]El final del paganismo, Juliano el Apóstata
Todavía el emperador cristiano Graciano, que no quiso revestirse con los hábitos pontificales, tolera que en una inscripción del año 370 se añadan a sus títulos las abreviaturas Pont. Max., pontífice máximo.
En ninguno de sus edictos prohibió Constantino las prácticas religiosas de los paganos. Se burlo de ellos, los compadeció por su ceguera, casi los amenazó con sus sarcasmos, pero no los consideró criminales, como antes se había hecho con los cristianos.
El hecho de que Constantino y sus sucesores hicieran pública profesión de fe cristiana no destruía por ello el carácter oficial de la antigua religión romana. Otros emperadores habían demostrado antes sus preferencias por los cultos orientales; Marco Aurelio, pese a su monoteísmo estóico, continuó practicando los sacrificios de ritual a los antiguos dioses; eran ceremonias cívicas que los emperadores tenían que presidir como jefes del estado. Lo exigían no sólo la tradición establecida por siglos de prácticas litúrgicas, sino también los intereses y bienes muebles vinculados en los colegios sacerdotales.
Todavía el emperador cristiano Graciano, que no quiso revestirse con los hábitos pontificales, tolera que en una inscripción del año 370 se añadan a sus títulos las abreviaturas Pont. Max., pontífice máximo.
En ninguno de sus edictos prohibió Constantino las prácticas religiosas de los paganos. Se burlo de ellos, los compadeció por su ceguera, casi los amenazó con sus sarcasmos, pero no los consideró criminales, como antes se había hecho con los cristianos.
Constante, hijo de Constantino, fue mucho más allá: el 342 insistió que la superstición pagana debía desaparecer por completo, pero hizo una concesión, y fue la de ordenar que los templos situados lejos de las ciudades fuesen respetados, “porque son lugares donde se han originado los juegos del circo y otros espectáculos”. La razón no puede ser más especiosa, pero revela que los santuarios en despoblado eran más venerados que los templos de las urbes; además, indica que ni el emperador ni los súbditos estaban dispuestos a renunciar a los espectáculos o los juegos de circo.
Ya en tiempo de Marco Aurelio había en Roma, cada año, 135 días de fiesta en el circo, y este número había aumentado en el siglo IV. Mucho más tarde, decía aún Arcadio que no quería sumir al Imperio en duelo y tristeza suprimiendo los espectáculos. Es verdad que los combates de gladiadores fueron pronto prohibidos, pero las carreras de carros y caballos se toleraron hasta el final del Imperio cristiano de Oriente, como una de las pocas diversiones al alcance del pueblo de Constantinopla.
El segundo hijo de Constantino, llamado Constancio, supuso que el golpe de gracia contra la antigua religión sería suprimir los sacrificios, pues los paganos, aún sin creer en los antiguos dioses, no querían renunciar a la esperanza de obtener resultados inmolándoles víctimas propiciatorias; pero, pese a que Constancioamenazó con la pena capital a los que honrasen a los viejos ídolos con sacrificios, estos debieron de practicarse en secreto por mucho tiempo. Muy interesante a este respecto es un “milagro” ocurrido en 354: habiéndose retardado el convoy de trigo que debía llegar del África, el prefecto de Roma decidió que se hiciesen sacrificios a Cástor y Pólux, y al punto cambió el viento y llegaron al puerto de Ostia las naves esperadas. Esto sucedía después de la prohibición de Constancio, y quien la desobedecía era nada menos que la primera autoridad de la capital del Imperio.
A la muerte de Constancio, su primo y sucesor Juliano intentó llevar a cabo la famosa restauración del paganismo que le ha valido el dictado de Apóstata. Como tipo humano, Juliano es una de las más interesantes figuras del panorama de la Historia. Era sincero, estimaba la religión clásica por su aspecto estético, y la principal razón para que mandara restablecer el culto fue el de preservar de ruina la belleza de los antiguos templos. Juliano se había educado en Atenas y con filósofos neoplatónicos; por esto al combatir el cristianismo con sus escritos desplegó una peligrosa malicia.
Que un emperador, sobrino de Constantino, dijera que si Dios hizo a la mujer para ayudar al hombre, esta no hubiera debido tentarle, y que si Dios hizo al hombre y a la mujer que distinguieran el bien del mal, ya no eran culpables, tenía que producir cierta confusión en la mente de los que vacilaban aún en aceptar el cristianismo con sus dogmas sobre el pecado original y la salvación por la sangre de Cristo.
Pero Juliano era demasiado filósofo para volver a los antiguos dioses. Cuando quiso proponer algo mejor, divagó. Como religión del estado pareció preferir el culto al Sol, que no era cosa nueva ni satisfactoria. De lo que no queda duda es de su profundo odio a los cristianos. Sin que directamente decretara su persecución, permitía que el populacho pagano se ensañase con ellos, y por su parte hizo cuanto pudo para combatir al cristianismo.
Prohibió que los cristianos enseñasen en las escuelas, con lo cual rompió la tradición romana de libertad de enseñanza, que aún durante las más violentas persecuciones había sido respetada. Juliano sintió horror al pensar que sus amados autores clásicos, Homero y Hesiodo, serían comentados despiadadamente por los pedagogos cristianos, que tan sólo los apreciaban como modelos de estilo. Los escritores de su época añaden que Juliano impidió a los cristianos estudiar los clásicos, porque temía que con ellos aprenderían el arte de la oratoria y podrían atacar al paganismo con mayor elocuencia.
Ignoramos que efectos remotos hubiera podido producir la “reforma” de Juliano. Este, con su elocuencia y su cultura, actuó siempre de un modo personal; él es quien habla, no el estado romano ni la filosofía antigua, y esta lucha de un hombre, aunque revestido del manto del filósofo y la púrpura imperial, contra una institución de origen divino estaba condenada a una inevitable derrota.
La misma muerte heroica de Juliano, a los dos años y medio de reinado, indica más bien que era un romántico erudito que un gobernante. Halló la muerte en la frontera de Persia, al frente de su ejército, por haberse lanzado al combate como simple soldado. Alejandro y Trajano expusieron también sus vidas en aquellos mismos parajes, pero ni el uno ni el otro tenían el corazón lacerado por las polémicas religiosas.
El caso de Juliano el Apóstata reviste interés extraordinario porque está perfectamente documentado en una época en que empezamos a carecer de información. Además de los escritos polémicos del emperador se han conservado algunas de sus cartas y, sobre todo, las descripciones de su carácter en el Panegírico, de Libanio, y la Historia contemporánea de Amiano Marcelino. Este último deja ver que Juliano era muy supersticioso, y añade que llegó a temerse escasez de ganado si volvía triunfante de la campaña contra los persas en la que murió. Esto lo dice por el gran número de víctimas que Juliano sacrificaba regularmente.
Libano cuenta que el joven emperador saludaba al sol por la mañana inmolando reses, y por la tarde corría también la sangre para saludar la puesta de sol. Por la noche, otras reses eran degolladas para apaciguar a los espíritus nocturnos…
El mundo antiguo, en el siglo IV, parecía atacado de una enfermedad de magia y superstición. Ya hemos visto que Constantino no se vio libre de tan funesto error; el hecho de que Juliano cayese en tales extremos es, además, altamente significativo. Los emperadores Constante, Constancio, Valente y Valentiniano, que se llamaban cristianos, castigaron severamente las prácticas de magia y espiritismo, pero esto mismo muestra cuan extendidas estaban…
* Vía|Historias de nuestra historia
* Más información|Historia Universal, el auge del cristianismo
* Imagen|Wikipedia
* En QAH| Juliano, un emperador a contracorriente
* Más información|Historia Universal, el auge del cristianismo
* Imagen|Wikipedia
* En QAH| Juliano, un emperador a contracorriente
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