La invasión francesa de Egipto, dirigida por Napoleón a finales del siglo XVIII, abrió las puertas al redescubrimiento del país desde el punto de vista científico. Había nacido la egiptología. La que claramente sería la pieza estrella de la expedición fue la piedra de Rosetta. Se encontró de forma fortuita durante los trabajos de reparación del fuerte francés de Jullien, cerca de la población del El-Rashid (llamada Rosette por los franceses). Había sido reutilizada para levantar uno de los muros. Su descubridor, el teniente de ingeniería Pierre-François-Xavier Bouchard, reparó enseguida en su importancia. De Alejandría fue trasladada a El Cairo, donde se guardó en una especie de museo arqueológico que se había improvisado en el Instituto de Egipto. La incipiente colección iría ampliandose poco a poco a lo largo de la campaña.

Botín de guerra
La piedra de Rosetta es una gran este­la de granodiorita con un decreto reali­zado en 196 a. C., bajo el reinado de Ptolomeo V. Como era habitual en este tipo de documentos, el texto fue re­dactado en las tres escrituras oficiales: jeroglífico, demótico y griego. Desde el primer momento se puso a buen re­caudo, sabiendo que la parte griega era la traducción de la escrita con jeroglíficos, porque los intentos de descifra­miento hasta entonces habían sido infructuosos. Los franceses hicieron varios calcos. Inglaterra, también conocedora de su importancia, la tomó co­mo botín de guerra. Inmediatamente fue enviada a Londres y desde 1802 se exhibe en el British Museum.
Jean-François Champollion nunca trabajó sobre el original, sino sobre los calcos franceses. 
Contrarreloj
Comenzó entonces una carrera frenéti­ca por ser los primeros en descifrar la escritura sagrada. La presencia de los nombres de Ptolomeo y Cleopatra en griego, repetidos en jeroglífico dentro de un cartucho, sería la clave. Fue final­mente el francés Jean-François Cham­pollion, que contrariamente a lo que se suele creer nunca trabajó sobre el origi­nal sino sobre los calcos franceses, quien averiguó el misterio: los jeroglífi­cos, además de representar un objeto o una idea, tienen también un valor fo­nético. El 27 de septiembre de 1822 hacía público su descubrimiento en una carta dirigida al secretario de la Academia de Inscripciones y Bellas Ar­tes de París. Con este gesto se iniciaba oficialmente la egiptología.
Champollion y la Piedra Rosetta
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