurípides, Aristófanes, Calidasa. (Sociedad de Ediciones Literarias y Artísticas. Librería P. Ollendorff, París, s/f): 208-209. Versión castellana de M. R. Blanco-Belmonte.
[2] Eurípides. Obras dramáticas (Librería “El Ateneo”, Buenos Aires: 1951): 289-290. Traducción directa del griego por Eduardo Mier y Barbery. Prólo de Carlos Otfrido Müller.
[3] “Andrómaca. Hija de Elción, rey de Sicilia y mujer de Héctor. Poco después de su viudez vio reducida a cenizas la ciudad de Héctor y correspondió como esclava a Pirro, que la llevó a Épiro y la hizo su esposa. Su tercer esposo fue Heleno, hermano del primero y rey de Épiro. Nunca pudo olvidar a Héctor, a quien hizo construir un magnífico monumento en tierra extranjera. Su hijo Astianax nació de Héctor; Moloso, Pielo y Pérgano del segundo y Cestrino del tercero. Se la presenta como modelo de esposas y madres. Su carácter y desgracias han inspirado a grandes poetas como Homero, Eurípides y Virgilio”. En: P. Commelin. Nueva Mitología griega y romana (París: Garnier Hermanos, Libreros-Editores, s/f): 367-368. Versión castellana de Rafael Mesa López.
[4] Ibídem, 315.
[5] Ibídem, 318-319.
[6] Ibídem, 307-308.
[7] Ibídem, 212.
Las fotografías que ilustran este artículo pertenecen a la “Colección Maricusa Ornes Coiscou”, a custodia de Ylonka Nacidit-Perdomo.
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