Aporte. Cultura campesina y choteo carnavalesco en el Caribe hispánico
Publicado el: 10 diciembre, 2016
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Pedro Henríquez Ureña (“La antigua sociedad patriarcal de las Antillas” 1925), al hacer uso del método filológico que une el desarrollo de la cultura letrada a los eventos de la cultura material, nos deja una visión de que nada cambiaba en mucho tiempo en nuestra sociedad. Los estudiosos de la economía no pueden hablar de desarrollo económico. En el siglo XVIII es predominante la cultura hatera y la mayoría de estos establecimientos de cultura agraria estaban establecidos en las zonas más cercanas a Haití y mientras que el Este era la región más despoblada.
La relación entre cultura material y cultura espiritual nos llevaría a pensar que éramos un país de subsistencia y de escasa cultura espiritual. Lo que lleva a Pedro Henríquez Ureña a postular que lo que había de esa cultura se fue del país con la cesión de la isla a Francia a fines de la centuria. Si este panorama es más o menos real deberíamos pensar que el origen de la cultura dominicana, la que se forma con el tiempo como acumulación y fardo que nos define como pueblo surge de la cultura campesina y su apego a las tradiciones, del sentido carnavalesco movido por el sincretismo religioso y los aportes de las comunidades negras, muchas veces, aisladas de la poblaciones ‘blancas’ como la de los canarios establecidos en el barrio San Carlos, cerca de la muralla de la ciudad, Baní, San José de Ocoa, Puerto Plata o Montecristi y en zonas del Este como El Seibo e Higüey.
Pobre de población, abandonado por sus amos españoles, los criollos dominicanos animan una economía luego de los acontecimientos que se suceden en la colonia de Saint-Domingue, influidos por los acontecimientos europeos como la Revolución francesa y la lucha de la burguesía europea contra la monarquía. La llegada de la imprenta motivó la aparición de periódicos que desplazaron las letras a otros grupos que se articularon en todo el país. La presencia de grupos campesinos en la capital en febrero de 1844 podría mostrar la movilización de criollos en procura de cambios políticos, pero es significativo que la independencia se realiza con la peonada comandada por un caudillo curtido en el trabajo de los hatos.
Los discursos sobre el carácter de nuestra gente aparecen en las crónicas de nuestros visitantes como los franceses Moreau de Saint-Mery, Soulastre… y en Puerto Rico en fray Íñigo Abbad y Lasierra, (“Historia geográfica”, 1788) o “En viaje a la isla de Puerto Rico” de André-Pierre Ledrú (1797). Autores posteriores como Salvador Brau, autor de la primera historia de Puerto Rico escrita por un criollo (“Historia de Puerto Rico”, 1892); Manuel Alonso, autor de “El Gíbaro” y Francisco del Valle Artiles; en Santo Domingo, Pedro Francisco Bonó y José Ramón López, Eugenio María de Hostos parecen recoger el decir de los europeos para conformar un diagrama de nuestro carácter como pueblo. Pero los intelectuales cubanos van más adelante como se puede ver en “El centón” de Domingo del Monte y su tertulia literaria.
La cultura de las elites caribeñas contrasta con la cultura de las masas campesinas, la de los grupos negros marginados (cultura cimarrona) y de los mestizos, que podrían leerse teniendo en cuenta el santoral católico y su hibridez africana. El hombre del Caribe era tosco, poco educado, con una ausencia de cultura espiritual de la que sólo gozaban un 10 o 15 por ciento de la población.
Fernando Ortiz (“Entre cubanos…”, 1913) traza un panorama de la psicología del cubano, y tiene que sumergirse en la cultura negra tras los aportes significativos para conocer al colectivo y Jorge Mañach (“Indagación del choteo”, (1936) busca definir al cubano a partir de un estudio del choteo que se sintetiza en la expresión: el cubano chotea porque no toma nada enserio. El choteo podría ser visto como la presencia de un mundo lúdico, el relajo dominicano, el vacilón puertorriqueño; no ver nada en serio es justamente un descreimiento en las maneras y usanzas de las élites. Es una postura vital ante el destino: nuestras poblaciones campesinas y populares no concibieron la vida más allá del día a día, de ahí nuestra desconfianza en toda promesa, en todo proyecto modernizador y la ausencia de elementos aglutinantes en los proyectos utópicos.
La ausencia de España, que a su vez era tierra fronteriza, como la llama Ortega, la falta de una clase que pudiera ascender a los elementos de la cultura moderna, el aislamiento y la exigua educación en todos los niveles, parecen haber igualado a las clases sociales, al pueblo y a las pequeñas élites en un olvido de la cultura moderna de occidente, y forzado a una cultura híbrida donde lo hispano convive con lo africano e indígena de tal manera que hoy son prácticamente indiferenciables.
La relación entre cultura material y cultura espiritual nos llevaría a pensar que éramos un país de subsistencia y de escasa cultura espiritual. Lo que lleva a Pedro Henríquez Ureña a postular que lo que había de esa cultura se fue del país con la cesión de la isla a Francia a fines de la centuria. Si este panorama es más o menos real deberíamos pensar que el origen de la cultura dominicana, la que se forma con el tiempo como acumulación y fardo que nos define como pueblo surge de la cultura campesina y su apego a las tradiciones, del sentido carnavalesco movido por el sincretismo religioso y los aportes de las comunidades negras, muchas veces, aisladas de la poblaciones ‘blancas’ como la de los canarios establecidos en el barrio San Carlos, cerca de la muralla de la ciudad, Baní, San José de Ocoa, Puerto Plata o Montecristi y en zonas del Este como El Seibo e Higüey.
Pobre de población, abandonado por sus amos españoles, los criollos dominicanos animan una economía luego de los acontecimientos que se suceden en la colonia de Saint-Domingue, influidos por los acontecimientos europeos como la Revolución francesa y la lucha de la burguesía europea contra la monarquía. La llegada de la imprenta motivó la aparición de periódicos que desplazaron las letras a otros grupos que se articularon en todo el país. La presencia de grupos campesinos en la capital en febrero de 1844 podría mostrar la movilización de criollos en procura de cambios políticos, pero es significativo que la independencia se realiza con la peonada comandada por un caudillo curtido en el trabajo de los hatos.
Los discursos sobre el carácter de nuestra gente aparecen en las crónicas de nuestros visitantes como los franceses Moreau de Saint-Mery, Soulastre… y en Puerto Rico en fray Íñigo Abbad y Lasierra, (“Historia geográfica”, 1788) o “En viaje a la isla de Puerto Rico” de André-Pierre Ledrú (1797). Autores posteriores como Salvador Brau, autor de la primera historia de Puerto Rico escrita por un criollo (“Historia de Puerto Rico”, 1892); Manuel Alonso, autor de “El Gíbaro” y Francisco del Valle Artiles; en Santo Domingo, Pedro Francisco Bonó y José Ramón López, Eugenio María de Hostos parecen recoger el decir de los europeos para conformar un diagrama de nuestro carácter como pueblo. Pero los intelectuales cubanos van más adelante como se puede ver en “El centón” de Domingo del Monte y su tertulia literaria.
La cultura de las elites caribeñas contrasta con la cultura de las masas campesinas, la de los grupos negros marginados (cultura cimarrona) y de los mestizos, que podrían leerse teniendo en cuenta el santoral católico y su hibridez africana. El hombre del Caribe era tosco, poco educado, con una ausencia de cultura espiritual de la que sólo gozaban un 10 o 15 por ciento de la población.
Fernando Ortiz (“Entre cubanos…”, 1913) traza un panorama de la psicología del cubano, y tiene que sumergirse en la cultura negra tras los aportes significativos para conocer al colectivo y Jorge Mañach (“Indagación del choteo”, (1936) busca definir al cubano a partir de un estudio del choteo que se sintetiza en la expresión: el cubano chotea porque no toma nada enserio. El choteo podría ser visto como la presencia de un mundo lúdico, el relajo dominicano, el vacilón puertorriqueño; no ver nada en serio es justamente un descreimiento en las maneras y usanzas de las élites. Es una postura vital ante el destino: nuestras poblaciones campesinas y populares no concibieron la vida más allá del día a día, de ahí nuestra desconfianza en toda promesa, en todo proyecto modernizador y la ausencia de elementos aglutinantes en los proyectos utópicos.
La ausencia de España, que a su vez era tierra fronteriza, como la llama Ortega, la falta de una clase que pudiera ascender a los elementos de la cultura moderna, el aislamiento y la exigua educación en todos los niveles, parecen haber igualado a las clases sociales, al pueblo y a las pequeñas élites en un olvido de la cultura moderna de occidente, y forzado a una cultura híbrida donde lo hispano convive con lo africano e indígena de tal manera que hoy son prácticamente indiferenciables.
La cultura campesina es la base y de ella tenemos las descripciones que Bonó realiza en “El montero” y los referentes a la cultura popular en obras como “Baní o Engracia y Antoñita”, de Francisco Gregorio Billini o en “El Gíbaro” (1849) de Manuel Alonso en Puerto Rico.
El tigre es, dentro de una visión carnavalesca, el personaje popular que mejor demuestra el carácter relajado de nuestra cultura de abajo. Mientras que el político ha venido a representar el carácter de la cultura de elites. Si el tíguere es el aprovechado, el buscón que se las ingenia para vivir como el pícaro de “El lazarillo de Tormes”, el político se parece más a “Rinconete y cortadillo” de Cervantes. Miembros de una secta de defraudadores, gozones y vaciladores no dejaron de ser el dolor de cabeza de las autoridades, los primeros, y de la minoría pensante, los segundos.
La mirada que da las élites pensantes a los políticos podría leerse muy bien en los discursos de Américo Lugo de su participación en la lucha nacionalista y en “Cartas a Evelina” (1913) de Francisco Moscoso Puello. Por muchos años se había usado a los campesinos para ir a la guerra, para levantarse en la montonera, siempre en un plano personalista, mientras se desplegaba un operativo retórico, de patria, independencia y progreso. El campesino era el otro, en el discurso del primer López, en el discurso Francisco del Valle Artiles (1887), García Godoy (“Rufinito”, 1908), era él la mayoría de nuestra población antillana, que lleva a escribir a Federico Bermúdez, “la gloria fue, absoluta,de vuestro capitán”. De él salió la patria en Santiago de 1865, en Lares de 1867 y en el ejército mambí cubano dirigido por Máximo Gómez.
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