Tomás Bobadilla.
Tomado de la Obra Siluetas de Miguel Ángel Garrido. Pág. 187 y sig.
Este, lector, es un prodigio de confusiones andróginas. Una luz esquiva juguetea en su sonrisa saturnina, visto de frente, tiene la unción de un benedictino. De perfil, es moramente la reminiscencia de un carbonario. Hacia el mal consolando a la víctima. Hacia el bien burlándose del beneficio.
Dualista imposible, lo mismo estimaba a Santanas que a Cristo. Un cirio de llama verde, en medio a la oscuridad agorera de un templo en ruina, es menos fantástico que el resplandor de su historia. Cantaba el salmo de la libertad en un libro de Maquiavelo. Su ironía era un fluido anestesiarte. Una carcajada sin tregua era su fe. Se reía de todo: de la justicia, del derecho, de la Religión, del Deber, de Duarte, de Santana, de Jiménez, de Báez, de si mismo, cuando no hallaba de quien reírse en su infinita incredulidad.
Viejo, tenía la juventud de Saint-Just. Joven tuvo la vejez de Richelieu. Qué tránsfuga de los principios!. Qué inventario de paradojas casuísticas y de axiomas liberticidas! Para su conciencia de vida era una oriflama que debía plegarse dulcemente a las inciertas adulaciones del viento.
Con Boyer, con la menguada servidumbre de la República, en su calidad de Comisario del gobierno, votaba y ejecutaba la muerte de los revolucionarios dominicanos de “Los Alcarrizos” en 1824; y defendía en la prensa, en 1825, las notas diplomáticas de Haití contra el reclamo hecho por España en favor de la desocupación inmediata de la parte española de Santo Domingo.
Con el grupo de los afrancesados, con los que no creyeron jamás en la independencia Nacional, se complacía en desacreditar los planes separatistas de Duarte; y corrió, no obstante, inopinadamente, a última hora, a poner en conocimiento de los febreristas el peligro de las combinaciones de Levasseur, para precipitar con ellos el heroico grito de la Redención del Baluarte.
Presidente de la Junta Central Gubernativa, la noche de Febrero, su presencia entre aquellos generosos adalides de la Patria, puso asombro en el corazón de los descreídos, desconfianza en el discreto silencio de algunos patriotas, reconciliación efusiva en el ánimo de los monos previsores, amañada esperanza en las maquinaciones de los conservadores que, en el instante mismo de la redención, prepararon el huracán de las cruentas perfidias con que pagó el futuro la obra santamente gloriosa de los trinitarios.
Causa, origen, alma de las desgracias que aun cosecha el país en su asendereada vida de inestables garantías, de alzamientos y miserias, de levaduras infames, este hombre temible puso en camino de perdición la República, lanzando al campo de la libertad esta manzana de odios y pugilatos fratricidas; Santana.
Lo alzó a la majestad del Poder, improvisándolo, y le dio el concurso de cuantos miraban de soslayo la Patria Libre para buscar en el protectorado francés lo que no creyeron que podría realizar la fuerte virtualidad del patriotismo del pueblo. Lo alzó a la prepotencia del mando absoluto, y puso en sus manos la desoladora dictadura militar del artículo 210 de la Constitución de 1844, los consejos de guerra cuyo código de “a verdad sabida y buena fe guardada” levantaba un patíbulo al amparo de cada sospecha o cada delación inicua, y los tenebrosos decretos con que se consumó el sacrificio de Duarte, de Sánchez, de Pina, de Pérez, de todos los fundadores ilustres de la República.
Lo alzó, y desvaneciéndose un día el ascendiente de sus inspiraciones, caído de la gracia, hubiera pagado sus incontables errores, castigado por el ismo a quien erigió en dueño atrevido de la Nación, si la sagacidad de su raro talento no le induce a aceptar en momentos difíciles, en 1847, su expulsión del Congreso, y su extrañamiento del país.
Había formado la hoguera de las pasiones irritadas en que cayeron las instituciones y los hombres, y se reía de los graves conflictos, de los personalismos en aviesa confusión y disputa, contando a la suerte las intrepideces de su engañosa fraseología y el facundo color de sus iniciativas infatigables.
Este hombre, lo mismo escuchaba la protesta de la virtud que la algazara del delito. No era un temperamento varonil, y comparecía con los peligros. No era una racionalidad conspicua, y tenía voto decisivo en los conclaves del saber. No era característica de su vida la ambición del Poder, y siempre estuvo e su asecho. Era un confuso convencionalista, un utilitarista indiscreto, y daba contrarias direcciones súbitas a su conducta con la suma tranquilidad de un creyente.
Sin religión, sin ensueños, sin ideales, sin patriotismo, amigo de la sorpresa emocional de la tiranía, su palabra escodegino penetraba como un puñal y revestía de entrega las resoluciones del despotismo. Su nombre es el punto de partida de nuestras presentes vicisitudes; de la división honda y eterna que señaló, para desventura de todos, el resonante rompimiento del 9 de junio de 1844.
Alma escéptica, no tiene una sola gloria que restaure amorosamente su nombre en la conciencia del pueblo. Vivió una vida de luchas, sin ventura ni paz. No creyó en nada, y fue sacerdote de cuantas divinidades inventó su peculiar indolencia. Cuando en las borrascas del pasado se agitaba profundamente sagaz, no era para evitar los peligros sino para soplar las borrascas. Que genio tan fuertemente encariñado con los sofismas del interés!.
Qué inteligencia tan sabia para hurgar la sombra y hacerse dueña de sus misterios!. Toda una época, la de los grandes desatinos del primer periodo de la República, época de fusilamientos y ostracismos, de inacabables agravios a los patriotismos, de rivalidades y sacrilegios, tiene el sello de su individualidad batalladora.
En esta etapa comparase a modelo de patriota virtuoso, dignificado con el fingido entusiasmo de una fe robusta la realidad de los ideales puros, mientras en los profundo de sus intenciones late el engaño. En aquella, es el maestro de la tiranía. En todas, su musa es la sorpresa, su gran libro, lo práctico, sus finalidades, las del acaso, pero sin dejar asidero a la libertad, ni refugio a la esperanza. No creyó en Dios, y no falto a la devoción de los dogmas sacros. No creyó en Mahoma, y solemnizó el Koran. No supo nunca alzar la plegaria, ni borrar la injusticia de las opiniones extremas
Cuando Santana prepara la anexión española, increpa a Santana, combate la anexión. Se consuma el 18 de marzo de 1861, y al siguiente día pone al servicio de España su viejo nombre.
La Restauración le sorprende sirviendo la causa española, y mientras no vio seguro el triunfo de la República, mientras no llegó la víspera de la victoria final, no abandonó la anexión para aparecer en las filas restauradoras.
Nadie como él para dejar cumplidos los transformismos más estupendos. Aquí se haitiano, allí febrerista, allá liberal, acuña conservador, más luego español.. y nunca dominicano.!...nunca.
Porque enseño el derrotero de la tiranía a los tiranos, porque aconsejó el despotismo, porque instituyo el sofisma como fundamento de gobierno porque hizo, con sus consejos, los sacrificios del derecho, la proscripción del deber, el reino de la oligarquía, el Gólgota de la democracia, la infinita pesadumbre de cuantas torpezas consumó la ambición.
Nunca dominicano! Porque de haberlo querido, salva el porvenir de su pueblo, haciendo prósperas las instituciones, desarmando las iras primeras de los partidarismos nacientes, poniendo a distancia de las profanaciones groseras de la anarquía el alma noble y fecunda de la Redención de Febrero.
Su personalidad atrevida no era para pasar sin huella por el campo de la vida pública, o para aislarse en medio de las convulsiones de la política. Estaba dotado de grandes vuelos de osadía que le hacía remontar sin fatiga las más abruptas cimas, y llevar en sus alas el tremendo peso de cuantas responsabilidades le aconsejara el destino.
Y, sin embargo, no era un carácter. Le faltaba unidad de espíritu para serlo. No tenía la perfecta concordancia de las ideas, de los sentimientos y resoluciones del carácter.
Pasó, y su historia, alma de lo pasado, ofrece al mundo el desdén de una vida que miró al través de lo inútil la majestad del derecho, que santificó el despotismo, que se burló de la gloria, que se rio de la Patria, que cantó el salmo de las instituciones del progreso en un libro de Maquiavelo, y erigió en inspiradora sagrada del poder la impenetrabilidad de la fuerza
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