El rol político de las clases medias en América Latina
Las clases medias en el continente latinoamericano se mueven entre el enojo, el deseo de cambio y el miedo y esto se va a ver reflejado en las urnas en un año de cambio en muchos países de América Latina.
La volatilidad y la incertidumbre se han convertido en la marca característica del actual contexto político latinoamericano y mundial. De las pocas certezas que existen sobre el mundo al que nos dirigimos, una de ellas es que la agenda de las clases medias será determinante. Una agenda en la que sobresalen las demandas por mejores servicios públicos (salud, seguridad, educación y transporte), instituciones más eficientes y sistemas político-partidistas más transparentes y participativos. Como sostiene el académico chileno Carlos Peña, “en el siglo XXI el desafío es una nueva cuestión social: el viejo proletariado son hoy los nuevos grupos medios cuyas trayectorias vitales e intereses son los que hay que incorporar”.
De la histórica a la nueva agenda de las clases medias
Esta nueva y emergente agenda va desplazando a la que fue hegemónica desde los albores de la democratización. En los 80 América Latina experimentó tres profundas transformaciones que en estos momentos están siendo cuestionadas al no encauzar las nuevas demandas de las clases medias.
Desde un punto de vista político, en los 80 Latinoamérica se democratizó, salvo Cuba, y consolidó un sistema de libertades con bajos niveles de institucionalización en la mayoría de países. Ahora los sistemas de partidos en los que se apoyó esa democracia han saltado por los aires sin que una nueva estructura los haya sustituido: en Argentina gobierna por primera vez alguien (Mauricio Macri) ajeno al peronismo y a la UCR y en Costa Rica ninguna de las dos grandes fuerzas históricas logró pasar a la segunda vuelta en las recientes elecciones presidenciales. Esas clases medias no sientes que sus reclamaciones sean adecuadamente canalizadas por los sistemas políticos ni por las instituciones.
Económicamente, en los 80 y 90, la región se abrió al mundo y abandonó las políticas intervencionistas aunque conservó su tradicional matriz de exportaciones basadas en materias primas sin elaborar. El nuevo contexto mundial obliga a hacer cambios profundos en ese modelo de desarrollo para no desengancharse del competitivo mundo de la revolución digital, a la que las clases medias aspiran a vincularse. Romper con el actual mediocre crecimiento económico implica poner en marcha una serie de reformas estructurales. Cambios que mejoren la competitividad y productividad a través de políticas públicas en dos ámbitos claves para que esas clases medias conserven posibilidades de ascenso social: inversiones en capital físico (infraestructuras y logística) y humano (educación).
En los tres últimos lustros, socialmente ha tenido lugar un cambio profundo: a una fuerte disminución de la pobreza del 44% en 2002 al 28% en 2015 (según la Cepal en el informe Panorama Social de América Latina 2015), se unió la emergencia y consolidación de los sectores medios. Unas clases medias muy heterogéneas entre países (representan solo el 9% en Guatemala, pero rondan el 40% en Brasil o Chile); y también al interior de ellas mismas pues el concepto clase media abarca situaciones sociales dispares que van desde una cercanía y estilo de vida próximo a los estratos más altos de la sociedad a sectores vulnerables que temen perder su nueva condición y recaer en la pobreza.
Miedos y aspiraciones de las clases medias
Esas clases medias, con sus miedos y sus preferencias, están condicionando la actual política latinoamericana y, por ende, los procesos electorales que se están desarrollando en la región en este maratón de elecciones, iniciado en 2017, que culminará a finales de 2019 (15 comicios en 18 países). No se entiende la victoria de Mauricio Macri en 2015 en Argentina o la de Sebastián Piñera en Chile en 2017 sin sus respectivas apelaciones a esas clases medias. Ambos lograron encauzar las demandas de esos sectores: el chileno llegó a confesar que quería “ser el presidente de la clase media”.
De todas maneras, la contradicción interna caracteriza a las clases medias – no solo su heterogeneidad- lo cual tiene importantes consecuencias político-electorales. Se trata de un sector social que aspira al cambio político: rechazan los modelos clientelares y poco transparentes que se han desarrollado en la región por partidos políticos que han utilizado la corrupción para financiarse. Moisés Naim recuerdaque “las nuevas clases medias, más numerosas, educadas, informadas y conectadas, se han activado y están hartas de los desmanes y de la impunidad”.
Por eso buscan lo nuevo, lo que se encuentra fuera del sistema político tradicional (el Frente Amplio en Chile) o aquellos que se visten de nuevo, aunque no lo sean en realidad. De ello son un buen ejemplo Andrés Manuel López Obrador en México o el uribista Iván Duque en Colombia. López Obrador lleva desde los 80 en política y el uribismo fue gobierno entre 2002 y 2010. Ambos, en la actual coyuntura, se presentan como alternativas al poder establecido. Luis Rubio recuerda que López Obrador “como Trump, ha logrado penetrar el subconsciente de la ciudadanía porque no opera en el mundo real sino en el del hastío que legítimamente caracteriza a buena parte de la ciudadanía… que lo ve como un medio, un instrumento, para mentársela a quienes llevan décadas prometiendo soluciones sin resolver nada”. Otro ejemplo similar es el de Lula. Líder sindical en los 70, tres veces candidato derrotado en las presidenciales entre 1989 y 1999 y electo en 2002, ha sabido canalizar el voto del enojo (de parte de esas clases medias emergentes y vulnerables nacidas durante su mandato) enarbolando su imagen como víctima de la clase política tradicional en lo que es el fin del “Lulinha, paz y amor” que le condujo al poder.
Las clases medias se inclinan por los cambios producto del hartazgo y la desafección hacia la clase política y los partidos tradicionales; pero no parecen tan dispuestas a que se lleven a cabo transformaciones que pongan en cuestión el sistema. Como recuerda el analista Michael Penfold en el estudio, La creciente pero vulnerable clase media de América Latina, realizado para Banco de Desarrollo-CAF, “las clases medias de las regiones en desarrollo son ideológicamente moderadas… América Latina es la segunda región más moderada, contando con el 57% de sus encuestados en los niveles 5-6 en comparación al 64% del Sureste Asiático”. No hay que olvidar que se trata de una población que tiene un mayor nivel de educación, poseen bienes en propiedad (coches y casa propia comprada a crédito), invierten en artículos de consumo duradero y aspiran a que sus hijos tengan educación superior completa como palanca de ascenso social. La fragilidad de su situación provoca que el deseo de reformas, cambios y transformaciones conviva con una aversión al riesgo y a dar saltos en el vacío.
Y esa moderación es la que conduce a que una parte significativa de las clases medias posea, como apunta la OCDE, una agenda reformista de carácter gradualista “un claro apoyo a la democracia, pero son críticos con su funcionamiento, en gran parte, por la baja calidad que se percibe en los servicios públicos prestados por los Estados. El efecto neto de los impuestos y las prestaciones en las familias de los estratos medios no es elevado … para reforzar el contrato social -en particular, con los estratos medios -, los Estados deben mejorar la calidad de los servicios públicos y llevar a cabo reformas tributarias basadas en una mayor transparencia y una administración fiscal más eficaz”.
Por esa razón, propuestas consideradas por la opinión pública como radicales o excesivamente rupturistas (como la de Gustavo Petro en Colombia o Jair Bolsonaro en Brasil) tienen mucha dificultad para crecer. Petro, tradicionalmente, fue un defensor de la Venezuela chavista aunque en esta campaña ha moderado tales expresiones. Defiende un Estado intervencionista, mayor gasto social y contempla la realización de expropiaciones. Bolsonaro no ha dudado en defender al régimen militar brasileño (1964-85) y mantiene un discurso de “mano dura”, homófobo y machista. Ambos poseen un suelo electoral elevado (atraen el voto del enojo, del amplio descontento entre los más jóvenes) pero su techo es bajo (Bolsonaro) o tiene dificultades para crecer (Petro) lo cual crea una barrera compleja de flanquear en una hipotética segunda vuelta. El propio Petro, que en segunda vuelta perdería ante Duque 55 vs 42 según la última encuesta de Invamer, reconoce que su propio éxito es contraproducente: “Mis manifestaciones fueron multitudinarias, pero tienen consecuencias en sectores –sobre todo de clase media– que se creen el discurso del miedo a Petro y deciden votar por la derecha… les han infundido miedo a pensar que, si la izquierda triunfa, van a perder lo que han ganado: la casa, el carro, la beca”. Su “bala de plata” pasa por aprovechar el alto fraccionamiento del electorado para disputar un balotaje territorio donde todo puede pasar.
El futuro de las democracias latinoamericanas y la agenda de las clases medias
Los fundamentos en los que se sostuvo el modelo democrático, político y económico-social latinoamericano se encuentran en crisis, entre otras razones, porque no responden ni encauzan apropiadamente las demandas de las emergentes clases medias. Unas clases medias decisivas en las citas electorales que están teniendo lugar en América Latina. Al no ser sector homogéneo, su comportamiento electoral variará según el contexto interno de cada país, el peso de los “hijos de esas clases medias” y el difícil maridaje entre deseos de cambio y aversión a transformaciones radicales que pongan en peligro la estabilidad y el crecimiento.
Su apuesta por el cambio y el rechazo a la vieja política explica la emergencia de líderes ajenos al status quo (López Obrador en México, Iván Duque en Colombia). Pero el temor a que transformaciones profundas y radicales desemboquen en conflictos e inestabilidad internas y estos provoquen una pérdida del estatus social conquistado, es la razón última de los límites a los que se enfrentan estas apuestas rupturistas (el Frente Amplio en Chile, Bolsonaro en Brasil o Petro en Colombia). En la disyuntiva entre cambio radical o moderado las clases medias están más cerca de las transformaciones paulatinas: respaldaron la propuesta de Piñera (y no la rupturista del Frente Amplio) o se inclinaron por el continuismo con rostro joven y renovador en Costa Rica (Carlos Alvarado) frente a un pastor evangélico ultraconservador.
En las citas ante las urnas en Colombia, México y Brasil las clases medias van a decidir el ganador desde posturas diferentes. En el caso brasileño, un sector de esas clases medias va a optar por las posiciones más rupturistas y contrarias al status quo (desaparecido Lula, Bolsonaro por la derecha y Ciro Gomes por la izquierda). Pero el grueso acabará apoyando cambios desde un populismo light (Joaquim Barbosa) o desde el reformismo dentro del sistema (Geraldo Alckmin). Sin embargo, en México la apuesta es por el cambio, dado el nivel de rechazo que concitan los partidos que ya han estado en el poder (PRI y PAN). Entre el deseo de revancha contra la clase política tradicional y el temor a la imprevisibilidad que encarna López Obrador, triunfa la primera opción. Todas las encuestas le dan como ganador con amplia ventaja (entre 15 y 20 puntos sobre sus perseguidores). Como subraya la académica Soledad Loaeza, en México “tenemos mucha más rabia que susto”. Lo contrario acontece en Colombia donde “el miedo” a Petro une a la centroderecha y la derecha en torno al uribista Iván Duque. Este se perfila como el candidato más votado en la primera vuelta (ronda el 35%) y derrota a cualquiera de sus posibles adversarios, incluido Petro, en el balotaje.
El futuro de la democracia latinoamericana y sus instituciones pasa por la capacidad de esta para canalizar las demandas de las clases medias. Esa va a ser la gran tarea de los nuevos gobiernos que salgan del actual periodo electoral: acabar con unos Estados ineficientes a la hora de proveer servicios públicos de calidad, penetrados por la corrupción y el clientelismo, incapaces de autoreformarse para construir modelos político-partidistas más flexibles y representativos e ineficaces a la hora de combatir la inseguridad. Fracasar en el intento abre la puerta a tentaciones populistas y autoritarias en las que priman los fines (seguridad, servicios públicos de calidad) sobre la preservación de los principios y valores democráticos.
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