En La Semana Más Corta: Mujeres vestidas de hombres
«Pasa, pasa el tiempo y en el cine de nuestras vidas van cambiando las películas y desfilan por la pantalla cosas difíciles que al final siempre son las mismas historias, que es historia aunque la disfracen siempre para nosotras […]». Abigail Mejía Solière, [Manuscrito inédito] 2 de septiembre, 1917.
La crítica feminista tiene un nombre luminoso en Abigail Mejía Solière. Ignorada y desconocida por el canon literario tradicional, y poco estudiada aun, estuvo de frente al lienzo blanco que coloca en fuga vidas, caracteres, historias e instantes referenciales de una época. Opinó, apuntó sus ideas sobre esa obra de arte que es la cinematografía cuando sublimiza ante la mirada a la metáfora; esa palabra que aparece en todos los diccionarios, y se dice pertenece a los poetas, puesto que legitima el encuentro entre la imagen y el inconsciente que reflexiona sobre lo que ve, sobre lo que escucha, y nos recuerda qué identidad tenemos, ocultamos, aprisionamos o sustituimos.
SANTO DOMINGO, 2017. La identidad fue el tema del Festival Audiovisual La Semana Más Corta de la Escuela de Comunicación Social de la Pontifica Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM), que celebró su 10mo. Aniversario con el lema «En el mismo trayecto del sol» del 19 al 23 de junio, y en el cual participamos como conferencista nocturna con el tema: «Historias coleccionable para el cine: Mujeres vestidas de hombre» en razón del interés de su Directora, la profesora y comunicadora especialista en teoría de género Elvira Lora, a fin de «inquietar» al colectivo a través de la metáfora y de la poesía como arma de «sentido liberador» y despertar al «subconsciente, de inconformidad con la estrecha sociedad que nos rodea. », al decir de Luis Buñuel. [1]
Así, desde la metáfora que construye al poema cinematográfico, al cual alude León Felipe (1885-1968) en su libro La Manzana, poema cinematográfico [2], la identidad en un primer nivel de aproximación -desde mi perspectiva- a lo genérico, alude no sólo a la transgresión o al desprejuiciamiento, puesto que, no es una simbología hueca, imposible de mostrar desde un cristal como una configuración biográfica, en torno a la cual peligrosamente existimos con un no-ser que nos frecuenta, que se hace yoísmo, que se disgrega en la historia o en los confines que provoca a la realidad.
Por ejemplo, la identidad femenil que conocemos ha sido creada desde el inicio del cine como la “estirpe” real de qué es ser mujer, por lo cual, miles de cortometrajes han hecho posible que el amor romántico se valide desde las pantallas como la impronta única que no se condena para “explicar” la sumisión y la esclavitud que “adornan” nuestras relaciones afectivas. Esto explica el porqué liberarse de las ataduras de la mirada del otro, ser desobediente, advertir que sí –por los siglos de los siglos- continuáremos siendo la imagen del creador varón, es la evidencia de ese “pacto referencial” que nos hace existir desde la ficción literaria, y que el cine, sea documental o no, neorrealista o histórico también legitima.
Abigail Mejía Solière, que residió en Barcelona de 1909 a 1925 -con ciertos intervalos de viajes a Santo Domingo en 1919, 1920 y 1924-, captó otra necesidad de filmografía alejada de los patrones patriarcales y burgueses. Le bastó estar de frente a dos series que narraban con mayúsculas el peso del poder del hombre, su desempeño en la violencia como ideología occidental de la opresión que traen la fuerza y el orden coercitivo legal, reproducidas en las “escaramuzas” de una pelea de boxeo que se proyectaba en las pantallas del cine barcelonés Palace Cinema titulada “Vivo o muerto” protagonizada por el boxeador estadounidense William Harrison “Jack” Dempsey (1895 –1983) en una producción ruda, excitante, que fue un éxito taquillero con su anecdotario de puños, y la lucha titánica de frente al público espectador. [3]
Curiosamente, Jack Dempsey era contemporáneo de la entonces reportera internacional desde Barcelona para La Información de Santiago, la intelectual dominicana Abigail Mejía Solière (1895-1941), que escribía, además, en el influyente Diario Independiente de Barcelona La Vanguardia, que fundaron Don Carlos y Don Bartolomé Godó en la calle Pelayo número 23.
En esa época en que las feministas españolas, francesas e inglesas se enfrentaban a las restricciones que continuaban imponiéndole en occidente a la demanda de sus derechos civiles y políticos, que el proletarismo recorría con su Internacional Socialista a los Estados nacionales modernos, se proyectaba en la ciudad condal otra cinta interesantísima sobre la convulsión revolucionaria de 1793.
La deslumbrante serie «93» basada en la novela homónima de Víctor Hugo Quatrevingt-Treize publicada en 1874, y llevada al cine por André Antoine en 1920, no sé si dejaba al hombre de entonces en la cárcel de sus sueños o no le daba la opción de cómo romper sus cadenas. Recreaba en el terreno fílmico las corrientes del revolucionarismo feroz, el enaltecimiento de los valores y de la igualdad como proclama de victoria o muerte en lo melodramático, una historia forjada por las multitudes que hacen añicos las mentiras ancestrales de la opresión, y de la represión del Estado declarado como padre de todos, pero que al final se funda en la ilegitimidad provocando, entonces, el surgimiento del dilema «revolución versus la política del terror», y el enfrentamiento de las dos «R»: la Revolución versus la República.
Ante esas dos formas, maneras o modelos lúdicos de hacer cine donde la gloria es obtenida dando puñetazos, o movilizando al pueblo a derribar las convenciones políticas en las cuales no han tomado parte, ni ha sido consultado, estuvo como espectadora Abigail Mejía Solière.
De ahí, de ese libro abierto de la vida aun por conocer, donde éramos nosotras una especie de apátridas, se pensó el «género», ese signo, esa metaforización extra ficticia individual, que se fragmenta, que nos construyen, que el inconsciente asume, que se diluye en la intimidad –si acaso-, que se establece para cada sexo, que es una variable metatextual creada, reafirmada, descripta por el cine de los novecientos sin insistir en qué es la identidad, puesto que no se preguntaban los creadores, los guionistas, los productores o los directores si «existe, realmente, el derecho de investigación del sexo en los aspectos de la vida que ninguna relación guardan con él? », cuestionamiento puesto sobre el tapete en 1928 por el periodista catalán Antonio G. de Linares.
Abigail, que tenía un nombre bíblico, elegantemente ambiguo, que lo usan indistintamente para nombrar a personas del sexo femenino o del masculino, y que llamaba a emanciparse a las otras, se interesa -por sus experiencias como espectadora del cine en Barcelona- por la asexualización, es decir, por la identidad de la asexualización, mejor dicho, por estudiar a las mujeres que visten de hombres, que vistieron de hombres en distintos siglos, entre ellas, Josefina de Holanda, Hortensia Mancini, Elizabeth de Montmorency, María Kock o la Monja Alférez, para un serial cinematográfico, entre otras. [4]
La identidad de la asexualización, esa otra vanguardia -«soy mujer, pero me visto como hombre»- hizo furor en el cine de la época cuando las más afamadas actrices estuvieron en la pantalla con trajes sastres de tres piezas, pantalón, camisa, chaqueta y corbata.
No obstante, lingüísticamente, este concepto, este significante intraficcional, esta premisa evocativa que se alimenta de impugnar la hegemonía patriarcal en el imaginario, que es epistémica, que se contrapone a la identidad genérica, que no es dualidad, se asemeja, quizás, a la utópica alteridad de la identidad sexual que se desglosa en la construcción discursiva del sujeto de «qué soy», «cómo me asumo», «cómo me ven».
Abigail atraída por esa realidad “hiperbolizada” clandestinamente de la identidad de la asexualización, la reivindica a través de múltiples lecturas que he llamado en homenaje a ella (para esta ocasión): Historias coleccionables para el cine: Mujeres vestidas de hombres.
En el siglo XX, en la República Dominicana, en la década del 20, hubo dos mujeres, dos intelectuales-creadoras que «jugaron» -por decirlo de alguna manera- a vestirse de hombres. Una de ellas, era hija del propietario del Cine Capitolio de la calle Arzobispo Meriño, y tuvo la posibilidad de hacerlo frecuentemente para actuar en el teatro, pero en lo privado se supone que fue víctima del cuestionamiento en sus años juveniles. Su nombre: Celeste Woss y Gil.
La otra, lo hizo fuera, en París, desde 1926 a 1933, en ese otro mundo en que vivía, menos cerrado, junto a sus amigas, entre ellas Colette de Jouvenel (1913-1981), la hija de la famosísima escritora francesa conocida como Colette, en un tiempo que atravesaba los márgenes del ahora y del después sin que se dejaran obsesionar por el «qué dirán». Aquí -en Santo Domingo- también se vistió a “lo macho”, aunque solo fuera para recorrer el Cibao en cabalgata. Su nombre: Hilma Contreras.
La asexualización, esa identidad cómplice de las mujeres que se emancipan de los prejuicios, -y los enfrentan-, o de aquellas que compiten por alcanzar el poder político y económico, que militan frenética y rabiosamente por su libertad y en defensa de su libertad (de existir, de pensar y de actuar), que trasgreden la resistencia a los cambios ideológicos o la contracultura ancestral, que no dejan que un maldito amor las domine, no se ha explorado en la filmografía nuestra como una obra de arte.
La asexualización no es una identidad que angustia -vestirse de/ como hombre- , aunque trae alborozos aun en nuestro medio. Esta identidad no es simplemente heredera de las amazonas, sino del absoluto control que se tiene para enfrentar el mundo del otro, y las dos caras de la moneda, y a “ser otro” cuando se encuentran obstáculos, rígidos imperativos sexistas, y rutinas donde se agotan las distintas máscaras. Las mujeres que se visten de/como hombre seducen, atraen, pero en la narrativa de la identidad, ellas, a solas, salvan su propia existencia de la dureza de la vida, de los puñetazos en una pela de boxeo, o de la insurrección de los pueblos.
Si leemos y reconstruimos las historias de ellas, quedaríamos deslumbradas, fascinadas por lo que realmente ocultan tras ese ropaje, y cómo unas pudieron salvarse así de los inquisidores, de la persecuciones, del patíbulo, de la infamia, de la férrea invisibilidad impuesta a las que escogían otra ruta que no fuera la sumisión simple.
La identidad asexualizada es un capítulo pendiente del cine dominicano, al igual que buscar historias coleccionables de mujeres que crean otro signo, que se desenvuelven hoy día en el mundo financiero y empresarial, en el ámbito de la autoridad pública, en la intelectualidad, o como auténticas excéntricas donde están ellas -de manera notable- reconocidas, pero vistas como “raras”. No obstante, la identidad asexualizada es visible en las que se sublevan contra el poder patriarcal, y que han sido canonizadas por la historia oficial como subversivas. Su “raro estilo” -como son estigmatizadas-, provoca imaginarios al espectador, al que mira, al que ve, al que observa, aun cuando no se comprende que es un derecho de la dignidad humana escoger una identidad asexualizada.
Las Historias coleccionables para el cine: Mujeres vestidas de hombreslas inició Abigaíl Mejía Solière justo hace un siglo, cuando fue indagando sobre mujeres que en el transcurso de la historia vistieron de/ como hombre, y que despectivamente llamaban “ser mixto”.
Esta temática pudiera dar lugar a un movimiento cinematográfico transformador, de ruptura, que desplace la hegemonía del cine patriarcal en una sociedad que está presa por la cultura del sistema, donde la identidad del sujeto denominado mujer continúa en una jaula, secuestrada y manipulada, ya que su identidad ha sido rota desde siempre, porque ha estado merced a las contradicciones feroces de etnias, creencias, poder y clase, a la prisión del silencio impuesto, a la simulación, a la censura, a las apelaciones simbólicas, a la sombra del miedo.
Ese estar bajo la sombra del miedo es lo que dio origen al interés de Abigail Mejía Solière de coleccionar historias de mujeres vestidas de/ como hombres, de hacer una serie de recuentos, de cuadros, de episodios, sobre esa identidad rota del «soy», del «así soy», del «debo ser así» o «asumirse a sí» ¿para qué?- Y respondo que, quizás, para emanciparse, para no dejarse aplastar por una indefinición no adecuada de su identidad: la dominante, la occidental, la del orden, la que ilustra la ideología excluyente, que le otorga “personalidad” a la mujer haciéndola un fetiche, un objeto.
Identidad y destino son dos puntos opuestos entre los cuales oscila el ser, el existir; ese existir donde -de alguna manera- las mujeres tienen rostros escondidos, aun la llamada minoría que piensa. No en vano Josette Forgeot, compañera de estudios de Hilma Contreras de 1926 a 1928 en el Liceo Víctor Duruy en Versalles, le escribió en su diario iconográfico de viajes un suvenir que dice «El matrimonio es un corso persa» el 10 de junio de 1928, y su otra condiscípula Merche Roig un pensamiento que es una joya: «El alma debe correr como un agua límpida. El alma debe correr, amar y morir». [5]
NOTAS
[1] Luis Buñuel, Revista de la Universidad de México publicada por la Universidad Nacional Autónoma de México. (Volumen XIII, Número 4, diciembre de 1958): 1.
[2] León Felipe, La Manzana, poema cinematográfico. 1ra. Edición (Fondo de Cultura Económica: México, 1951): 27.
[3] El estreno de la serie fue el domingo 2 de octubre de 1921 (La Vanguardia, página 13, domingo 2 de octubre de 1921), y el final, la proyección del último episodio, el quince, el viernes 28 de octubre de 1921. [La Vanguardia (28-X- 1921):9]
[4] Mujeres vestidas de hombre de la lista de Abigail Mejía: [A] Jacqueline de Holanda que «escapó de su prisión en Gante, disfrazada de hombre, dirigiéndose a galope en busca de auxilio en la parte norte del país» para salvar a su reino en 1420. [B] En el siglo XVII, Hortensia Mancini, duquesa de Mazarino, casada forzosamente por conveniencia, huyó de su palacio en París vestida de hombre. Hizo una vida de caballero errante por siete años entre Alemania, Francia, Italia y Holanda hasta 1675. [C] Elizabeth de Montmorency, duquesa de Luynes, dama de compañía de María Antonieta, a quien la viruela daño su rostro perfectamente hermoso, por lo que «renunció a las ocupaciones de su sexo, se vistió de hombre, anduvo casi siempre a caballos por caminos y bosques cazando ciervos y jabalíes ». Casó, finalmente, en 1786, con un hombre obeso, y que había sido mariscal de campo. [D] María Kock, la pobre muchacha húngara, que por ser mujer no encontraba trabajo, y adoptó la apariencia y el vestir de hombre, laborando por tres años en una granja, ante la disyuntiva del hambre o la indignidad.
[5] Las fotografías de Mujeres vestidas de hombre provienen del Archivo de Hilma Contreras, y los recortes de periódicos de Mujeres vestidas de hombre del Archivo de Abigail Mejía Solière, al igual que las postales.
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