La obsesión de Hitler, Mussolini y Saddam Hussein con las civilizaciones antiguas y los delirantes proyectos que provocó
La silueta del palacio se dibuja en el horizonte, todo fachadas angulosas y grandes ventanas, casi tan brillantes que no se las puede mirar bajo el tórrido sol iraquí.
Hay que manejar poco por la carretera en espiral que sube hacia la cima por una ladera cubierta de sedimentos. Los olivos y las palmeras crecen salvajes en lo que un día fueron lujosos jardines.
Esto fue una vez el palacio más opulento de Saddam Hussein.
Dentro, pueden apreciarse los vestigios de su refinamiento, la ornamentación exquisita de tapices y puertas, la gran lámpara de araña que todavía cuelga en el vestíbulo de la entrada.
Pero ahora las paredes están salpicadas de pintadas y los niños de la zona juegan al fútbol en los aledaños. Hay cuentas de vidrio de la lámpara desperdigadas por el piso. El palacio de quien fuera un día el todopoderoso líder de Irak es hoy una ruina vacía.
Si se camina hacia el balcón desde el dormitorio que ocupaba, las llanuras se extienden ante el visitante y son otras ruinas las que colman la vista: la masa de muros derruidos y antiquísima arquitectura que indica el lugar desde el que hace 2.500 años la ciudad de Babilonia dominó el mundo.
La impactante estampa no es fruto de la casualidad. La intención es que quienes recorran este palacio, al mirar hacia las ruinas de Babilonia, imaginen hallarse en presencia de un magno gobernante cuyo legado pervivirá por milenios.
Saddam no es el primer líder de facto que utiliza ruinas antiguas con este propósito. Al contrario, el nexo entre gobernantes autoritarios y la idealización de restos materiales del pasado tiene una larga historia.
Esto se debe a que las ruinas nunca son solo lo que parecen: una aglomeración de muros deshaciéndose sobre la arena. Son, en igual medida, las depositarias de la memoria y el mito. Ayudaron a construir las narrativas fascistas de la grandeza pasada, perdida por culpa de la decadencia moderna, y a reclamar la reconstrucción de las tiranías del pasado en el presente.
Tal apropiación de las ruinas también las pone en riesgo, y, ante golpes recientes como la destrucción de los antiguos lugares de Palmira a manos del autodenominado Estado Islámico, merece la pena recordar que los esfuerzos de Saddam, y antes que él Mussolini y Hitler, por "conservar" los yacimientos, con frecuencia los despojaron de su contexto, incluidos aquellos aspectos de su legado que no encajaban con el mensaje que el Estado quería transmitir con ellas.
Buldócers en Babilonia
Irak tiene en la actualidad uno de los más ricos patrimonios arqueológicos. El valle de los ríos Éufrates y Tigris, la espina dorsal del país, alberga las ruinas de algunas de las primeras ciudades del mundo: Uruk, Ur, Babilonia y Nínive entre ellas.
Sus restos fueron por largo tiempo excavados y desvalijados por las potencias coloniales, y sus objetos trasladados a museos extranjeros cuyas vitrinas ahora adornan. En el siglo XIX, las tallas asirias de Nínive se llevaron al Museo Británico de Londres, y a la puerta de Ishtar de Babilonia se le arrancaron las teselas para ser luego reconstruida en el Museo de Pérgamo en Berlín, Alemania.
Pero tras hacerse con la presidencia, Saddam decidió utilizarlas con otro fin: construir un culto a la supremacía iraquí con él a la cabeza. Para el éxito de este plan, la arqueología tendría una importancia mayor. Tanto, que los arqueólogos iraquíes fueron uno de los primeros colectivos con los que se reunió después de llegar al poder en 1968.
"Las antigüedades… son las más preciadas reliquias que los iraquíes tienen", dijo en esa reunión. "Le muestran al mundo que nuestro país… es el fruto de civilizaciones anteriores que hicieron enormes contribuciones al género humano".
En la década siguiente al ascenso al poder de Saddam y su partido Baaz, el presupuesto del Departamento de Antigüedades de Irak se incrementó en más de un 80%. Los yacimientos de Nínive, Hatra, Nimrud, Ur, 'Aqar Quf, Samarra y Ctesiphon sufrieron ambiciosas restauraciones.
Pero para el presidente, la joya de la corona siempre fue Babilonia.
Fue una de las ciudades más grandes del mundo entre los siglos XVIII y VI a.C., la mayor en dos momentos históricos diferentes, y probablemente la primera en superar los 200.000 habitantes. Alejandro Magno la ocupó en el IV a.C. y floreció brevemente antes de caer en el abandono en las guerras que siguieron al imperio de Alejandro. Tras la conquista musulmana de Arabia, los viajeros que llegaban hasta allí no describían más que ruinas.
A Saddam las ruinas de la ciudad de Babilonia siempre lo fascinaron especialmente. Ordenó una costosa reconstrucción de sus murallas en la que se invirtieron millones de dólares en pleno apogeo de la guerra con Irán. Y las elevó hasta una altura de 11 metros y medio, más de la que probablemente tuvieron en su día, ganándose las críticas de la comunidad arqueológica internacional, que lo acusó de estar construyendo la "Disneylandia de un déspota" en el lugar.
Como toque final hizo levantar un teatro de estilo romano en el lugar. Cuando los arqueólogos le contaron que reyes como Nabucodonosor habían grabado sus nombres en los ladrillos de Babilonia, insistió en hacer lo mismo con el suyo en los empleados para la reconstrucción. Sus esfuerzos fueron más tarde descritos por Paul Brener, responsable del gobierno provisional que sucedió a la invasión estadounidense de 2003, como "una parodia, un sucedáneo… monstruosidades".
Para la puesta en escena de un sistema totalitario las ruinas antiguas son un telón de fondo indispensable.
En 1981, Babilonia era el lugar donde tenían lugar las celebraciones para conmemorar el primer aniversario de la invasión iraquí de Irán, que tuvieron lugar bajo el lema "Nebuchadnasar al-ams Saddam Hussein al-yawm" ("Ayer Nabucodonosor, hoy Saddam Hussein").
Una vez, Saddam construyó una maqueta de sí mismo en madera contrachapada frente a la Puerta de Ishtar de Bagdad y en el festival que se organizó en 1988 un actor que encarnaba al personaje de Nabucodonosor le entregó una pancarta al ministro de Cultura declarando a Saddam Husein el nieto del legendario rey de la Antigüedad y "abanderado de los ríos gemelos".
Las joyas de museo de Mussolini
En realidad, Saddam no hizo más que imitar lo que ya había hecho Mussolini. En Italia, a comienzos del siglo XX, el autoproclamado "duce" vio las ruinas romanas como un instrumento especialmente poderoso. Aunque gobiernos anteriores habían reivindicado ya ser los herederos de la antigua Roma, los fascistas de Benito Mussolini llevaron la idealización a un nuevo nivel.
Mussolini era con frecuencia descrito en la propaganda como "el nuevo Augusto", evocando al emperador que reconstruyó gran parte de la ciudad durante su reinado.
"Roma es nuestro punto de partida y de referencia", le dijo Mussolini a la multitud concentrada en la celebración del cumpleaños de la ciudad eterna en 1922, poco después de tomar el poder. "Es nuestro símbolo o, si queréis, nuestro mito. Soñamos una Italia romana, que sea sabia y fuerte, disciplinada e imperial. Mucho de lo que fue el espíritu inmortal de Roma resurge en el fascismo".
Pero los fascistas se encontraron con un problema: en el tiempo transcurrido desde la Antigüedad, Roma había crecido y sus ruinas habían sido absorbidas por el tejido de una urbe siempre cambiante.
La gente vivía entre los capiteles y pilares que se desmoronaban, construía sus casas contra ellos y tomaba piedras para sus propias edificaciones.
Distritos enteros habían crecido sobre los restos de la Roma imperial, enterrando el legado del que dependían los fascistas.
Para solucionar este problema Mussolini ordenó grandes excavaciones que se llevaron por delante casas y barrios enteros, obligando a realojar a la población que vivía allí.
Se excavó el mausoleo de Augusto, construyendo una plaza fascista a su alrededor, se demolieron los edificios en torno a los que arracimaba el teatro de Marcelo y también se desenterró el suelo del Coliseo, sacando a la luz el hipogeo subyacente, al que se despojó de la frondosa cobertura vegetal que había acumulado.
En mayo de 1938, tan solo 16 meses después del estallido de la Segunda Guerra Mundial, Hitler visitó la capital italiana. Durante su visita, Mussolini le enseñó una ciudad transformada, con sus restos arqueológicos expuestos.
Hitler la recorrió de noche, y los técnicos de Mussolini iluminaron con focos rojos las ruinas para que destacaran entre el resto de edificaciones. El recorrido atravesó todos los lugares destacados y concluyó a los pies de un Coliseo iluminado.
El "führer" quedó tan impresionado como Mussolini esperaba. A Hitler siempre le habían fascinado las ruinas. Un cuadro representando el foro romano obra del artista francés del siglo XVIII Hubert Robert ya colgaba de la pared de su despacho en el Reichstag y él mismo había dibujado muchas en su carrera como pintor.
Hitler había expresado su odio por la arquitectura moderna y su amor por los cánones clásicos. En 1925 mostraba su inquietud porque "si Berlín corriera la misma suerte que Roma, las generaciones futuras solamente podrán admirar los grandes almacenes de los judíos y los hoteles de algunas corporaciones como las impresionantes obras de nuestro tiempo, la expresión característica de la cultura de nuestros días".
"Todo lo que queda es la arquitectura"
Para Hitler las ruinas del pasado apuntaban a una versión idealizada de la historia, una que le gustaría emular en su Tercer Reich.
"A Hitler le gustaba decir que el propósito de su edificio era transmitir su tiempo y su espíritu para la posteridad", recordaba en sus memorias el gran arquitecto del nazismo, Albert Speer.
"Al final todo lo que quedó para recordar a los hombres de las grandes épocas de la historia fue su monumental arquitectura", subrayaba Speer.
"¿Qué quedó de los emperadores romanos? ¿Qué daría aún hoy fe de ellos si no sus construcciones? (...) Así, hoy los edificios del Imperio Romano pudieron servir a Mussolini para referirse al heroico espíritu de Roma cuando quiso inspirar a su pueblo con la idea de un imperio moderno".
Para calmar su inquietud, Hitler y Speer concibieron su teoría del "Ruinenwert" o "valor de las ruinas". La idea era crear arquitectura que dejaría, incluso en condiciones de decadencia, un ejemplo inspirador para las nuevas generaciones.
Esta filosofía es visible en grandes proyectos arquitectónicos de Speer como el graderío para el campo del Zepelín de Nuremberg, que se basó en el antiguo altar de Pérgamo, todavía expuesto en el museo homónimo como la puerta babilonia de Ishtar.
Después de todo, los edificios que los nazis levantaron nunca dejarían ruinas monumentales tras de sí. Como el palacio de Saddam en Babilonia, cuando las obras de Speer fueron destruidas solo unos años más tarde, quedaron reducidas a escombros. Era justo lo que el había temido.
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