Zona Areíito. Aristóteles, último bastión de una civilización puesta entredicho
La ruptura. En el gran teatro del mundo occidental, una vez Federico Nietzsche filosofa con su mandarria y rompe con las cadenas lógicas de Aristóteles, ya no importa si contemplamos la Idea del Bien de Platón o aplaudimos la crítica a la inducción lógica de David Hume. No es decisivo si seguimos el método socrático, o bien si incursionamos al interior de la caverna platónica o nos sometemos al imperativo categórico de Inmanuel Kant.
Igualmente indiferente es si apostamos al positivismo y la verificación del significante – significado, y aún menos si optamos por la dialéctica en alguna de sus variantes, pretendidamente idealistas o altisonantemente transformadoras de la realidad histórica de las clases sociales.
Resulta superficial adentrarnos en la ontología del logos o en la analítica formal del lenguaje. E incluso, poco importa si nos reconocemos en la aún omnipresente eticidad hegeliana, o en un discurso meramente historicista.
Vivimos en una época en la que la poesía ontológica, como aquella de un Manuel del Cabral generada a la luz del sol y reconocida y alabada en los senderos de montaña que en vida recorría Martin Heidegger, ha dejado de indicar el sentido, tanto de la existencia, como de la historia.
De ahí el ocaso de todo ser que, sin concepto, fe o poesía, enfrente la ruptura de la civilización occidental desprovisto de una idea fundamental y fecunda como la del logos del animal social.
La fascinación. No es accidental que muchos estemos hoy día fascinados al borde de la nada, hechura de la voluntad de poder de Nietzsche y de transformadas metáforas en un lenguaje desprovisto de ser pero que entretiene con sus variantes nominalistas y analíticas, en medio del marasmo en que nos sume el consumismo de cosas, el comportamiento espectacular y la irreverente irrelevancia de todo lo que fluye y pasa.
Digo fascinados, pero no necesariamente embobados, pues, para que triunfe esa tentación, aún le queda por superar el cautiverio que implica la racionalidad lógica y la convivencia con los otros que nos lega la filosofía aristotélica como fundamento verdadero de cualquier acto de conocimiento y de libertad.
De ahí la difícil disyuntiva intelectual que enfrentamos y que al comenzar expuse en términos de seguir o de no seguir siendo esclavos de la lógica y de la ética.
Para mejor cernir esa disyuntiva y sus dos opciones, pro y contra una civilización occidental heredera de Aristóteles o adversada por Nietzsche, quizás convenga rescatar del olvido la única pregunta filosófica que ante el absurdo de la laboriosidad de Sísifo proponía a mediados del siglo pasado Albert Camus al escribir que la sola pregunta filosófica realmente seria es si apelamos o no al suicidio.
Respuesta. De mi parte, no tengo que dudar como Descartes para responder que la respuesta del dilema de Occidente no es el suicidio y tampoco una atronada vida desorientada –por no decir infeliz e intrascendente– y sin otro sentido que ser únicamente expresión vital de uno mismo.
Podrá ser cierto que comenzamos a vivir en una época en la que ni los hechos ni las ideas y tampoco los datos importan, pues solo interesa y preocupa el carpe diem de toda una civilización, sea esta la dionisíaca del “espectáculo” o la de la “modernidad líquida”. Quizás no sea la imaginación la que ha llegado al poder, pero sí el individuo aislado de sí, sujeto a la utilidad de su tecnología, principalmente las de la comunicación y de la estética médica, y su disfrute de todo lo que tiene en “la sociedad de la post verdad”. Pero precisamente por todo ello, sigo confiando en el porvenir gracias al hombre frágil y mortal, –cuantas veces este se esfuerce y demuestre que sigue siendo racional y social.
La aventura del bípedo sin plumas. Es en ese tenor que reconozco en Aristóteles, si bien no un mentor, sí el punto de partida de una extraordinaria aventura intelectual del género humano cuya historia llega hasta nosotros, tantas veces cuantas más nos esforcemos por explicar de manera objetiva la naturaleza de todo ser y atener así la vida social optando, de manera consciente y libre, por algo siempre mejor.
Aristóteles, contemporáneo intelectual de tantos de nuestros coetáneos y de nosotros mismos, atestigua que eso es posible a pesar de todos los errores y limitaciones que han sido demostrados a lo largo del tiempo en su sistema filosófico. Y sostengo que aún hoy es posible porque, tal y como él expuso por primera vez en su tiempo, el hombre (sea este hombre o mujer) es racional y político.
He ahí el primer y último bastión conceptual de toda una civilización que también, gracias al Estagirita, cree en el sentido y en la trascendencia de la vida en sociedad de ese bípedo sin plumas que fuimos y seguimos siendo todos y cada uno de nosotros.
Igualmente indiferente es si apostamos al positivismo y la verificación del significante – significado, y aún menos si optamos por la dialéctica en alguna de sus variantes, pretendidamente idealistas o altisonantemente transformadoras de la realidad histórica de las clases sociales.
Resulta superficial adentrarnos en la ontología del logos o en la analítica formal del lenguaje. E incluso, poco importa si nos reconocemos en la aún omnipresente eticidad hegeliana, o en un discurso meramente historicista.
Vivimos en una época en la que la poesía ontológica, como aquella de un Manuel del Cabral generada a la luz del sol y reconocida y alabada en los senderos de montaña que en vida recorría Martin Heidegger, ha dejado de indicar el sentido, tanto de la existencia, como de la historia.
De ahí el ocaso de todo ser que, sin concepto, fe o poesía, enfrente la ruptura de la civilización occidental desprovisto de una idea fundamental y fecunda como la del logos del animal social.
La fascinación. No es accidental que muchos estemos hoy día fascinados al borde de la nada, hechura de la voluntad de poder de Nietzsche y de transformadas metáforas en un lenguaje desprovisto de ser pero que entretiene con sus variantes nominalistas y analíticas, en medio del marasmo en que nos sume el consumismo de cosas, el comportamiento espectacular y la irreverente irrelevancia de todo lo que fluye y pasa.
Digo fascinados, pero no necesariamente embobados, pues, para que triunfe esa tentación, aún le queda por superar el cautiverio que implica la racionalidad lógica y la convivencia con los otros que nos lega la filosofía aristotélica como fundamento verdadero de cualquier acto de conocimiento y de libertad.
De ahí la difícil disyuntiva intelectual que enfrentamos y que al comenzar expuse en términos de seguir o de no seguir siendo esclavos de la lógica y de la ética.
Para mejor cernir esa disyuntiva y sus dos opciones, pro y contra una civilización occidental heredera de Aristóteles o adversada por Nietzsche, quizás convenga rescatar del olvido la única pregunta filosófica que ante el absurdo de la laboriosidad de Sísifo proponía a mediados del siglo pasado Albert Camus al escribir que la sola pregunta filosófica realmente seria es si apelamos o no al suicidio.
Respuesta. De mi parte, no tengo que dudar como Descartes para responder que la respuesta del dilema de Occidente no es el suicidio y tampoco una atronada vida desorientada –por no decir infeliz e intrascendente– y sin otro sentido que ser únicamente expresión vital de uno mismo.
Podrá ser cierto que comenzamos a vivir en una época en la que ni los hechos ni las ideas y tampoco los datos importan, pues solo interesa y preocupa el carpe diem de toda una civilización, sea esta la dionisíaca del “espectáculo” o la de la “modernidad líquida”. Quizás no sea la imaginación la que ha llegado al poder, pero sí el individuo aislado de sí, sujeto a la utilidad de su tecnología, principalmente las de la comunicación y de la estética médica, y su disfrute de todo lo que tiene en “la sociedad de la post verdad”. Pero precisamente por todo ello, sigo confiando en el porvenir gracias al hombre frágil y mortal, –cuantas veces este se esfuerce y demuestre que sigue siendo racional y social.
La aventura del bípedo sin plumas. Es en ese tenor que reconozco en Aristóteles, si bien no un mentor, sí el punto de partida de una extraordinaria aventura intelectual del género humano cuya historia llega hasta nosotros, tantas veces cuantas más nos esforcemos por explicar de manera objetiva la naturaleza de todo ser y atener así la vida social optando, de manera consciente y libre, por algo siempre mejor.
Aristóteles, contemporáneo intelectual de tantos de nuestros coetáneos y de nosotros mismos, atestigua que eso es posible a pesar de todos los errores y limitaciones que han sido demostrados a lo largo del tiempo en su sistema filosófico. Y sostengo que aún hoy es posible porque, tal y como él expuso por primera vez en su tiempo, el hombre (sea este hombre o mujer) es racional y político.
He ahí el primer y último bastión conceptual de toda una civilización que también, gracias al Estagirita, cree en el sentido y en la trascendencia de la vida en sociedad de ese bípedo sin plumas que fuimos y seguimos siendo todos y cada uno de nosotros.
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