A Marita Lorenz se le desgració la vida cuando conoció al Comandante, y no tanto por el desamor que le arropó el alma cuando vio fracasados sus más puros deseos íntimos, sino cuando los inquietos muchachos de Edgar Hoover, y más tarde, los turbadores miembros de la Central Intelligence Agency la convirtieron en un oscuro objeto del deseo.
Si los hombres de la mafia italiana, los de la familia Genovese y los Sam Giancana, e incluso la Kosher Nostra, la mafia judía, la condenaron a correr riesgos de todo tipo, los agentes norteamericanos del mayor nivel la condujeron por espacios turbulentos, cumpliendo en ambas oficinas arriesgadas y casi incontables misiones. En el ínterin, se echó encima a todos los hombres que encontró a su paso, terminando por convertirse en una pelandusca de ésas que iban por los Z de clubes públicos o privados a encontrar el hombre adecuado para pasar la noche. “No podía controlar mi agitada vida sentimental, en la que tuve multitud de novios, muchas veces hombres que usaba solo para mi satisfacción y en los que mi corazón no echaba raíces”. Ella llamó a esas aventuras con palabras soeces pero precisas: “follar y tirar”.
Mientras tanto, Marita siguió viajando a Miami donde era odiada por el exilio cubano debido a su fracaso en la operación de “neutralización” del Comandante, aunque al mismo tiempo la respetaban porque estaba implicada en otras tareas y sabía demasiadas cosas, de ésas a las que pocos tenían acceso en los interminables días de la guerra fría. Fue espía, prostituta de cortina, activa ficha en el robo de barcos, se encargaba de transportar por carretera los armamentos que robaba junto a otros en armerías militares, enviaba armas clandestinamente a Guatemala y Nicaragua, estuvo en las entrañas del monstruo cuando se planificó y se realizó la invasión de Bahía de Cochinos y en una ocasión viajó en una avioneta que salió de la Florida para lanzar volantes sobre La Habana que alentaban a los cubanos a levantarse contra el Comandante. A escondidas, ella seguía dándole carreras al amor frenético que la atormentaba, y en los pasquines que lanzaba desde el aire escribió frases como “Te quiero. Viva Cuba Libre”. Y los firmaba: “la Alemanita”, con la inútil pretensión de que el Comandante leyera sus mensajes y comprendiera que ella seguía amándole.
Al poco tiempo, Marita conoció otro amor. Se revolcaba con cualquier cretino, pero su pasión con el Comandante la trasladó a otro “hombre fuerte” que estaba situado en los antípodas de éste. Marita se enamoró, casó y tuvo un hijo, del ya exiliado ex presidente de Venezuela, Marcos Pérez Jiménez, quien para impresionarla le regaló una pulsera de oro de dieciocho quilates con un medallón en una de cuyas caras estaba su rostro. Ella no pudo evitar reír cuando vio a aquél enano gordo, que vestía con bermudas y tennis en una moneda de oro. Pérez Jiménez, como Fulgencio Batista, se había refugiado en Ciudad Trujillo, pero a los tres meses decidió instalarse en Miami en medio del boato que Marita nunca había conocido. Marita contaría años después que nunca los maridajes del amor con el ex dictador venezolano pudieron compararse a sus días y noches con el Comandante. “Marcos no era buen amante, era egoísta, las relaciones sexuales parecían para él simplemente un trámite que cumplir, no algo a lo que entregarse para gozar sin pensar en el tiempo”. Marita confesó además que a Marcos sólo le gustaban los abrazos. Atrás habían quedado las furiosas embestidas del Comandante que ella nunca olvidaría.
Empero, ella –necesitada también de abrazos- aprendió a quererle, y Marcos de alguna manera la supo amar y llenar de atenciones, a pesar de ser un hombre casado con cuatro hijas. Aunque ella nunca le comentó a Marcos su travesía cubana, él estaba enterado al dedillo de todo lo sucedido, y cuando emborrachaba, que era cosa frecuente, telefoneaba al Comandante a La Habana para insultarle, celoso de que ella hubiese sido poseída por primera vez por él. Tan habitual se hicieron esas llamadas, que los agentes secretos norteamericanos vinieron una vez a su casa de Miami a pedirle que suspendiera las mismas.
Marita parió en Nueva York al hijo que tuvo con Marcos, y éste llenó la habitación del hospital con flores, frutas y estatuillas de Lladró. Poco tiempo después, antes de que Marcos fuera encarcelado y extraditado a Venezuela (cuando Rómulo Betancourt negoció con Bobby Kennedy y se pasó al bando de USA), Marita volvió a quedar embarazada. Los dos hijos pues que procreó con Marcos Pérez Jiménez son hermanos del hijo que tuvo con el Comandante. ¡Las vueltas que da la vida!
De pronto, Marita se vería envuelta en una conspiración que, tal vez, fue culminante en su vida de aventuras, persecuciones y acosos. En casa de Orlando Bosch, personaje implicado en acciones anticastristas de toda laya, se corrieron las cortinas, una vez fue despachada la familia a sus habitaciones, para mostrar varios mapas en uno de los cuales se leía en letras grandes la palabra “Dallas”. Tras el fracaso de Bahía de Cochinos, potentes miembros del exilio cubano habían dirigido el odio que tenían al Comandante al presidente John F. Kennedy. En la reunión estaba presente un joven que Marita había visto antes tres o cuatro veces en Florida, en misiones de una de las agencias, en el ordenamiento de los volantes que se lanzarían sobre La Habana y en los entrenamientos en los pantanales de Everglades para operaciones contra Cuba. Se llamaba Lee Harvey Oswald, y desde el primer momento Marita receló de él y lo consideró un outsider. Tan poca empatía le generó el susodicho, que Marita lo encaró una vez diciéndole que se veía un hombre débil y hambriento y que no tenía suficientes fuerzas para llevar consigo un M16, lo que provocó que, desde ese momento, Ozzie, como le llamaban, mantuviera con ella una actitud fría y distante.
A mediados de noviembre la llamaron para hacer el viaje a Texas y en dos viejos coches emprendieron la travesía hacia el oeste. En los maleteros y en el suelo de los vehículos, iban armas de todos los calibres, pero Marita nunca supo el destino de la travesía, acostumbrada como estaba a realizar viajes largos por carretera para vender armamentos robados. Ella sospechó que esta vez llevaba un curso diferente cuando recibió instrucciones, junto al resto, de llevar ropa normal, nada de camuflaje y de que no hablase nunca en español. El chofer recibió órdenes de conducir con cuidado, de modo que no ocurriese ninguna infracción de tránsito y las únicas paradas que se hicieron en el camino fueron en drive-in para alimentarse. En algún momento ella tuvo la certeza de que sus compañeros de viaje iban hartos de cocaína. Cuando se decidió a preguntar el destino del viaje, recibió una respuesta corta y sin comentarios, que ella no tomó como cierta: “Vamos a matar a Kennedy”.
“Welcome to Dallas”. Habían arribado a la meta después de un largo viaje y se instalaron en un motel en las afueras de la ciudad, con instrucciones más severas que las recibidas durante el viaje. Al día siguiente, Marita vio por la ventana a un hombre alto, fuerte y regordete, a quien ella recordaría haber visto en Cuba en el hotel Riviera. No supo su nombre en ese momento, y solo lo sabría unos días después por la televisión: se llamaba Jack Ruby. Cuando éste se percató de la presencia de Marita en el grupo, increpó a Frank Sturgis (el mismo a quien el Comandante llamaría alguna vez como “el mejor y más peligroso agente de toda la historia de la CIA”): “¿Y qué hace aquí esta maldita puta?”. Ella lo escuchó pero no supo más porque Jack y su interlocutor se marcharon a hablar a otra parte. “Cometimos un error. No quieren a una mujer involucrada”, le dijo el súper agente a Marita. Y ella, que acababa de llegarle el periodo, aceptó sin chistar el dinero del pasaje en avión para regresar a Miami. El viernes 22 de noviembre de 1963, mientras volaba de Miami a New York, el capitán de la nave informó que desviarían el vuelo hacia el aeropuerto de Newark porque había ocurrido algo grande en Dallas. Ella supo entonces, como lo declararía tiempo después en las investigaciones que hizo la Cámara de Representantes, que estuvo con los ejecutores del magnicidio, pero siempre al margen y sin ninguna participación en el mismo.
Larga, sinuosa y enfangada ha sido la vida de Ilona Marita Lorenz, desde aquella lejana mañana en la bahía habanera cuando el Comandante de la Revolución triunfal ascendió las escalerillas del Berlín para conocer el barco que capitaneaba su padre y adueñarse del amor de la alemanita. En agosto, cumplirá 77 años. Vive en Baltimore con la ayuda de la asistencia pública. “He sido una vagabunda toda mi vida... lo único que me quedan son los recuerdos... hoy no tengo más guerras en las que luchar... estoy viva... debería ser feliz”. Enferma y anciana, Marita sigue pensando en el Comandante: “Cuando lo veo en la tele, viejo, parece triste, aunque imagino que si él me viera diría lo mismo de mí”.
(Libros y películas han contado parte de esta historia, pero ella nunca ha quedado satisfecha de esas producciones. Sony Pictures prepara actualmente una nueva película que se titulará sencillamente “Marita” y que se rodará en gran parte en Cuba. Jennifer Lawrence encarnará a Marita).
https://www.diariolibre.com/opinion/lecturas/marita-lorenz-embarca-hacia-dallas-NB3366258
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