¿Es el suicidio un acto de locura o de lucidez?
Publicado por Juanjo M. Jambrina y Javier Bilbao
Detalle de Lucrecia, de Rembrandt, 1664. Imagen: (DP).
Cierto día Emil Cioran conoció a un hombre que quería suicidarse. No nos consta qué razones tendría para dar ese paso, pero sí cabe suponer que no debían de ser apremiantes, pues ambos estuvieron hablando durante horas. El filósofo franco-rumano argumentaba que una vez había tomado la decisión de matarse ya se había liberado y por tanto no necesitaba llevarla a cabo. Tomar conciencia de que esa opción está a nuestro alcance, sostenía, «nos hace soportar los días y, más aún, las noches; ya no somos pobres, ni oprimidos por la adversidad: disponemos de recursos supremos. Y aunque no los explotásemos nunca, y acabásemos en la expiración tradicional, hubiéramos tenido un tesoro en nuestros abandonos: ¿hay mayor riqueza que el suicidio que cada cual lleva en sí?». Dicho más escuetamente, en uno de esos aforismos cargados de ironía que tanto le gustaban: «Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado».
No sabemos si este argumento convenció a su interlocutor. Tal vez sí, al menos hasta que se cruzase en su camino algún otro escritor y le hiciera regresar a su intención inicial, pues si algo ha abundado en las obras filosóficas y literarias es la apología del suicidio. Al fin y al cabo en el monólogo más célebre de la historia de la literatura su protagonista sopesa esa salida, que es la que tomó Madame Bovary, Ana Karenina, Werther u Otelo, mientras que George Bailey se queda al borde en Qué bello es vivir y Fry se lanza con el corazón roto desde el Vampire State Building en el último episodio de Futurama. La historia del pensamiento tiene su primer capítulo con Sócrates bebiendo de su propia mano la cicuta, como también se suicidó Séneca, que previamente había escrito cuán deseable era la muerte voluntaria: «Pues no es cosa buena el vivir, sino el vivir bien. Así, pues, el sabio vivirá cuanto debe, no cuanto puede: verá dónde ha de vivir, con quiénes, cómo, qué ha de hacer. Piensa siempre en la cualidad, no en la cantidad de la vida; si se presentan muchas cosas molestas y perturban la tranquilidad, se sale él mismo de la vida. Y no hace esto solamente en la fase última de la vida, sino tan pronto como empieza a vislumbrar la fortuna, examina con diligencia si se ha de acabar de vivir».
Muchos siglos después y en esa misma línea, David Hume escribió en un ensayo titulado Sobre el suicidio contra la creencia instaurada por el cristianismo de que el suicidio era un pecado contra Dios. Si nada sucede en el universo sin su consentimiento y cooperación, argumentaba, entonces tampoco la muerte de nadie, por muy voluntaria que sea. De esta manera concluye que «si no es un crimen, tanto la prudencia como el coraje deberían llevarnos a deshacernos de la existencia de una vez por todas, cuando se vuelve una carga». El suicidio dejaría por tanto de ser cosa de locos o de malvados, pasando a convertirse en un cálculo racional sobre si merece o no la pena asumir las calamidades que nos depara la vida. El problema es que las alegrías y las penas, así como el sentido último de la existencia, no son algo fácilmente mensurable, no es como escoger en el supermercado uno u otro producto en función del precio y la cantidad. Por eso Albert Camus comenzó El mito de Sísifo de esta forma tan contundente: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía». En esa obra señalaba además un factor muy importante, cuya ausencia en teorizaciones anteriores en torno al suicidio en ocasiones hacían de estas poco más que un juego mental, una especulación de sobremesa entre amigos: «eEn el apego de un hombre a su vida hay algo más fuerte que todas las miserias del mundo. El juicio del cuerpo equivale al del espíritu y el cuerpo retrocede ante el aniquilamiento. Adquirimos la costumbre de vivir antes que la de pensar». Puede uno sostener racionalmente que la vida no tiene sentido o que el mundo es una sucesión interminable de horrores, pero el instinto de supervivencia es una fuerza profundamente íntima y arraigada en nuestro ser para el que todo eso no son más que palabras.
Por ello el escritor David Foster Wallace (que sabía muy bien de lo que hablaba, pues terminó suicidándose), analizando el asunto desde la perspectiva del que padece depresión psicótica, señalaba que quien intenta matarse a sí mismo no lo hace movido por una convicción abstracta o un cálculo racional sobre qué merece la pena y qué no. Comparaba la experiencia más bien con la agonía de quien está en un edificio en llamas y termina saltando por la ventana. Su terror a caer desde una gran altura es tan intenso como el que pueda sentir cualquier otra persona, lo que ocurre es que su aversión al fuego es aún mayor. Su acción tiene por tanto más que ver con la pura desesperación que con la reflexión filosófica. Ahora bien, ¿cuántos casos de suicidio se pueden vincular a un trastorno mental?
Tuvimos ocasión de preguntárselo a María A. Oquendo, toda una autoridad en lo referente al comportamiento suicida que ejerce como profesora de psiquiatría clínica en la Universidad de Columbia, es la actual presidenta de la prestigiosa Asociación Americana de Psiquiatría y desde enero del próximo año será tambiénChairman del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Pensilvania. Su respuesta fue que «al menos en Estados Unidos, el noventa y cinco por cien de las personas que se suicidan tiene algún antecedente psiquiátrico. En mi opinión, dentro de ese cinco por cien restante hay personas que también sufren un trastorno psiquiátrico pero nadie se ha dado cuenta. Lo digo porque lo he visto y lo veo en personas que tienen grandes reservas emocionales e intelectuales, que pueden estar sufriendo muchísimo y nadie a su alrededor se da cuenta. Por eso yo diría que buena parte de ese cinco por cien pertenece a este grupo. En todo caso, podría haber personas que se suiciden sin tener trastornos psiquiátricos». Como vemos, y de acuerdo al signo de los tiempos, lo que antes se consideraba un problema moral, de índole religiosa o existencial, ahora pasa a ser un problema médico. Entonces sí es fruto de un desequilibrio mental, ¿cómo podría prevenirse? «Muchas veces se considera el suicidio como el resultado de una crisis externa, ya sea financiera, emocional, relacional… y a pesar de que muchos individuos exhiban o tengan comportamientos suicidas a partir de esos detonantes, en verdad muchos pasamos por esas cosas en la vida y no se nos ocurre pensar en el suicidio. O sea que hay una predisposición en el individuo que le motiva a responder a una crisis de esa manera determinada. Y una de las cosas que me parece de suma importancia es que sabemos que el suicidio tiene un fuerte componente hereditario. Al igual que en las familias se habla de la herencia en casos como la tensión arterial o el cáncer de mama, también deberíamos tener conversaciones sobre el suicidio cuando se ha producido en una familia determinada. Por otra parte, también sabemos que el medio ambiente tiene influencia, porque en gemelos idénticos no hay concordancia al cien por cien en el caso del suicidio. Así que las experiencias individuales tienen un impacto importante. Pero de todas formas, sí sabemos que no es una cuestión de imitación, sino que hay una predisposición genética».
De manera que si retomamos la sentencia de Camus efectivamente el juicio del cuerpo/genética equivale al del espíritu… aunque no todos los cuerpos están predispuestos para retroceder ante el aniquilamiento. Es una cuestión muy interesante, porque al mismo tiempo que tal como vemos la ciencia desvincula el suicidio de las cuestiones morales y por tanto del libre albedrío, se reclama en diversos países la eutanasia como parte integrante de los derechos civiles. La eutanasia sería para sus partidarios una cuestión ética, una forma de tomar las riendas de nuestra vida acorde a aquello que reclamaba Séneca. Así que preguntamos a Oquendo por la reciente noticia del reconocimiento en Holanda de la eutanasia a cincuenta y cuatro pacientes psiquiátricos, incluida una chica con trastorno de personalidad severo y una depresión severa. Esto es lo que nos respondió: «Es una pregunta muy difícil, porque uno de los síntomas claves de los trastornos psiquiátricos, especialmente de ciertos trastornos de personalidad y de ciertos cuadros relacionados con el abuso de sustancias, es querer morirse. Al mismo tiempo hay una fracción de pacientes que no responden a los tratamientos. Y es de suma importancia perseverar en poder estabilizar al paciente. Y no darse por vencido. Yo me dedico a la psicofarmacología, y la mayoría de los pacientes que trato tienen trastornos que son resistentes. Hay veces que puedo resolver el problema, pero tardo uno o dos años, porque por definición cuando llegan está claro que no va a ser una cosa sencilla. Por ejemplo, tengo una paciente a la que he estado tratando durante quince años. Y después de ingresar varias veces en el hospital por su trastorno bipolar, al fin pudimos llegar a un cóctel que la estabilizara completamente. Hubiéramos podido darnos por vencidos. Después de diez años podríamos habernos dicho: “Bueno, ya. Hemos hecho todo lo posible y nos damos por vencidos”. Y sin embargo, logramos finalmente estabilizarla. Creo que es un buen ejemplo de la persistencia que se requiere a veces para alguno de esos trastornos».
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