La moral de la historia
Publicado el: 20 enero, 2018
Por: BASILIO BELLIARD
El choque -no de civilizaciones, ni tampoco de identidades ideológicas- brotó de una actitud histórica de odio y resentimiento, alimentada por una visión nacionalista y otra humanista de nuestra historia social, disfrazada de patriotismo, la primera, y la segunda, de altruismo ecuménico. Por lo tanto, la historiografía criolla está determinada por un fenómeno históricamente condicionado, pero no transitorio, pues está latente en el sentimiento dominicano. Estas supersticiones éticas de la historia penden sobre la comprensión racional de la dominación y conquista del territorio nacional, desde 1822 hasta 1844, hecho que marcó el inconsciente colectivo del dominicano, dejó una huella en su memoria, se agravó y se “descompuso” con la matanza de haitianos, perpetrada por parte de Trujillo, en 1937, con lo que se produjo un choque entre memoria histórica y presente histórico, que orientó cierto “resentimiento” en direcciones recíprocas.
Algunas lecturas locales de la historia son las responsables morales de la distorsión nacionalista, en nombre de un patriotismo ortodoxo. Todo esto, amén de la influencia ideológica de un pensamiento nacionalista, que ha contribuido a desafinar la visión plural y abierta de la conciencia humanista y continental, universal y cosmopolita, a contrapelo de la visión nerviosa de una “escuela del resentimiento”, que se anida en el inconsciente espiritual del dominicano, alimentada y atizada por el miedo.
Nuestra historiografía es así un juego de espejos ideológicos que refleja y muestra un rostro deforme y obtuso: ni cóncavo ni convexo. El concepto de Nación del pensador francés Ernst Renan, como un “plebiscito cotidiano”, reside en el hecho de que es una construcción del presente, una hechura de las circunstancias, que se alimenta no del pasado histórico sino del presente móvil y cambiante. Por lo tanto, la Nación es más que un territorio y que un sentimiento: es un estar en el mundo social de una tierra nativa, y una pasión apasionada y fervorosa de apego a un lar telúrico y familiar.
En consecuencia, reivindicar los ideales nacionalistas de los próceres independentistas y héroes del pasado, de ningún país, no se corresponde con la concepción del presente y las demandas de un pensamiento humanístico abierto y, menos aún, de una sociedad moderna plural, matizada por flujos migratorios, esa peste mundial. Asumir esta postura no es sinónimo de antipatriotismo ni pérdida de la memoria histórica, sino más bien, la asunción de una postura horizontal, que no estimula el olvido como herramienta de afianzamiento al presente. Ni la indiferencia y la apatía por el destino histórico de la Nación, sino, antes bien, una postura ecuménica y humanística que estimule la convivencia y el respeto a las diferencias individuales y colectivas. Más bien, es la reivindicación de un estilo solidario que postula el perdón como recurso social y arma psicológica contra los demonios de la mitología y los atavismos de la xenofobia. Las ideas nacionalistas, que se entronizan en las sociedades abiertas abogan por la recuperación de la memoria histórica para mantener vivo el sentimiento patriótico y cívico. Pero esta postura integracionista tiene sus críticos, es decir, las sociedades abiertas tienen sus enemigos, y también sus apologetas. Así pues, a menudo, el nacionalismo actúa como preámbulo y máscara del racismo, que encubre, en ocasiones, una razón xenofóbica, legitimadora de una ideología, que la justifica y explica.
El sentimiento nacionalista, en efecto, pervive en la memoria histórica, de la que se nutre, pero se alimenta del presente, y de ahí su constante apego moral a un pasado egregio y épico, de orgullo cívico, que le confiere fuerza ideológica, en ocasiones, fanática, y reivindicado por los abanderados universales y eternos del concepto de soberanía nacional.
La identidad nacional es un concepto indisolublemente vinculado al de inmigración. Son los flujos migratorios los que han puesto en sobreaviso y despertado dicho sentimiento, y creado un malestar en defensa de la cultura nacional y del ideal de Nación. Esta percepción del presente histórico genera un sentimiento de incertidumbre sobre el destino patrio y una paranoia ideológica que, a menudo, depara en angustia existencial. Asimismo, un estado de melancolía del pasado patriótico, que nos conduce a mirar retrospectivamente la historia, como si el pasado fuera el espejo de una memoria ilustre.
Con los atentados terroristas, la crisis migratoria y la pérdida de los valores y del sentimiento patriótico y nacionalista, los ciudadanos del mundo empiezan a mirarse a sí mismos, y a generar una defensa de su identidad territorial, pocas veces vistas. Acaso motivados por el miedo a la libertad y al estado de confort. O a la pérdida de la libertad y de las conquistas históricas, fundadas –cinceladas o esculpidas- con luchas y batallas que perfilaron el devenir social.
Vivimos en un mundo de riesgos y transformaciones vertiginosas, que han sembrado la idea de la creación de una coraza moral, ideológica y política para resguardarse de las eventualidades y las conjeturas del destino. El sentimiento patrio siempre ha sido una herencia familiar y un legado de nuestros forjadores de la Nación, y de todas las naciones del mundo, en sus diferentes estadios y circunstancias históricas. Sin embargo, esa asimilación cultural está determinada por el azar del futuro y las situaciones del presente, que crean esta disyuntiva ideológica: o continuar la defensa de dicha herencia, o romper esa inveterada práctica, con otros paradigmas circunstanciales, determinados por las conveniencias de la sobrevivencia. Ante la puesta en crisis del ideal de unidad nacional, frente a las demandas de aperturas fronterizas de los países, se presenta la paradoja del destino de las soberanías, sus retos y sus desafíos.
Fuente;http://hoy.com.do/la-moral-de-la-historia/
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