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Semana Santa: Arte e ilusión según Robert Goodwin
En 1615, el año en que se publicó la segunda parte de El Quijote, en Sevilla la Hermandad de la Pasión encargaba una imagen de Cristo de la Cruz al hombro a Juan Martínez Montañés, el mejor escultor –conocido como el Dios de la madera– que a la sazón trabajaba en la ciudad y era hermano de la cofradía.
Se trata de uno de los máximos ejemplos de una tendencia casi general a crear imágenes religiosas asombrosamente realistas de Cristo, la Virgen y los santos, que alcanzó una brillantez sublime en España en la primera mitad del siglo XVII.
Aquellas obras, talladas en madera y cuidadosamente pintadas para que parecieran reales, marcan un apogeo emocional y psicológico en la escultura occidental después del cual todo lo demás parece carente de gusto, insulso o excesivamente vulgar.
Para Antonio Palomino –el Vasari español– Montañés había creado la sobrecogedora imagen del Cristo de la Pasión “con expresión tan dolorosa que arrastra la devoción de los mas tibios corazones”; también hay un Calvario de su mano “donde Cristo le habla al buen ladrón, que parece que se le puede escuchar la voz”.
Es difícil encontrar otra tradición continua y viva en la cultura occidental que siga siendo tan fuerte y tan importante para la sociedad como la Semana Santa para la vida de Sevilla; no hay lugar mejor para sentir el largo alcance del Sigo de Oro español que entre esas multitudes.
Se atribuye al marqués de Tarifa la “creación” de la Semana Santa. En 1519 se encontraba en Jerusalén y bajo el calor de agosto recorrió el Vía Crucis –el camino de la Pasión –y calculó que la ruta tenía 1.321 pasos. A su vuelta a Sevilla se dedicó a establecer una recreación del Vía Crucis desde su palacio –la actual Casa de Pilatos– hasta un lugar fuera de las murallas conocido como Cruz del Campo (lugar luego utilizado para fabricar la cerveza Cruzcampo).
La popularidad de la Semana Santa aumentó en el momento en el que la cultura criolla de las Américas estaba desarrollando su sentido de la identidad. Los primeros misioneros descubrieron que los aztecas tenían una gran afición a los espectáculos públicos y pusieron en práctica escenas teatrales como una maravillosa manera de difundir los Evangelios.
Es impresionante la experiencia de vivir la Semana Santa en la ciudad Antigua de Guatemala. Un ejemplo urbanístico de primer orden mundial como consecuencia de los planes urbanísticos que el muy civilizador Imperio español estableció en América. Pero si bella es la ciudad, vivir su Semana Santa es algo inolvidable; toda ella es un escenario teatral con las calles tapizadas de efímeras alfombras “tejidas” de serrín pintado de todos los colores, al servicio de decoraciones con motivos florales y religiosos –cual verdaderos y primorosos tapices– que se irán desvaneciendo al pisarlas los cofrades durante las procesiones. Allí, además de los cirios y las músicas procesionales propias sobresale un olor característico y embriagador por la quema del copal, una resina vegetal muy importante en la tradición médica y religiosa de Mesoamérica.
La característica esencial de la Semana Santa es el gran número de cofradías que participan con un espíritu profundamente arraigado de rivalidad y competencia. Para 1600 ya se había estabilizado la iconografía y la pompa de la Semana Santa con la forma y los contenidos básicos que tiene hoy en día.
Francisco Pacheco, reconocido maestro de Diego Velázquez, fue responsable de pintar y decorar la obra de Montañés, El Cristo de la Pasión. En su libro El arte de la pintura escribió que “la escultura se asemeja a lo natural, y a todo lo que imita, lo recibe de la pintura; porque la forma sustancial, que es el dibujo, lo toma de ella, y los colores de las cosas también”.
San Juan de la Cruz, poeta místico y confesor de Santa Teresa, fue aprendiz de escultor en su infancia y describe las esculturas como resultado de un proceso de colaboración de distintos tipos de artesanos.
Ernst Gombrich llamaba la atención sobre “la parte del espectador” en el artificio del arte. Para lograr que lo sacro parezca real, el artista tiene que estimular la imaginación del espectador: las campanas y el incienso de la misa propician ese milagro, al igual que los cirios y la música en la Semana Santa.
La excepcional visión que tenía Pacheco de la relación de la imaginería bidimensional y tridimensional en la pintura al óleo influyó desde el principio en la experiencia de Velázquez y afectó profundamente en su enfoque del retrato de la figura humana.
Velázquez aprendió a policromar esculturas y terminó marcando la tendencia hacia el realismo en la imaginería religiosa; para Gombrich, el éxito de un artista depende de la medida en que su representación tenga resonancias en la visión de los espectadores, justamente lo que desarrolló el genial pintor sevillano.
Velázquez colocaba a sus figuras como si se tratara de las esculturas policromadas de un paso de Semana Santa, como podemos apreciar en el Aguador de Sevilla y La vieja friendo huevos.
Es incuestionable la relación entre el tenebrismo español y los efectos de la luz de los centenares de cirios que, por la noche, parpadean a los pies de las figuras esculpidas de los pasos de Semana Santa.
Velázquez lograba la sensación de movimiento e inestabilidad que constituye la esencia del arte barroco; él comprendía intuitivamente lo que hoy en día la psicología moderna nos explica, que es la forma en que la mente humana ve lo que registran los ojos (algo que ya tuvimos ocasión de compartir en un artículo anterior titulado Entre la magia y el libre albedrío)
He aquí cómo la Semana Santa, para el perspicaz londinense Robert Goodwin, en su muy recomendable obra ESPAÑA, Centro del mundo 1519–1682 (2015), se convirtió en la gran fuente de inspiración de nuestro gran Velázquez.
Twitter| @jbanegasn
Más información| España, más allá de lo conseguido, Canal Youtube de Jesús Banegas y Programa radio “Viaje a Serendipia”
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