Teodosio I fue el último emperador que gobernó el mundo romano como un imperio único. A su muerte, en 395, la división del Imperio en dos representó un punto y aparte en la historia de Roma. Tras Teodosio, ningún soberano volvería a extender su autoridad del Éufrates al Rin y del Danubio al Magreb. Sus hijos, Arcadio en Oriente y Honorio en Occidente, iniciaban así sus andaduras por separado, conscientes de la necesidad de consolidar sendos imperios como garantía de supervivencia.
En menos de un siglo, el mundo asistiría al fin del viejo Imperio romano y al nacimiento de un nuevo imperio hermano que aún sobreviviría mil años a la caída de Roma: el bizantino. Y en este contexto histórico y político, Rávena, que primero fue romana y, tras un paréntesis ostrogodo, se rebautizó bizantina, desempeñó un papel primordial.
La situación de Rávena, al norte de Italia y a pocos kilómetros del mar Adriático, ya la había convertido siglos antes en una ciudad estratégica para el poder romano, como demuestra el hecho de que los emperadores Octavio Augusto y Trajano construyeran en sus inmediaciones un enorme puerto y un acueducto.
Honorio decidió abandonar Roma y trasladar la sede del Imperio romano de Occidente a Rávena, más fácil de defender.
Sin embargo, el protagonismo en la historia le llegaría en el siglo V gracias al hijo menor de Teodosio, Honorio, quien, con apenas 18 años y transcurridos ocho desde la muerte de su padre, decidió abandonar Roma y trasladar allí la sede del Imperio romano de Occidente. Esta controvertida decisión, que convirtió a Rávena en capital e implicó en cierto modo dejar en la estacada a miles de ciudadanos de la metrópolis romana, estaba relacionada con la fácil defensa de la zona. Rodeada de ciénagas y pantanos, Rávena era más fácil de proteger que Roma. Además, en un momento en que las incursiones bárbaras parecían imparables, resultaba más accesible para las fuerzas del Imperio romano de Oriente. Estas, bajo el gobierno de Arcadio, quizá podrían ayudar a Honorio a frenar las ofensivas de las belicosas tribus germánicas que asolaban la parte occidental.
Tranquilidad entre marismas
Aunque el origen del nombre de Rávena es probablemente etrusco, algunos estudiosos destacan su estrecha relación con el término navenna, derivado de la palabra naves, y apuntan igualmente a un origen etimológico relacionado con el término rhein (lugar de aguas abundantes). En todo caso, en su puerto se llegó a concentrar toda la flota naval romana destinada al Mediterráneo oriental, y se acabó convirtiendo en uno de los mayores emporios navales en tiempos de Augusto.
Rávena, en tanto que ciudad costera del norte, protegida también por sólidas fortificaciones, presentaba una mejor defensa.
De hecho, en la relación de Rávena con el agua, cuyo protagonismo también evidencian los muchos mosaicos de la época, se halla la justificación perfecta para el traslado de la sede imperial en el año 402. En tanto que ciudad costera del norte, protegida también por sólidas fortificaciones, Rávena presentaba una mejor defensa. Sin embargo, su situación no ayudaba a que las fuerzas romanas pudieran auxiliar a la Italia central y su capital, Roma, ante las incursiones bárbaras. Por otra parte, plantear una bicefalia acarreaba riesgos, porque podía dar lugar a una autoridad doble, la de las magistraturas en Rávena y la del Senado en Roma, por mucho que quienes acabaran moviendo los hilos del Senado fuesen las autoridades ravenesas.
Según algunos historiadores, las causas de la decadencia del Imperio hay que buscarlas en ese traslado a Rávena. Sin embargo, la tesis no es compartida por quienes defienden que fueron cómplices de ello la desidia itálica, la fuerza bárbara y la indolencia oriental. O, lo que es lo mismo, la ineptitud del emperador Honorio, el ímpetu guerrero del godo Alarico y el desapego con respecto a Occidente del hermano de Honorio, Arcadio.
Siguiendo el adoctrinamiento cristiano de su padre, Honorio excluyó de los cargos del Estado a aquellos que fueran contrarios a la Iglesia católica, lo que supuso descalificar a algunos valientes y hábiles oficiales partidarios del paganismo. Su gobierno, uno de los más desastrosos que se recuerdan en los anales romanos, era tan débil y poco cohesionado a nivel interno que difícilmente lograba amortiguar los ataques bárbaros, que no eran pocos.
El godo Alarico era un verdadero líder y, para perjuicio del inepto Honorio, un guerrero nato.
Por el contrario, su rival Alarico Ia quien los godos habían convertido en rey por considerar indigno que fuera súbdito de Roma, era un verdadero líder y, para perjuicio de Honorio, un guerrero nato. Según el historiador Edward Gibbon, “en las artes de la negociación, al igual que en las de la guerra, el rey godo conservó su superioridad sobre un enemigo cuyos cambios derivaban de una total falta de proyecto y planificación”.
Con la corte refugiada en Rávena, y ante la indiferencia del imperio oriental, Alarico campó a sus anchas por el territorio itálico, empezando por el norte. Con total impunidad, saqueó ciudades y municipios como Aquilea o Cremona, en las que incluso reclutó efectivos. No obstante, cuando avanzó al límite de la ciénaga que protegía la inexpugnable residencia del emperador en Rávena, decidió, para sorpresa de los raveneses, pasar de largo y seguir asolando la costa del Adriático. Su objetivo era llegar a la Ciudad Eterna.
El saqueo de Roma
En el año 410, las tropas de Alarico bloquearon el acceso a Roma rodeando las murallas, obstaculizando las doce puertas principales e interceptando las comunicaciones con los campos y el río Tíber, por el que los romanos obtenían las provisiones. La rendición era cuestión de tiempo. En el interior, la corte de Rávena insistía en que iba a llegar ayuda muy pronto, lo que mantuvo por un tiempo intacta la moral de la población. En aquella época la ciudad contaba con unos 34 kilómetros de perímetro circular y alrededor de 1.200.000 habitantes, muchos de los cuales perecieron a causa de la miseria y el hambre durante el bloqueo. La situación era de tal gravedad que, según Gibbon, “se extendió la oscura sospecha de que algunos desesperados se alimentaban con los cadáveres de sus congéneres […], y como los sepulcros públicos, situados extramuros, se encontraban en poder del enemigo, el hedor que desprendían tantos cadáveres putrefactos e insepultos infectó el aire y una enfermedad pestilente posterior agravó las miserias”. Así las cosas, la ciudad sucumbió y el sitio acabó en rendición y saqueo.
La caída de Roma conmocionó a medio mundo, puesto que ponía de manifiesto la decadencia del Imperio. 
La caída de Roma, mientras el emperador y su corte disfrutaban con hosco orgullo de la seguridad de las marismas y fortificaciones de Rávena, conmocionó a medio mundo, puesto que ponía de manifiesto no solo la decadencia del Imperio, sino el desmoronamiento de toda una civilización.
Para los godos esto no carecía de importancia. Es lo que se desprende de las palabras del propio Alarico: “Desde que tomé Roma en mis manos, nadie ha vuelto a menospreciar el poder de los godos. Lo que impulsó el afán de conquistas y el deseo de aventuras dio grandeza a un pueblo necesitado de patria”. Tampoco el respaldo oriental contra la ofensiva goda en Occidente sirvió de mucho. La rivalidad de las cortes de Arcadio y Honorio facilitó el triunfo godo, enemigo común. Bizancio ignoró, tal vez incluso deseó, el trágico destino de Roma.
Como botín, el godo no se conformó con la plata y el oro de una ciudad cuyas arcas estaban exangües, sino que tomó como rehén a la hermanastra de Honorio, Gala Placidia, que se hallaba en Roma en el momento del asalto. Presa de Alarico, le acompañó en sus incursiones a través de Italia y la Galia e incluso se unió en matrimonio (parece que por amor) a su sucesor, Ataúlfo. Coronado rey tras la muerte de Alarico, Ataúlfo firmaría un tratado de paz con los romanos.
A su muerte en 415, Gala Placidia fue devuelta a Rávena y a los romanos. Tras casarse con Constancio, un general que sería coemperador con Honorio, Gala Placidia dio a luz a un pequeño que ascendió al trono como Valentiniano III con solo cinco años. El Imperio de Occidente iba perdiendo dominios y estaba cada vez más desmembrado. Su madre ejercería de regente durante algo más de un decenio.
Esplendor en piedra
Durante casi medio siglo, desde 425 hasta 476, año en que se sitúa el final oficial del Imperio, Rávena floreció en los terrenos arquitectónico y cultural gracias a la construcción de varios edificios de corte paleocristiano. Entre ellos destaca el mausoleo de Gala Placidia, también conocido como oratorio de San Lorenzo, famoso por sus decoraciones en mosaico. Ejemplifica el esfuerzo de la corte imperial por demostrar desde Rávena la buena salud del Imperio romano de Occidente.
Sin embargo, no son los monumentos de factura romana los únicos que han convertido Rávena en una ciudad de hermosa arquitectura. Tras un período relativamente inactivo, la ciudad volvió a ser objeto de grandes construcciones bajo el reinado del ostrogodo Teodorico, yerno de Alarico. Años más tarde se convertiría en nuevo foco de interés arquitectónico y cultural del poder bizantino gracias al empeño del emperador Justiniano.
Teodorico convirtió Rávena en capital del reino ostrogodo de Italia y en una de las ciudades más bellas de la época. 
Como el resto de la península itálica, Rávena fue testigo de la caída definitiva del Imperio romano de Occidente, que se fraguó con la renuncia al trono del último de sus emperadores, el ravenés Rómulo Augusto. El joven, tras el mandato fugaz del emperador Julio Nepote, asumió el trono durante poco más de un año para después abdicar a la fuerza en el jefe hérulo Odoacro. Corría el año 476. Odoacro era hijo de un noble huno que entró al servicio del ejército imperial en Italia, desde donde encabezó la revuelta con la que hizo claudicar al emperador para coronarse rey de Italia. Como prueba de su victoria sobre Rómulo Augusto, hizo que llevasen a Constantinopla, la capital del Imperio oriental, la vestimenta real y las insignias de palacio, con lo que manifestaba su intención de someterse a la autoridad de Zenón, entonces a la cabeza del Imperio romano de Oriente.
Odoacro consideraba a Zenón el único gobernador legítimo de todo el Imperio. Su aspiración era convertirse en su representante en suelo occidental, y en cierto modo lo consiguió. Según un documento oficial enviado a Zenón en Constantinopla, Odoacro había logrado que el pueblo romano aceptase esa nueva coronación: “La República confía en las virtudes y el valor de Odoacro y humildemente requiere al Emperador que le dé el título de patricio y consienta que administre la diócesis de Italia”. Con esta sentencia, el pueblo romano renunciaba a sus derechos, dejando patente que la germanización de Italia era ya imparable y que Odoacro era su legítimo gobernante.
Sin embargo, pudo ejercer como tal durante solo diecisiete años. Con el apoyo del propio Zenón, el primer rey bárbaro de Italia fue asesinado durante un banquete celebrado en Rávena por el ostrogodo Teodorico en 493. Político hábil y reconocido diplomático, estableció su residencia en la ciudad, a la que convirtió en capital del reino ostrogodo de Italia y en una de las ciudades más bellas de la época.
El largo gobierno de Teodorico sería recordado por el espíritu de adaptación y tolerancia del ostrogodo. 
Devoto del arrianismo, doctrina que niega la divinidad de Cristo y que llegó a ser religión oficial de muchos pueblos germánicos, el llamado Teodorico el Grande intentó que el arte y la arquitectura fueran una muestra explícita y expansiva de su fe. Por lo que, con el objetivo de ampliar, o superar, el esplendor de los edificios de Gala Placidia, hizo levantar en Rávena monumentos como el Baptisterio Arriano, un mausoleo y un palacio que llevan su nombre o la basílica arriana de Sant’Apollinare Nuovo, transformada a la ortodoxia setenta años después a manos de los bizantinos.
El gobierno de Teodorico, que duró 32 años, sería recordado, sin embargo, por el espíritu de adaptación y tolerancia del ostrogodo. Según una crónica, “gobernó dos naciones, ostrogodos y romanos, como si fueran un solo pueblo. Aunque era arriano de religión, encargó la administración civil a los romanos y no hizo nada contra los católicos. Celebró fiestas en el circo y en el anfiteatro y repartió raciones entre el pueblo”. De hecho, el título del caudillo era el de “Rey de los godos y los romanos en Italia”. Murió a los 72 años en Rávena, donde fue enterrado en su magnífico mausoleo.
Ciudad de Bizancio
Tras una época de relativa calma, la muerte de Teodorico en 526 trajo consigo nuevos enfrentamientos. Al año siguiente de su desaparición era coronado en Constantinopla un nuevo jefe supremo del Imperio romano de Oriente: Justiniano I el Grande. El emperador se presentaba a sí mismo como único sucesor de los césares romanos y soberano natural tanto de Oriente como de Occidente. Según él, los germanos no eran sino vasallos en quienes se había delegado temporalmente el gobierno de algunas provincias, un mero paréntesis en la historia romana. Por este motivo, y ya sin la sombra del líder arriano en Italia, su objetivo estaba claro: barrer a los pueblos germánicos del mapa occidental y recuperar los dominios del antiguo Imperio romano.
El objetivo de Justiniano era barrer a los pueblos germánicos del mapa occidental y recuperar los dominios del antiguo Imperio romano. 
Para cumplir su misión y arrebatar el poder a los vándalos, ostrogodos y visigodos que dominaban la cuenca mediterránea, Justiniano contó con Belisario, protagonista indiscutible de la reconquista de gran parte del Imperio romano de Occidente. General de confianza del emperador –por mucho que algunas fuentes alerten sobre la creciente desconfianza que su popularidad despertaba en Justiniano–, Belisario se lanzó en 535 al asalto de los ostrogodos. Tras asegurarse los territorios de Sicilia, Nápoles y Roma, fijó su mirada en la capital, Rávena, que tomó en nombre de su emperador cinco años después.
Caracterizado por su fervor ortodoxo, Justiniano hizo construir importantes edificios. Decorados con mosaicos de extraordinario valor que ilustran la gracia divina, contribuyeron a legitimar Rávena como ciudad imperial del Adriático. De hecho, pasó a convertirse en capital del exarcado, es decir, en la sede del gobernador bizantino de Italia, considerado el representante del emperador, pero con gran autonomía civil y militar. Con ello se iniciaba en Rávena una nueva época de esplendor.
El legado de Justiniano dejaría una impronta clara en el terreno artístico y cultural, como demuestra por ejemplo la iglesia de San Vitale, el complejo más importante del arte cristiano tardío. Rávena dejaba atrás su historia romana y ostrogoda para degustar, gracias a Justiniano, las mieles de la época más gloriosa de Bizancio. Una auténtica edad de oro que, más allá de la expansión territorial, se caracterizó por el florecimiento del arte cristiano y por la suntuosidad ornamental de sus construcciones y espléndidos mosaicos.
Este artículo se publicó en el número 498 de la revista Historia y Vida. ¿Quieres aportar algo? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.
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