David y Salomón, los reyes de la polémica
¿Existió el Rey David? La arqueología trata, desde hace años, de dar respuesta a esta pregunta.
David y Salomón, los reyes de la polémica
Sentada en un banco de la Ciudad Vieja de Jerusalén, bajo el frío de otoño, la mujer de rostro redondo come una manzana mientras estudia el edificio que le ha reportado tanta fama como disgustos. En realidad, tiene poco de edificio: apenas son unos muretes de piedra junto a los 20 metros de un antiguo muro de contención escalonado. Pero como arqueóloga y descubridora del yacimiento, sus ojos ven cosas que a los demás se nos escapan. Ve la ubicación del edificio, en una escarpa al norte de la milenaria ciudad de Jerusalén desde la que se divisa el valle de Cedrón, y reconoce en él una posición privilegiada para dominar un reino.
Imagina a los carpinteros y picapedreros fenicios que lo erigieron en el siglo X a.C. También a los babilonios que lo destruyeron cuatro siglos después. Y, sobre todo, imagina al hombre que cree mandó construir el edificio para ocuparlo. Se llamaba David. Probablemente, ha anunciado la arqueóloga, éste sea el edificio descrito en el Libro Segundo de Samuel: «Hiram, rey de Tiro, envió [...] carpinteros y canteros, que construyeron una casa para David. Y así reconoció David que Yahvé lo había confirmado como rey de Israel y que realzaba su reino a causa de su pueblo Israel».La mujer se llama Eilat Mazar. Su rostro es la serenidad personificada… hasta que aparece un guía turístico. Es un joven israelí que, acompañado de algunos turistas, se planta delante del banco para ver el edificio. Fue alumno suyo de arqueología. En cuanto el chico abre la boca, ella sabe lo que se avecina. Le han contado que ahora se dedica a llevar turistas al lugar y explicarles que NO están viendo el palacio de David, y que toda la labor arqueológica que se lleva a cabo en la Ciudad de David es obra de la derecha israelí en su intento de ampliar las reivindicaciones territoriales del país y desplazar a los palestinos.
Mazar salta del banco y va directa hacia el guía turístico. Lo abronca con un staccatoen hebreo. Él la mira con total pasividad y se aleja con paso airado ante la mirada atónita de los turistas. «Hay que tener una fortaleza de acero –rezonga–. Es como si todo el mundo quisiera destrozar tu trabajo. ¿Por qué? ¿Qué hemos hecho mal?» La arqueóloga entra en el coche. Parece acongojada. «De verdad, este estrés va a acabar conmigo», dice.
En ningún otro lugar del mundo la arqueología tiene tanto de competición. Eilat Mazar es una de las razones. Cuando en 2005 anunció que creía haber desenterrado el palacio del rey David, en realidad estaba defendiendo a capa y espada una tesis de la vieja escuela denostada desde hacía más de 25 años, según la cual la descripción bíblica del imperio instaurado por David y continuado por su hijo Salomón es correcta desde el punto de vista histórico. La afirmación de Mazar ha alentado a los cristianos y judíos que en todo el planeta defienden la posibilidad y la obligación de interpretar el Antiguo Testamento en sentido literal. Su supuesto hallazgo tiene especial eco en Israel, donde la historia de David y Salomón se entreteje con las reivindicaciones históricas judías sobre el Sión bíblico.
Pese a décadas de búsqueda, los arqueólogos no han hallado una sola prueba consistente de que David o Salomón construyesen nada
La narración que recogen las Escrituras es bien conocida. Un joven pastor de la tribu de Judá, de nombre David, acaba con Goliat, gigante de la tribu enemiga de los filisteos, es ungido rey de Judá después de la muerte de Saúl, a finales del siglo XI a.C., conquista Jerusalén, une al pueblo de Judá con las fragmentadas tribus israelitas del norte y acto seguido funda una dinastía real que continúa con Salomón hasta bien entrado el siglo X a.C. Pero cuando la Biblia cuenta que David y Salomón hicieron del reino de Israel un poderoso imperio que se extendía desde el Mediterráneo hasta el río Jordán, y desde Damasco al Néguev, surge un pequeño problema: pese a décadas de búsqueda, los arqueólogos no han hallado una sola prueba consistente de que David o Salomón construyesen nada.
En ese contexto, Mazar hizo su anuncio a bombo y platillo. «Sabía bien lo que hacía–dice su colega israelí David Ilan, arqueólogo del Hebrew Union College–. Entró en la refriega deliberadamente para avivar la polémica.»
El propio Ilan pone en duda que Mazar haya localizado el palacio del rey David. «Mi olfato me dice que se trata de un edificio del siglo VIII o IX», afirma, construido 100 años, si no más, después de la muerte de Salomón en 930 a.C. Otras voces aún más críticas apuntan que las excavaciones contaban con el respaldo financiero de dos organizaciones- la Fundación Ciudad de David y el Centro Shalem- dedicadas a hacer valer los derechos territoriales de Israel. Además se mofan de la lealtad de Mazar a los anticuados métodos de sus predecesores arqueólogos, entre ellos su abuelo, quien sin el menor sonrojo trabajaba con una paleta en una mano y la Biblia en la otra.
La práctica en otro tiempo común de usar la Biblia como guía arqueológica ha recibido críticas generalizadas, que la tachan de acientífica. Uno de los críticos más firmes es Israel Finkelstein, de la Universidad de Tel Aviv, quien se ha forjado una carrera profesional a base de echar por tierra sin miramientos tales axiomas. Tanto él como otros defensores de la «baja cronología» afirman que el grueso de las pruebas arqueológicas presentes en Israel y su entorno apuntan a una desviación de un centenar de años respecto a las fechas propuestas por los estudiosos de las Escrituras. Los edificios «salomónicos» que en las últimas décadas han excavado los arqueólogos bíblicos en Hazor, Gézer y Megiddo no se erigieron en época de David y Salomón, sostiene, sino que han de atribuirse a reyes de la dinastía omrida (del siglo IX a.C.), muy posteriores.
En vida de David, según la tesis de Finkelstein, Jerusalén era poco más que un «villorrio»; el propio David, un tosco advenedizo, y su legión de seguidores, «unos 500 paisanos que, palo en mano, lanzaban berridos, juramentos y escupitajos, no el gran ejército de hombres y carros que describe el texto». «¡Por supuesto que no es el palacio de David! –ruge Finkelstein en cuanto se le menciona el hallazgo de Mazar–. Venga, hombre, por favor. Su trabajo me merece todo el respeto. Y ella me cae bien, es una señora muy simpática. Pero esa interpretación suya es, ¿cómo decirlo? Ingenua.»
Y ahora la teoría de Finkelstein es la que está siendo atacada. Apenas había terminado Mazar de anunciar el descubrimiento del supuesto palacio del rey David, otros dos arqueólogos divulgaron unos hallazgos notables. A 30 kilómetros al sudoeste de Jerusalén, en el valle de Elah, donde según la Biblia David mató a Goliat, Yosef Garfinkel, profesor de la Universidad Hebrea, dice haber desenterrado los primeros restos de una ciudad hebrea de la época exacta en que reinó David. A 50 kilómetros al sur del mar Muerto, en territorio jordano, un profesor de la Universidad de California en San Diego llamado Thomas Levy lleva ocho años excavando una vasta mina de cobre en Jirbat en-Nahas.
Levy sitúa uno de los períodos de mayor producción de cobre de la factoría en el siglo X a.C., cuando, según el relato bíblico, habitaban la región los edomitas, enemigos de David. (Sin embargo, algunos investigadores, como Finkelstein, sostienen que Edom surgió dos siglos después.) La existencia de una gran factoría de extracción y fundición dos siglos antes del momento en que según Finkelstein y los suyos emergieron los edomitas implicaría una actividad económica compleja en la época exacta del reinado de David y Salomón. «Es posible que la mina fuese de David y Salomón –dice Levy a propósito de su hallazgo–. Semejante escala de producción de metal es propia de un estado o reino de la Antigüedad.»
Levy y Garfinkel, ambos becados por National Geographic Society, basan sus argumentos en datos científicos que incluyen, entre otros, restos de cerámica y la datación por radiocarbono de huesos de aceitunas y de dátiles hallados en los yacimientos. Si las excavaciones siguen aportando pruebas en la misma dirección, quizás haya que dar la razón a los eruditos que en otro tiempo exaltaron la Biblia como narración exacta y verdadera de la historia de David y Salomón. Como afirma Eilat Mazar con palpable satisfacción, «esto es el fin de la escuela de Finkelstein».
Una autovía muy transitada, la número 38, cruza la antigua ruta que recorre el valle de Elah rumbo al Mediterráneo. Bajo las colinas que flanquean la carretera yacen las ruinas de Socoh y Azekah. Según la Biblia, los filisteos acamparon en este valle, entre ambas ciudades, justo antes de su aciago encuentro con David. El legendario campo de batalla es hoy un idílico paraje rico en trigo, cebada, almendros y vides, y también pueden verse algunos terebintos (elah en hebreo), los árboles autóctonos que dan nombre al valle. Un puentecillo parte de la ruta 38 para salvar el arroyo de Elah. En temporada alta, los autobuses turísticos aparcan aquí para que los viajeros bajen al valle y recojan alguna piedra del mismo lugar que la que mató a Goliat.
«Es posible que Goliat no haya existido nunca –dice Garfinkel mientras cruza el puente de camino a su yacimiento, Jirbet Qeiyafa–. El relato cuenta que Goliat procedía de una ciudad gigante, y a fuerza de repetir la narración una y otra vez a lo largo de los siglos, también él acabó convertido en gigante. Es una metáfora. Algunos expertos pretenden que la Biblia sea como la Enciclopedia Británica, pero hace tres milenios la historia no se escribía así. Al calor de la lumbre, cuando caía la noche, ahí nacían narraciones como la de David y Goliat.»
Tras una fachada erudita y un afable sentido del humor, un tanto cáustico cuando apunta a Israel Finkelstein, se esconde un hombre de ambición inconfundible. Un guarda de la autoridad patrimonial israelí le habló de un muro megalítico que se alzaba tres metros sobre el arroyo de Elah. Comenzó a excavar en serio en 2008.
Garfinkel descubrió que el muro era del mismo estilo que los hallados en las ciudades septentrionales de Hazor y Gézer, una construcción con doble pared y cámara interior, y rodeaba una ciudadela fortificada de 2,3 hectáreas. Adyacentes a la muralla de la ciudad había casas particulares, algo desconocido en la sociedad filistea. Bajo el estrato helenístico Garfinkel halló cuatro huesos de aceituna, que el carbono 14 situó hacia el año 1000 a.C. Encontró también una bandeja para hornear pan ácimo, además de cientos de raspas de pescado y huesos de vaca, oveja y cabra, pero no de cerdo. En otras palabras, en ese lugar debieron de vivir (o al menos comer) hebreos, no filisteos.
Ante el hallazgo de otro vestigio excepcional, un fragmento de alfarería con una inscripción que parece escritura protocananea con verbos característicos del hebreo, Garfinkel lo vio claro: tenía ante sí una compleja comunidad hebrea del siglo X a.C., exponente de las sociedades cuya existencia negaban los defensores de la baja cronología, como Finkelstein.¿Y cómo se llamaba la ciudad? Garfinkel encontró la respuesta al descubrir que la ciudadela tenía dos puertas a falta de una, caso único entre todos los vestigios localizados hasta hoy en los reinos de Judá e Israel. En hebreo, «dos puertas» se dice shaarayim, que resulta ser el nombre de una ciudad mencionada tres veces en la Biblia. Una de esas referencias (I Samuel 17:52) describe cómo los filisteos que huían de David, tratando de volver a Gat, cayeron «en el camino desde Saraím». «Por un lado tenemos a David y Goliat, y por otro tenemos nuestro yacimiento: concuerda –dice Garfinkel–. Esto es puro reino de Judá, desde los huesos de animales hasta la muralla de la ciudad. Que nos den dos razones para considerarlo filisteo. Una de ellas es que Finkelstein no quiere que echemos por tierra la baja cronología. Muy bien, ¿y la segunda?»
Que David no estuviese a esa altura, o que no sea más que un mito, es algo impensable para muchos
He aquí el segundo argumento para tomarse con escepticismo las conclusiones de Yossi Garfinkel: que las anunció, con prisas y no menos parafernalias, cuando sólo tenía cuatro huesos de aceituna sobre los que basar la datación, una inscripción de naturaleza más que ambigua y apenas un 5% del yacimiento excavado. Dicho de otra forma, en palabras del arqueólogo David Ilan, «Yossi tiene su propia agenda, en parte ideológica, pero también personal. Es un tipo listo y ambicioso. Finkelstein es el gorila alfa, y los machos jóvenes creen que monopoliza la arqueología bíblica. Por eso quieren destronarlo».
El rey David ha logrado resistir tres milenios, omnipresente en el arte, en la tradición y en numerosas partidas de nacimiento. Para los musulmanes es Da'ud, el venerado emperador y el siervo de Alá. Para los cristianos es el antepasado natural y espiritual de Jesús, quien hereda así el manto mesiánico davídico. Para los judíos es el padre de Israel, el pastor que Dios ungió rey, y ellos a su vez son descendientes suyos, el pueblo elegido de Dios. Que David no estuviese a esa altura, o que no sea más que un mito, es algo impensable para muchos.
«Si nos consideramos uno de los pueblos más antiguos del mundo, con un rol fundamental en el reino de las ideas de la civilización humana, es porque nosotros escribimos el libro de libros, la Biblia –afirma Daniel Polisar, presidente del Centro Shalem, el instituto de investigación israelí que contribuyó a financiar las excavaciones de Eilat Mazar–. Si arrancas la página de David, el libro cambia por completo. La narración pierde su carácter histórico y pasa a ser literatura. Y el resto de la Biblia queda reducido a un intento propagandístico de crear una realidad que nunca existió. Y si no puedes encontrar las pruebas que lo demuestren, probablemente nunca ocurrió. Por eso nos jugamos tanto.»
Es probable que los libros del Antiguo Testamento que trazan la historia de David y Salomón fueran escritos al menos 300 años después de los hechos, por unos autores que no eran los más objetivos. No existen textos coetáneos que refrenden lo narrado en esos escritos. Desde los albores de la arqueología bíblica, los investigadores han tratado en vano de verificar si Abraham, Moisés, el Éxodo o la conquista de Jericó existieron realmente. Al mismo tiempo, dice Amihai Mazar, primo de Eilat y uno de los arqueólogos más reputados de Israel, «prácticamente todo el mundo está de acuerdo en que la Biblia es un antiguo texto relativo a la historia de este lugar en la edad del hierro. Puede leerse con ojo crítico, como hacen muchos estudiosos, pero no desdeñarse: es un texto de referencia obligada».
"No debemos intentar demostrar su sentido literal"
Ahora bien, añade Mazar, «no debemos intentar demostrar su sentido literal». Pese a ello, son innumerables los arqueólogos que han hecho de ese objetivo la misión de su vida, empezando por el erudito estadounidense William Albright, prócer de la arqueología bíblica. Entre sus protegidos estaba el investigador, político y militar israelí Yigael Yadin. Para Yadin y sus coetáneos, la Biblia era irrefutable. En consecuencia, cuando desenterró las puertas de la ciudad bíblica de Hazor a finales de los años cincuenta, Yadin cometió lo que hoy se consideraría un pecado arqueológico: al no poder recurrir a la datación por carbono, usó la Biblia, además de la estratigrafía, para datar la cerámica descubierta intramuros. Atribuyó las puertas a un exultante imperio salomónico del siglo X a.C. porque así se contaba en I Reyes.
El problema de basarse en ese fragmento concreto de la Biblia es que fue añadido mucho después de morir Salomón en 930 a.C., cuando Israel ya se había escindido en dos: el reino de Judá al sur y el de Israel al norte. «Gézer era la ciudad más meridional del reino de Israel, mientras que Hazor se hallaba en la parte más septentrional del mismo, y Megiddo era un centro económico situado en el medio –explica la arqueóloga de la Universidad de Tel Aviv Norma Franklin–. Por ello, quienes escribieron esta historia juzgaron importante reclamar la totalidad de este territorio. Para Yadin, lo decía la Biblia, y punto. Tres puertas: las tres de Salomón.»
Hoy, muchos expertos (entre ellos Franklin y su colega Finkelstein) ponen en duda que las tres puertas sean salomónicas, mientras que otros (Amihai Mazar, por ejemplo) piensan que podrían serlo. Pero todos rechazan de forma unánime el razonamiento de Yadin, que a principios de la década de 1980 contribuyó a generar una corriente de pensamiento opuesta al llamado «minimalismo bíblico», encabezado por investigadores de la Universidad de Copenhague. Para los minimalistas, David y Salomón eran simples personajes de ficción. La credibilidad de dicha corriente se vio truncada cuando en 1993 se exhumó en el yacimiento de Tel Dan, en el norte de Israel, una estela de basalto negro con la inscripción «Casa de David». La existencia de Salomón, no obstante, aún está por verificar.
La existencia de Salomón, no obstante, aún está por verificar
A falta de más pruebas, hemos de quedarnos con el mundo bíblico del siglo X a.C., decididamente gris, que Finkelstein perfiló por primera vez en un artículo de 1996. No era un único y vasto reino repleto de construcciones monumentales, sino un paisaje hosco de potencias disparejas y de lenta cristalización: filisteos en el sur, moabitas en el este, israelitas en el norte, arameos más al norte y, sí, quizás una insurgencia de gentes de Judá acaudilladas por un joven pastor en un Jerusalén que poco tenía de deslumbrante. Tal interpretación irrita a los israelíes que consideran la capital davídica el cimiento de su existencia. Buena parte de las excavaciones realizadas en Jerusalén cuentan con el respaldo financiero de la Fundación Ciudad de David, cuyo director de desarrollo internacional, Doron Spielman, admite sin rodeos: «Cuando recaudamos fondos para una excavación, nos mueve la ambición de desenterrar la Biblia, y eso está profundamente vinculado a la soberanía de Israel».
No es de extrañar que esta agenda levante ampollas entre los habitantes de Jerusalén que son palestinos. Muchas excavaciones se llevan a cabo en la zona oriental de la ciudad, donde desde hace generaciones está el hogar de sus familias, lo que no los libra del riesgo de ser desalojados si esos proyectos se convierten en una reivindicación territorial israelí. Desde la perspectiva palestina, la búsqueda obsesiva de pruebas arqueológicas que justifiquen la conciencia de pertenencia de un pueblo carece de sentido. Lo explica el profesor de arqueología y vecino de Jerusalén Este Hani Nur el-Din: «Cuando veo a las mujeres palestinas modelar una cerámica tradicional que se remonta a la edad del bronce antiguo, cuando huelo el pan de tabún cocido según una práctica de 4000 o 5000 a.C., percibo un ADN cultural. Palestina carece de documentos escritos, de historiografía, pero aun así es historia».
La mayoría de los arqueólogos israelíes preferiría que su trabajo no se utilizase como arma de escisión política. Pero así funcionan las naciones jóvenes. Tal y como observa Avraham Faust, profesor de arqueología de la Universidad de Bar-Ilan, «los noruegos recurrieron a los yacimientos vikingos para crear una identidad independiente de sus dominadores suecos y daneses. Zimbabwe toma su nombre de un hito arqueológico. La arqueología es una herramienta muy práctica a la hora de crear identidades nacionales».
«Esto debió de ser un infierno», dice Tom Levy al asomarse a una fosa abierta llena de escoria negra como el carbón. En torno a él se extienden las 10 hectáreas de una factoría de producción de cobre, y a su lado, el vasto complejo fortificado con las ruinas trimilenarias de las casas de los centinelas. Al parecer, éstos vivían prácticamente encima de las fundiciones para supervisar una mano de obra a buen seguro renuente. «Cuando manejas una producción industrial a esta escala, necesitas un sistema de abastecimiento de agua y comida –prosigue Levy–. Aunque no puedo demostrarlo, yo creo que los únicos que trabajarían en un entorno tan terrible serían esclavos. Y una simple sociedad tribal no tendría capacidad para sostener algo semejante.»
Levy, antropólogo de formación, llegó al sur de Jordania en 1997 para estudiar el papel de la metalurgia en la evolución social. El área de Faynan, donde los destellos verdiazulados de la malaquita se aprecian desde lejos, era un campo de estudio obligado. También era el escenario en el cual el rabino y arqueólogo estadounidense Nelson Glueck había anunciado en 1940, sin ningún decoro, el hallazgo de las minas edomitas que controlara el rey Salomón. Más tarde, varios arqueólogos británicos creyeron hallar pruebas de que la datación de Glueck erraba en unos tres siglos, y que en realidad Edom correspondía al siglo VII a.C. Pero cuando Levy empezó a prospectar el yacimiento conocido como Jirbat en-Nahas («ruinas de cobre» en árabe), las muestras que remitió a Oxford para su datación por radiocarbono confirmaron que Glueck no andaba desencaminado: en efecto era una factoría del siglo X y, añade Levy con intención, «la mina de cobre más cercana a Jerusalén».
El equipo codirigido por Levy y su colega jordano Mohammad Najjar ha sacado a la luz una puerta de acceso a la ciudad con cuatro cámaras, similar a las halladas en ruinas israelíes que podrían corresponder al siglo X a.C. A pocos kilómetros de las minas han excavado un cementerio con más de 3.500 tumbas que data del mismo período. Da la impresión de que las minas fueron abandonadas a finales del siglo IX, y el estrato que evidencia tal abandono, excavado por los estudiantes de Levy, podría explicar por qué.
En dicho estrato hallaron 22 huesos de dátil, que datan del siglo X a.C., junto a objetos egipcios tales como un amuleto de cabeza de león y un escarabajo, ambos pertenecientes a la época del faraón Sheshonq I, cuya invasión de la zona poco después de la muerte de Salomón quedó registrada en el Antiguo Testamento y en el templo de Amón en Karnak. «Creo firmemente que Sheshonq desmanteló la producción de metal de esta factoría a finales del siglo X –dice Levy–. Los egipcios del Tercer Período Intermedio no tenían capacidad para desplegar una fuerza de ocupación, por ello no encontramos moldes de pan egipcios ni otra cultura material. En cambio sí eran capaces de organizar campañas militares nada desdeñables, suficientemente importantes como para someter estos pequeños reinos y evitar que se convirtieran en una amenaza.»
El «infierno» que ha desenterrado Levy en Jirbat en-Nahas quizá dicte el destino de la baja cronología finkelsteiniana. Las minas de cobre tal vez no sean tan atractivas como el palacio del rey David o el mirador en el campo de batalla de David y Goliat, pero la excavación de Levy supera en duración y superficie a las de Eilat Mazar y Yosef Garfinkel, y recurre en muchísima mayor medida al análisis por radiocarbono para determinar la antigüedad de las capas estratigráficas del yacimiento. «Todos los investigadores de las últimas dos generaciones afirmaron que Edom no existía como estado antes del siglo VIII a.C. –dice Amihai Mazar–, pero las dataciones por radiocarbono de Levy cuentan otra historia, una historia que nos habla de los siglos X y IX a.C., y nadie puede tacharlas de incorrectas.»
De hecho, los detractores de Levy sí lo hacen. Algunos consideraron sus primeras 46 dataciones insuficientes para una reordenación en la cronología de Edom. En la segunda tanda de análisis por C-14 Levy duplicó el número de muestras y seleccionó con suma meticulosidad carbón vegetal procedente de arbustos con anillos de crecimiento verificables.
Pese a lo caro que resulta el análisis por C-14, la técnica no es la panacea
Pese a lo caro que resulta el análisis por C-14 (datar un solo hueso de aceituna cuesta más de 350 euros), la técnica no es la panacea. «El radiocarbono no ayuda a dirimir toda esta polémica –apunta Eilat Mazar–. Existe el más/menos, un margen de error de unos 40 años. Las interpretaciones varían de laboratorio a laboratorio. Todo el asunto del C-14 es objeto de debate.» En efecto, Finkelstein y Amihai Mazar siguen enzarzados en una disputa interminable sobre la datación de uno de los muchos estratos de Tel Rehov, una ciudad de la edad del bronce y del hierro en la margen este del Jordán. Mazar sostiene que el estrato podría ser salomónico. Finkelstein dice que es posterior, de la dinastía omrida (llamada así por Omri, padre de Ahab). El intervalo que hay entre una época y otra es de unos 40 años.
«Muchas de las dataciones por radiocarbono del período en cuestión abarcan justamente la horquilla de la polémica –señala Amihai Mazar, riendo por lo bajo con desaliento–. Ni más ni menos. Y así llevamos 15 años.»
«¡Si fuese por el radiocarbono, se podría demostrar que David fue un aldeano noruego del siglo VI a.C.! –declara Israel Finkelstein, lanzando una de sus hipérboles favoritas–. Pero le digo una cosa: me gusta leer lo que escribe Tom sobre Jirbat en-Nahas. Me ha inspirado toda clase de ideas. Yo no excavaría allí ni loco, con el calor que hace. Para mí la arqueología tiene que ser un placer. Venga a Megiddo; estamos alojados en un hotelito con aire acondicionado al lado de una piscina de lo más agradable.»
Así es como Finkelstein inicia sus refutaciones, con preámbulos amables que no ocultan el brillo sagaz de su mirada. Para ser científico, el arqueólogo de Tel Aviv se comporta con bastante visceralidad. «Si quiere llamar la atención, haga como Finkelstein», dice Eilat Mazar. Tampoco es santo de la devoción de Yosef Garfinkel, quien al referirse a la beca de investigación de cuatro millones de dólares que acaba de recibir Finkelstein comenta: «Él sí que es acientífico».
Pese a todo ello, las teorías de Finkelstein cuajan en el territorio intelectual que media entre los «literalistas» y los «minimalistas» bíblicos. «Hay que concebir la Biblia como un yacimiento arqueológico estratificado –dice–. Una parte se escribió en el siglo VIII a.C., otra en el VII, y así hasta llegar al II a.C., es decir, 600 años de compilación. Eso no significa que la historia carezca de antigüedad, pero sí que la realidad presentada es posterior. David, por ejemplo, es una figura histórica. Es verdad que vivió en el siglo X a.C. Acepto las descripciones que presentan a David como el jefe de un grupo de rebeldes que se movían en los márgenes de la sociedad. Pero no acepto la Jerusalén de oro ni un gran imperio en tiempos de Salomón. Cuando los autores del texto lo describen así, tienen la vista puesta en la realidad de su propia época, el Imperio asirio.»
«Y luego, Salomón –continúa–. Creo que le he dado pasaporte, pobre. ¡Lo siento! Pero piénselo bien, analícelo. Piense en la espectacular visita de la reina de Saba, una reina árabe que llegó a Jerusalén con toda clase de artículos exóticos. Es algo inconcebible antes del año 732 a.C., aproximadamente, cuando se inició el comercio árabe bajo dominio asirio. Y la descripción del gran Salomón al mando de carros y caballos, grandes ejércitos y demás. El mundo que rodea a Salomón es el universo del siglo asirio.»
A propósito de la fortaleza minera de Levy, Finkelstein dice: «No me trago que sea del X a.C. Es imposible que alguien viviese en la factoría mientras funcionaba. Con el fuego, los humos tóxicos… ¡ni hablar! Eche un vistazo a la fortaleza de En Hazeva, a este lado del Jordán, construida por los asirios en la ruta principal a Edom. Para mí el edificio de Tom es una fortaleza asiria del siglo VIII similar a la otra. Y es más, a fin de cuentas, el suyo es un yacimiento marginal. No hablamos de una ciudad estratificada con múltiples períodos, como Megiddo o Tel Rehov. Eso de coger un escorial y ponerlo en el centro del debate sobre la historia bíblica… ¿Es una broma?»
Con mayor acritud se mofa Finkelstein de los hallazgos de Garfinkel en Jirbet Qeiyafa: «Mire, a mí nunca me oirá decir: “Anda, me he encontrado un hueso de aceituna en un estrato de Megiddo, y este huesecillo, que contradice cientos de dataciones por C-14, va a decidir el destino de la civilización occidental”». Se ríe con sorna.
Lo irónico del caso es que el enfant terrible de la arqueología bíblica se ha convertido en su figura de autoridad, un Goliat que repele los ataques insurgentes dirigidos contra su cronología. La tesis de que en el siglo X a.C. pudo existir una sociedad compleja a una u otra orilla del Jordán ha colocado la visión finkelsteiniana de David y Salomón en alerta. Y aunque Garfinkel logre probar que la tribu de Judá que engendró a David vivió en la fortaleza de Saraím, aunque Eilat Mazar consiga demostrar que el rey David mandó construir un palacio en Jerusalén, y aunque Tom Levy llegue a la conclusión de que el rey Salomón supervisaba las minas de cobre de Edom, seguiría sin aparecer por ningún lado una gloriosa dinastía bíblica. ¿Cuánto más habrá que excavar para dar por cerrada la discusión?
¿Cuánto más habrá que excavar para dar por cerrada la discusión?
Muchos arqueólogos deploran la obsesiva carrera por ver quién demuestra antes la narración bíblica. Uno de ellos, Raphael Greenberg, de la Universidad de Tel Aviv, lo expresa sin titubeos: «Perjudica a la arqueología. Lo que se supone que debemos aportar es un punto de vista que no se encuentra en los textos ni en las preconcepciones históricas, una visión del pasado: relaciones entre ricos y pobres, entre hombres y mujeres. Bastante más, en otras palabras, que una mera validación de la Biblia».
¿Acaso David, con todo su poder metafórico, pierde interés si sus hazañas y su imperio son considerados pura literatura? Cuando le digo a Finkelstein que hoy son muchas las gentes cuya tradición entronca con la figura de David, me sorprende su respuesta. «Mire, cuando me pongo a investigar, tengo que distinguir entre la cultura davídica y el David histórico. David es una pieza importantísima de mi identidad cultural. Igual que puedo conmemorar el Éxodo aunque en puridad no lo considere un hecho histórico. En este sentido, David lo es todo. En resumen, estoy orgulloso de que un don nadie haya acabado siendo una pieza clave de la tradición occidental.»
«Así que para mí –dice Finkelstein, el hombre que ha destronado a David–, David no es una placa en un muro, ni siquiera el simple cabecilla de una banda del siglo X. Es mucho más que eso.»
Fuente;https://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/david-salomon-los-reyes-polemica_3525/11
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