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martes, 15 de noviembre de 2016

Dionisio Gil: un vegano que desafió a la muerte

16 JUL 2016, 12:00 AM

Dionisio Gil: un vegano que desafió a la muerte



El 24 de febrero de 1895 estallaba en Cuba la última guerra de independencia de América contra el dominio colonial español. Era la tercera vez, en una misma generación, que la isla mayor de las Antillas se lanzaba a los campos de su larga y estrecha geografía para dirimir por la vía de las armas su derecho a tener un nombre propio en el concierto de los pueblos libres. La prédica incansable de José Martí, Máximo Gómez, Antonio Maceo y cientos de otros patriotas, había recorrido el vasto territorio del continente americano y aún de Europa. La causa de Cuba y Puerto Rico se convirtió, terminando el siglo, en la causa de todas las personas de buena voluntad que comprendían el derecho de ambas islas a ser libres e independientes. Entre los que acudieron a este nuevo llamado del honor estaba el valiente general dominicano Dionisio Gil de la Rosa, nacido en La Vega.
Hijo del general Basilio Gil, quien se convirtiera en mártir temprano de la Revolución Restauradora al intentar la toma del cuartel de esa ciudad la noche del 26 de agosto de 1863, Dionisio Gil también se dedicó a la carrera de las armas, alcanzando el grado de Brigadier del ejército dominicano en época de Ulises Hereaux. Llegado a Cuba iniciando la contienda, es designado al Primer Cuerpo del Ejército Libertador encargado de las operaciones en Oriente del cual era jefe el Mayor General Antonio Maceo. Junto al coronel chileno Pedro Vargas Sotomayor y al catalán José Miró Argenter, el joven oficial dominicano sería de los pocos extranjeros que desempeñaría mandos importantes al lado del Titán de Bronce, a quien acompañarían en esa epopeya militar que fue la invasión de la isla de oriente a occidente, atravesando un territorio infestado por soldados enemigos que, junto a las milicias voluntarias españolas y las guerrillas contrarrevolucionarias cubanas, sumaban más de tres veces la cantidad de combatientes a los que se enfrentaron los libertadores hispanoamericanos de principios de siglo en la vasta extensión del continente.
Pero el bravo y generoso dominicano tuvo ocasión de mostrar su valía antes de que se iniciara aquella ingente operación que asombró al mundo por haberse realizado en una isla larga y estrecha, cuyos territorios estaban oportunamente divididos por el mando militar español mediante trochas que iban de costa a costa en los espacios más angostos, como las de Júcaro a Morón que separaba al oriente y al Camagüey del centro y occidente, resguardando las importantes ciudades de Matanzas y La Habana, o la de Mariel a Majana, que aislaba completamente la provincia del Pinar del Río, en la región más occidental.
Esa ocasión llegaría el 13 de julio de 1895, cuando ya muerto Martí, aún no había producido la guerra combates de magnitud suficiente como para mostrar a propios y ajenos la fortaleza de la nueva revolución. Enterado Maceo del movimiento de una fuerte columna española que conduciría un importante convoy para abastecer la ciudad de Bayamo, y de que al mando de dicha columna iría el propio Capitán General Arsenio Martínez Campos, otrora pacificador de Cuba en 1878, decidió prepararle una sorpresa en toda la regla. La verdad era que aunque Martínez Campos se encontraba en el lugar indicado, el verdadero jefe de la columna era el Brigadier Fidel Alonso de Santocildes, uno de los más valientes oficiales españoles que combatieron a los libertadores cubanos. Desoyendo el plan descabellado que trazó inicialmente el Capitán General, Santocildes decide acompañarlo con el grueso de la tropa hasta un punto en que lo considerara a salvo en las cercanías de Bayamo, conocedores de que fuerzas cubanas al mando de Maceo se encontraban operando en la zona. Este desacato salvó la vida del Capitán General, sin embargo, le costó la del bravo comandante Santocildes quien, una vez entablado el feroz combate, dirigió las operaciones en la primera línea. En aquella refriega que duró desde las 11 de la mañana hasta el anochecer y que costó, entre muertos y heridos, 118 bajas a las fuerzas patriotas y 1140 a las colonialistas, el coronel cubano Manuel Piedra Martel, en sus memorias escribiría que “el general Dionisio Gil, caracoleando en su caballo frente a las filas enemigas, coqueteaba con la muerte”. Por su valor probado ganará la confianza de Maceo.
Después participará en otros combates de relieve como Sao del Indio y los numerosos que sostuvo la columna invasora en su larga y penosa marcha hasta los confines del occidente cubano. En ese lapso, comandará importantes fuerzas como el temible Regimiento Hatuey, compuesto por descendientes de los primeros habitantes de los pueblos taínos orientales.
Terminada la guerra, se establece en Cienfuegos, ciudad del centro sur de Cuba por donde se evacuaron las últimas fuerzas españolas. Allí, rodeado por el respecto y la consideración de sus compañeros, amigos y conocidos, lo sorprenderá una muerte absurda, indigna de quien había sabido batirse frente a frente a poderosos enemigos en los campos de batalla desafiando inenarrables peligros. Se cuenta que el 29 de diciembre de 1899, durante el gobierno interventor norteamericano que dominaba la isla desde el año anterior, el general Gil tuvo una agria discusión con un inspector sanitario que maltrataba a un asiático dueño de una fonda cerca de la antigua Plaza de Armas de la ciudad de Cienfuegos. Esa misma noche, mientras se dirigía a casa de unos amigos en el humilde barrio de Punta Cotica, en el noreste de la ciudad, una pareja de policías intentó detenerlo. Caldeados los ánimos, el bravo vegano cayó abatido por los disparos de los policías.
La población lamentó profundamente este hecho triste. Muchas casas colgaron telas negras en sus ventanas en señal de duelo. El Comité de Veteranos de Cienfuegos elevó una enérgica protesta a las autoridades intervencionistas norteamericanas por la excesiva violencia policial. En el lugar donde aconteció el infausto hecho, la gratitud popular, por colecta pública, levantó al esforzado combatiente el primer monumento en bronce que tuvo la ciudad, realizado por el escultor cubano José Villalta de Saavedra, autor del monumento a Martí en el Parque Central de La Habana. El pequeño parque donde está enclavada se conoce aún como el Panteón de Gil. Es también el primer monumento erigido a un dominicano fuera del territorio de la sagrada patria de Duarte
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