En busca de la tumba de sir Francis Drake
Publicado por Raúl Cazorlahttp://www.jotdown.es/2016/06/busca-la-tumba-sir-francis-drake/
Este título es un señuelo, en verdad: se desconoce dónde están enterrados los restos de sir Francis Drake, el corsario inglés más famoso del XVI, patente de corso incluida; el intrépido y audaz navegante; el protegido de la reina Elizabeth I y el mismo al que puso un alto precio por su cabeza Felipe II. La leyenda cuenta que en 1596, enfermo de disentería, Drake, incapaz de regresar a Inglaterra, consciente de su destino, esperó a la muerte en su barco. No se sabe el punto exacto donde su cuerpo fue arrojado: unos dicen que cerca de Nombre de Dios; otros, que en alta mar. Imposible saberlo. Yo no practico el submarinismo, pero en la costa de Nombre de Dios hay decenas de galeones sumergidos, testigos silenciosos de las batallas entre españoles y corsarios; quizá alguno de los muchos cráneos sepultos en el fondo del mar es el suyo.
La otra señal posible de la tumba de Drake es que en la bahía de Portobelo, la ciudad que fundaron los españoles a unos veinte kilómetros de Nombre de Dios, hay un islote, a unos cientos de metros de la costa, que todo el mundo conoce con el nombre de Francis Drake. Esto no quiere decir nada, ya lo sé, pero es bonito imaginar que recibió ese nombre porque el secreto de su tumba fue pasando de boca en boca, durante siglos, y de algún modo siempre se supo dónde estaba enterrado Drake.
Desde hacía tiempo, además, me rondaba la idea de visitar el pueblo de Nombre de Dios en busca de restos o huellas de su pasado ilustre y, quién sabe, quizá podía toparme con algún lugareño que me señalara con un dedo dónde estaba enterrado Drake. Sabía, por las guías de viaje, que ya no quedaba nada, que no existía el más mínimo vestigio de lo que una vez fue el puerto más importante de Panamá, pero quería ver con mis propios ojos el punto donde comenzó en 1519 un camino real abierto a machetazos en medio de la selva por el que había cruzado años antes, en 1513, Núñez de Balboa para descubrir lo que llamó el mar del Sur; ese Camino Real, también conocido como Camino de Cruces, comenzaba en Nombre de Dios y terminaba, ochenta kilómetros después, en una ciudad fundada en la costa del Pacífico que recibiría el nombre de Ciudad de Panamá. De hecho, cuando llegué a Nombre de Dios, llegué equivocado y fascinado por el mito: pensaba que Nombre de Dios había sido el primer puerto de Panamá y que era el lugar donde Nuñez de Balboa había desembarcado por primera vez. Ninguna de las dos cosas eran ciertas, descubrí después, mientras miraba la bahía de Nombre de Dios, ese semicírculo perfecto que se abría hacia el Atlántico y en el que uno podía imaginar, si entornaba los ojos y se dejaba llevar por la imaginación, a los primeros exploradores europeos arribando con sus galeones, acercándose a la playa en sus chalupas, sudando a chorros bajo el sol abrasador y la humedad pegajosa del istmo. La verdad es que el primer puerto en Panamá fue en un pequeño pueblo en la actual provincia de Veraguas (que perdió pronto su utilidad en cuanto se descubrió el istmo) y Núñez de Balboa no empezó su ruta en Nombre de Dios, como yo creía, sino que vino cruzando la selva desde Santa María del Darién, una ciudad fundada en la costa atlántica de la actual Colombia de la que apenas queda nada, ni siquiera el recuerdo de que fue una de las primeras ciudades fundadas por los españoles en Sudamérica (sí que es rememorada en la novela El país de la canela, de William Ospina, que reconstruye el viaje de los primeros españoles que surcaron por accidente el río Amazonas).
La fascinación que me despertó la visión de la costa de Nombre de Dios cambió ligeramente cuando supe que por ahí no había desembarcado Núñez de Balboa, lo reconozco, pero aún me quedaba la memoria de que por ese puerto había entrado Bernal Díaz del Castillo en su primer viaje a América, de que había sido el principio del Camino de Cruces y, sobre todo, de que Francis Drake había saqueado y destruido la ciudad en 1572 en uno de sus primeros trabajos como corsario, y también era el lugar al que Drake había regresado en busca de una victoria para no volver derrotado a Inglaterra, y donde finalmente la muerte le había salido al paso. Es extraño cómo a veces la historia copia a la literatura, porque desde luego la vida y las hazañas de Drake son más propias de un personaje literario. Cosas de la fabulación fértil que suele acompañar al mito, supongo.
A primera hora habíamos salido de Ciudad de Panamá, cruzamos el istmo por la autopista y en poco más de cuarenta minutos estábamos en la salida de Sabanitas, el pueblo de la provincia de Colón en el que comienza una carretera comarcal que serpentea por la costa atlántica durante treinta kilómetros hasta Portobelo, un pueblo que vivió su esplendor hasta la fundación de la ciudad de Colón, el puerto atlántico del actual Canal de Panamá. Ahora Portobelo, enclavado en un lugar privilegiado, a los pies de una montaña selvática y enfrente de una bahía cerrada al norte por un brazo de tierra, intenta abrirse un nuevo futuro como lugar turístico, aunque ese camino aún se ve muy lejano. Panamá, que ha impulsado la construcción de apartamentos y hoteles en la costa del Pacífico, sobre todo en torno a Coronado (a unos cien kilómetros de la capital), apenas ha desarrollado la costa caribeña, y Portobelo, pese a su inmenso potencial, está abandonado por las autoridades, sin un sistema de limpieza de aguas fecales. Los monumentos, como la iglesia que alberga un Cristo negro o las ruinas de los fuertes españoles, como el de San Jerónimo, ahora languidecen; la antigua aduana, un edificio imponente levantado en el siglo XVII, en el que se contabilizaba buena parte del oro procedente del Virreinato de Perú, recibió hace años ayudas de la AECI para su restauración, pero la dureza del clima o simplemente el abandono han hecho que hasta el cartel que anunciaba el patrocinio se haya desgastado. La escasa inversión privada, con algunas casas de alquiler, un lujoso hotel en la costa opuesta al pueblo (llamado precisamente El Otro Lado) y un proyecto impulsado por la Fundación Gladys Palmera, que incluye una tienda, un hotelito y una escuela de música, destaca precisamente por los pocos negocios turísticos. Cerca de la entrada al pueblo, al lado de uno de los fuertes, está el muelle de donde parten las barcas que llevan a los pasajeros (locales la mayoría) a las playas del norte de la bahía, escondidas, salvajes y sin plan alguno de limpieza (aunque toda el área de Portobelo está calificada como Parque Nacional). Curiosamente, y pese a su belleza, Portobelo está fuera de las rutas turísticas que cruzan de norte a sur América: demasiado aislado, mal comunicado, con escasos alojamientos para mochileros. Si el parque natural de Bocas del Toro ha florecido recientemente por el flujo de turistas procedentes de la ciudad costarricense de Puerto Viejo, Portobelo apenas recibe visitantes extranjeros, quienes, asustados al conocer el infranqueable muro del Parque Nacional Darién (una selva gigantesca que separa Panamá de Colombia, sin carreteras o rutas terrestres), pueden volar a su próximo destino o agarrar un ferry de Colón a Cartagena de Indias. Los mapas turísticos no son los mismos que los de la historia, para bien o para mal.
Pasada la ciudad de Portobelo, la carretera prosigue por campos inmensos y pueblos de cuatro casas (literal), hasta un cruce de caminos, donde la carretera se bifurca: una sigue hacia Isla Grande y la Guaira y otro ramal sigue hacia los pueblos de Nombre de Dios y Palenque. Llegamos a nuestro destino después de cruzar un valle verdísimo y despoblado: una calle-carretera que circunda la playa y una hilera de casas pequeñas levantadas a cada lado. Nada, absolutamente nada nos indica en Nombre de Dios que estamos en el antiguo asentamiento de los españoles, que ahí hubo un puerto decisivo para el comercio con las Indias o que comenzaba el Camino de Cruces. Ni siquiera un miserable cartel carcomido por la humedad o la lluvia. Me sorprende que haya una ciénaga cercana —luego leeré más tarde que esa fue una de las razones por las que se abandonó este asentamiento, pues el terreno impedía la construcción de los fuertes defensivos—. Aunque esto es de alguna forma lo que me esperaba, no deja de ser triste, porque de algún modo los lugares hablan, tienen traumas y heridas, e ignorar esta regla es como querer conocer la personalidad de alguien sin mirar a su pasado. Recordé entonces que algo parecido ya me había pasado en la Venta de Cruces, la villa fundada justo en la desembocadura del río Chagres, que servía de puerto y de alojamiento a los viajeros que hacían el trayecto del Camino de Cruces. Había leído en algún sitio que aún quedaban ruinas y me embarqué con mi suegro en una marcha de más de catorce kilómetros que comenzamos en el llamado Camino de Plantación y que luego, tras un cruce de caminos, se internaba en la selva (que había borrado prácticamente el sendero de piedra del viejo Camino de Cruces) y que conducía al antiguo asentamiento de la Venta de Cruces: quedaba poco más que un llano comido por la la selva y un sendero hacia el río Chagres, donde antiguamente debió de haber un muelle. Ni rastro de antiguas casas, salvo por unos escalones de piedra deshechos que se levantaban en una suerte de elevación del terreno. Los carteles informativos habían sido carcomidos por la naturaleza. Poco más. Un par de kilómetros antes de la Venta de Cruces, en medio de la nada, colgaba un cartel: en ese lugar exacto había habido un enfrentamiento entre soldados españoles y una cuadrilla comandada por Drake, quien había organizado una expedición con el fin de saquear la Venta de Cruces. «¿Quién va?», gritó el español que guardaba el puesto de vigilancia. «Englishmen!», gritó Drake antes de abrir fuego. Drake no logró saquear la Venta de Cruces y escapó ileso, pero ahí estaba la huella de su fugaz paso aún marcada.
En Nombre de Dios no había nada más que hacer que darse a la contemplación: un bocadillo a la sombra de un chamizo, restos de basura y palmeras peladas en la orilla, un mar plano y semicircular que había presenciado el comercio del istmo. Un viejo, llamado Plácido Garibaldi, se acercó a nosotros a vendernos almejas. Unas niñas llegaron en bicicleta a curiosear a los foráneos. Saqué fotos con el móvil. No me atreví a preguntar a nadie si les sonaba el nombre de Francis Drake. En aquel mar, quise creer, yacía su sarcófago de plomo.
Drake había hecho su último viaje a América en busca de un golpe de gloria. Pese a la fama que se había granjeado como navegante y explorador (el segundo hombre en circunnavegar el mundo después del viaje deMagallanes y Elcano), pese a su prestigio como almirante (había participado con destreza en el hundimiento de la flota fondeada en Cádiz y, al año siguiente, en la batalla contra la Armada Invencible), llevaba seis años en tierra firme, pues la reina Elizabeth le había retirado su confianza después del fiasco de la expedición de Lisboa en 1589, en la que había comandado una flota para apoyar la rebelión de Portugal con tal torpeza que había perdido más de veinte barcos y doce mil hombres. En el libro que consulté, Sir Francis Drake de Christopher Lloyd, la única biografía que había encontrado sobre él en los fondos de la biblioteca de la Zona del Canal (ahora propiedad de la Florida State University), y donde aún se puede ver en una de sus hojas el ex libris que reza «Canal Zone College Library», su autor escribe, con cierto sarcasmo, que si la reina Elizabeth hubiera sido como su padre, Drake hubiera perdido su cabeza a la vuelta a Inglaterra. En lugar de eso, Drake fue castigado a tierra firme, retirado de sus trabajos como navegante, condenado al sedentarismo y la apatía de ¡una silla en el Parlamento inglés! Así que cuando por fin se presentó la ocasión de volver a comandar una expedición, Drake sabía que esta vez no podía volver con las manos vacías o derrotado. Y de hecho, ciertamente, nunca más regresó.
La noticia de que un barco lleno de oro había arribado a Puerto Rico aceleró la partida en agosto de 1595 de Drake y John Hawkins (con quien había navegado veinte años antes), quienes compartieron el mando de una flota de veintiséis navíos y dos mil quinientos hombres. Aquí empezaron los problemas, asegura el autor de la biografía: tenían diferentes temperamentos y habilidades y, aunque no hay evidencias de que discutieran, los «Drake´s vigorous, impetous methods» eran completamente ajenos al «Hawkins´s methodical mind». Por ejemplo, Drake quería atacar de camino a Puerto Rico las islas Canarias, a lo que se oponía Hawkins, consciente de que la velocidad era crucial en la misión encomendada. Al final Hawkins cedió y el ataque a Las Palmas resultó un fracaso: la flota de Drake y Hawkins escapó sin saqueos ni avituallamientos y encima «un aviso» (uno de los veleros españoles que llevaban cartas a las Américas) se adelantó a los ingleses con la noticia de la inminente llegada de la flota inglesa a Puerto Rico. Así que cuando Drake y sus hombres alcanzaron su destino, las fragatas españolas y las fortificaciones de la isla, que habían mejorado notablemente en la última década, los esperaban con los cañones dispuestos. En la primera batalla uno de los proyectiles incluso alcanzó la cabina del barco de Drake y mató a dos de sus hombres. Esa misma tarde, además, John Hawkins moría de disentería. Consciente de que un ataque frontal contra las baterías de Puerto Rico se hacía imposible, Drake, solo al mando, decidió retirarse y atacar otras plazas en lugar de poner rumbo de vuelta a Inglaterra. Tras evitar Cartagena, consciente de las dificultades que conllevaría, primero tomó con facilidad el pequeño pueblo de Río de la Hacha, en la actual Colombia, y luego navegó hacia Nombre de Dios, un lugar de «heartening memories» para él, según Christopher Lloyd. De nuevo lo invadió, pero esta vez los habitantes habían sido avisados y habían abandonado el sitio tierra adentro. Drake palideció al ver los escasos frutos del saqueo: «veinte barras de plata y dos aros de oro fue todo lo que tenía como captura de la villa que una vez fue conocida como la casa del tesoro del mundo» escribe Lloyd en una prosa exaltada. Renuente a reconocer su derrota, prometió a sus hombres que Dios les tenía reservadas muchas sorpresas. «Seguro que obtendremos oro antes de ver Inglaterra», les dijo. Así que, dispuesto a encarar sus propias palabras o su destino, Drake tomó rumbo hacia Portobelo, el nuevo puerto fortificado a unos treinta kilómetros al este de Nombre de Dios, su última oportunidad antes de regresar a lo que sería «un eclipse ignominioso de su vida pública». En ese trayecto Drake cayó enfermo de disentería. Deliró, despotricó contra los traidores y murió tranquilamente en la cabina de su barco «la mañana del veintiséis de enero de 1596». Sir Thomas Baskerville, quien ahora estaba al mando de la tripulación, dio las órdenes de que su cuerpo se lanzara al mar.
Según Lloyd, Drake murió y fue sepultado muchas millas lejos de Portobelo y Nombre de Dios, cerca de la isla de Escudo de Veraguas, en el Golfo de los Mosquitos, así que el dato que asocia la tumba del corsario con Nombre de Dios o Portobelo es infundado, a no ser que Lloyd esté equivocado, por supuesto, pues sus fuentes eran, como no podía ser de otro modo, crónicas y relatos llenos de fabulaciones.
Meses antes de mi visita a Nombre de Dios, había tomado una barca a la playa de Puerto Francés, al norte de Portobelo. En el trayecto, después de dejar atrás la bahía con sus botes y veleros anclados, después de dejar a nuestras espaldas la decadente Portobelo, pasamos entre tierra firme y el islote llamado Francis Drake, y entonces no me resistí a preguntarle al barquero, Efraín, a quien conocía de varios viajes, el porqué del nombre de ese islote, si era porque acaso cerca estaba enterrado el corsario. Lo desconocía. Me aseguró, sin embargo, que hacía unas semanas unos submarinistas habían encontrado un ataúd en las aguas de Portobelo. «El ataúd era de plomo», concluyó con media sonrisa antes de volver a guardar silencio. No pregunté más. Pensé entonces si sería cierta su historia o si, como en todos los hechos que rodean la muerte de Drake, era uno más de los rumores en torno a una leyenda.
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