Canibalismo y sacrificios humanos en la América prehispana; una visión antropológica
Publicado por El Tio-Abuelo Penradock en
artes una vía para expresarlo: desde la mitología clásica con el titán Cronos engullendo a sus vástagos para evitar que le destronasen (y que Goya plasmó en su espeluznante Saturno devorando a sus hijos) a aquella obra satírica publicada por Jonathan Swift (el autor de Los viajes de Gulliver) en la que proponía canibalizar a los niños irlandeses pobres con el fin de que no fueran una carga para sus familias, pasando por otras creaciones diversas que incluyen al impresionante Tito Andrónico de William Shakespeare.
Pero hubo excepciones a ese tabú. El mundo “civilizado” las descubrió para su pasmo a partir de finales del siglo XV, cuando llegó a América. De hecho, la palabra caníbal es uno de los primeros neologismos importados del otro lado del Atlántico: procede del término taíno cariba, que significa gente fuerte y se aplicaba a ciertos pueblos de las Antillas y el litoral caribeño de Sudamérica, a los que españoles presuntamente vieron consumir carne humana (aunque Fernández de Oviedo, que los conoció en la actual Venezuela, aporta otra etimología: caribana, punta de tierra situada a la entrada del golfo de Urabá y que significa valiente o intrépido). El propio Colón lo escribió en su diario de a bordo el 23 de noviembre de 1492: “…Y sobre este cabo encabalga otra tierra o cabo que también va a Leste, a quien aquellos indios que llevaba llamaban Bohío, la cual decían era muy grande y había en ella gente que tenía un ojo en la frente, y otros que se llamaban caníbales, a quien mostraban tener gran miedo. Y des que vieron que lleva este camino, dice que podían hablar porque los comían y que son gente muy armada. El almirante dice que bien cree que había algo ello, mas que, pues eran armados, sería gente de razón , y creía que habían cultivado algunos y que, porque no volvían a sus tierras, dirían que los comían”.
El tono fantástico de la narración se explica porque en realidad Colón no entabló contacto con ellos hasta su segundo viaje, en 1493. Hasta entonces, sólo pudo fiarse de lo que le contaban los taínos cuando decían que los canibavenían “a captivarlos, y como no vuelven [los compañeros apresados], creen que se los han comido”. Evidentemente, ningún europeo estaba en condiciones de entender que aquellos banquetes que pudieron realizar los caribes en el mismo campo de batalla, tras la victoria, tenían un sentido ritual, pues pensaban que los espíritus habitaban en diversas partes del cuerpo; a ojos de un europeo de entonces sólo estaba el tabú y por esa razón las leyes emitidas por la Corona de Castilla primero y la española después excluían a esos pueblos de su protección y autorizaban a hacerles la guerra y a esclavizarlos, aún cuando en otros aspectos no se tenía muy clara la diferencia entre los caribes y el resto. Dado que vivían en una etapa de cazadores-recolectores, sin alcanzar el desarrollo de otras civilizaciones americanas, no han dejado apenas patrimonio cultural material y, en consecuencia, tampoco hay registro arqueológico ni de ningún tipo sobre prácticas de canibalismo, más allá de los comentarios de otros indios registrados por los europeos, lo que lleva a algunos autores a poner en tela de juicio el que hasta ahora se consideraba el rasgo principal de aquel pueblo. Y como él, otros: mayas, guaraníes, mapuches… (no todos: en cambio, para los incas, por ejemplo, la antropofagia era una perversión propia de tribus de la selva que quedaban demasiado lejos de su control).
En cualquier caso, de existir revestiría formas bastante distintas a las descritas y que guardarían cierta semejanza con el canibalismo practicado por los mexicas, los verdaderos protagonistas de este episodio en el Nuevo Mundo. En el fondo, veremos que no se diferenciaban demasiado de viejas tradiciones europeas como la del banquete dionisíaco o incluso la comunión cristiana, sólo que se llevaban al extremo y de forma literal. Al igual que pasaba con los mártires cristianos, las víctimas de los sacrificios mexicas morían para renacer en compañía de lo divino.
Y es que el canibalismo no es un fenómeno unitario sino que varía en contenido cultural y en significado. En palabras del antropólogo Fitz Poole, lo mismo “puede quedar definido como un acto monstruoso contra la sociedad que como sagrado deber moral en interés del bienestar social”. Otra especialista en el tema, Peggy Reeves Sanday, explica que “como sistema cultural, el canibalismo ritual forma parte de un sistema de símbolos que muestra la conciencia individual y social, y regula, al mismo tiempo que formula, un deseo humano potencial (…) Subyace una preocupación humana por perpetuar la vida la vida más allá de los límites de las vidas individuales (…) Los ritos son ejecutados con un reconocimiento explícito de su relevancia social: se garantiza la fertilidad humana y, con ella, la continuación de la vida social; o bien se alimenta a dioses hambrientos como condición para una existencia social y cósmica continuada; o bien los hombres exhiben su masculinidad y alcanzan los requisitos para el estatus de guerrero adulto; o bien un grupo muestra su ferocidad y con ella su dominación sobre otros grupos, o bien las categorías de intercambio social son activadas y reafirmadas, etc.”
Hay, pues, interpretaciones psicógenas, materialistas y culturalistas, y cada una de ellas tiende a ignorar o rechazar a las demás, añade en su libro El canibalismo como sistema cultural, en el que intenta armonizar los planteamientos opuestos de autores como Marvin Harris y Marshall Sahlins en una labor tan esforzada como discutida.
La polémica proteica
Harris creó el materialismo cultural como una concepción de que “la vida social es una respuesta a los problemas prácticos de la existencia terrenal”, por lo que hay que dar prioridad al estudio antropológico de las condiciones materiales como elementos fundamentales de las diferencias y similitudes socioculturales. Alcanzó gran popularidad en la segunda mitad de los años setenta al proponer explicaciones racionales para los tabúes alimentarios de algunas civilizaciones y apoyar la teoría de un colega, Michael Harner, que en 1977 publicó The ecological basis for aztec sacrifice, obra en la que razonaba el canibalismo de los mexicas: se basaría en que la carencia de grandes herbívoros en Mesoamérica provocaba un déficit de proteínas que no se satisfacía con las otras fuentes disponibles (perros, pavos, pescado), lo que unido a la presión demográfica y a la estructura social, que favorecía el ascenso jerárquico por méritos de guerra, llevaba a la realización de grandes sacrificios humanos y al consumo de la carne de las víctimas por parte de las élites nobiliaria, sacerdotal y militar.
La teoría proteínica de Harner fue reforzada por Harris con su concepto de banquete redistributivo, una especie de premio antropofágico con que se recompensaba a los guerreros y que era resultado de no poder gastar recursos alimentarios en los prisioneros. Todo ello no se presentaba de forma desnuda sino que quedaba envuelto, obviamente, por una parafernalia religiosa y ceremonial. Las críticas a Harris brotaron inmediatamente y ya no pararon: Ortiz de Montellano, Sahlins, León-Portilla, Matos Moctezuma…. Ellos aseguraban que en Mesoamérica había una enorme cantidad de alimentos alternativos capaces de suplir esa insuficiencia de proteínas y grasas, tanto vegetales (de los que los aztecas estaban bien surtidos gracias al sistema de chinampas que permitía hasta siete cosechas anuales, pero también por un alga especialmente nutritiva que crecía en el lago Texcoco) como animales (los aztecas comían prácticamente cualquier cosa que se moviera y está demostrado que la proteína de los insectos es de calidad superior a la de la carne, aunque ese dato se desconocía en los setenta), sin contar los abundantes víveres que surtían sus mercados, como atestiguó Bernal Díaz del Castillo; de hecho, los análisis del registro coprolítico demuestran que la carne era el segundo componente principal de la dieta, que estaba perfectamente equilibrada.
Las objeciones llegaron más lejos y entraron en detalles realmente curiosos. De una una víctima sacrificada de unos sesenta kilos de peso se podían sacar poco más de cinco kilos de carne, y eso suponiendo que ésta no se limitase sólo a las extremidades, como parece que así era, según las marcas que hay en el registro óseo encontrado. En ese sentido, el Códice Florentino dice que “cuando entre dos o tres cautivaban a uno de los enemigos, dividíanle de esta manera: el que más se había señalado en este negocio, tomaba el cuerpo del cautivo y el muslo y pierna derecha; y el que era segundo , tomaba el muslo y pierna izquierda; y el tercero tomaba el brazo derecho; y el cuarto, el izquierdo; esto se entiende desde el codo arriba; el que era quinto tomaba el brazo derecho, desde el codo abajo; y el que era sexto tomaba el brazo izquierdo, desde el codo abajo” (Hugh Thomas añade que el torso se arrojaba a los animales del zoo de Moctezuma o se llevaba a un rincón del lago para consumo de los buitres, mientras que la cabeza adornaría el tzompantli). Es decir, en tal caso la carne aprovechable se quedaría en algo menos de dos kilos, de los que cada comensal apenas probaría unos quince gramos. La única forma de conseguir rentabilizar las víctimas con ese fin sería criándolas como en una granja, pero sólo en teoría porque la práctica sería muy diferente: el ser humano no tiene un ritmo de crecimiento como el de los animales y tarda muchísimo más en alcanzar la edad adulta, de forma que los recursos que consumiría en una crianza de ese tipo se aprovecharían mejor dándoselos directamente a la población. Brailovsky decía que si un pavo necesita tres kilos de maíz para dar un kilo de carne, un humano precisa más de un centenar para la misma cantidad.
Harner calculaba que en el siglo XV se sacrificaban anualmente en México Central un cuarto de millón de personas, aproximadamente el uno por ciento de la población. El arqueólogo Marcos Antonio Cervera Obregón rebaja la cifra a quince mil, que ya es bastante impresionante. Otro crítico, Sahlins, cree que Harner y Harris sólo representan la “mentalidad mercantil occidental” y opone la comunión con los dioses: hay que fijarse en el carácter sagrado del acontecimiento y no en el consumo de carne en sí, cuyo cálculo fue una especie de moda en aquellos años sesenta y setenta. El sacrificio azteca llevaba al sacrificador y a la víctima a una unión con lo divino y el consumo de la víctima consagrada transmitía al hombre un poder superior con las ideas subyacentes de regeneración y reproducción. Por eso el guerrero que capturaba a otro le llamaba “querido hijo” y el prisionero a él “querido padre”. Por eso Sahagún cuenta que “…el señor del cautivo no comía de la carne, porque hacía de cuenta que aquella era su misma carne, porque desde la hora que le cautivó le tenía por su hijo, y el cautivo a su señor por padre” (como explica Michel Graunlich, “al morir simbólicamente a través de su víctima, el sacrificante aumentaba su fuego interno, se aliviaba y obtenía una existencia feliz después de la muerte”). Y por eso también las mujeres que fallecían en el parto iban a la Casa del Sol, el mismo destino que los muertos en combate, mientras que el resto de fallecidos en otras circunstancias tenían otros destinos más allá. Sahlins encuentra un parecido considerable entre el canibalismo azteca y el de las islas Fidji en ese mismo sentido.
A vueltas con el tema proteínico, las mujeres gimi, un pueblo de Nueva Guinea, practican un canibalismo con muertos en una costumbre que combina la necesidad de enriquecer su dieta proteica -limitada porque los hombres acaparan la carne animal- con un simbolismo sexual. Los bimin-kuskusmin, otro pueblo de esa isla de Oceanía, también tienen el canibalismo mortuorio en su tradición pero con un sentido de fertilidad. En ambos casos se trata de endocanibalismo y el exocanibalismo únicamente tiene lugar en un contexto ceremonial concreto como metáfora de destrucción de un principio maligno, puesto en práctica en lo que se llama el Gran Rito del Pándano, sin nada que ver con las proteínas. Los melpa, un tercer pueblo neoguineano, hasta se las ingenió para que en esa compleja concepción no hiciera falta el consumo de carne humana, sustituyéndola por la de cerdo.
Ese citado principio maligno se repite en otros casos y en sitios tan alejados como Norteamérica, donde adopta la forma de seres monstruosos: el Windigo algonquino, el Wechugue de los beaver de Atapasca y el Comedor de Hombres de los kwakiutl. Es un tamam, un hombre-animal (o viceversa) antropófago, que debe ser dominado para que la vida social sea posible; un ente sobre cuya existencia queda reflejada la humanidad social; una proyección del yo salvaje que surge en cada individuo en determinadas condiciones y puede destruir a los otros. El caso del Windigo iroqués fue descrito por jesuitas franceses en el siglo XVIII como una especie de posesión compulsiva que transformaba a la gente, casi siempre en contextos de hambruna (en los otros casos citados no había hambre de por medio). En tales situaciones, el canibalismo aparece como símbolo dual del poder otorgador de vida y de deseo humano destructivo, como adquisición y transformación del poder espiritual animal (en los algonquinos y beaver), y adquisición y doma en caso kwakiutl (a través de la llamada Danza Caníbal, equiparable al mencionado Gran Rito del Pándano, en la que se consumía carne humana). Una manifestación, en suma, del miedo al derrumbe social.
El control físico del caos
Como se ve, en muchos casos los acontecimientos asociados al canibalismo no se refieren al hambre sino al control físico del caos. La víctima asume el papel de metáfora viviente de la animalidad, el caos y los poderes de las tinieblas, todo lo cual es necesario dominar en interés de una vida social ordenada. O sea, el canibalismo se asocia a un poder destructor que debe ser propiciado o destruido y que se localiza en animales u hombres enemigos; en el segundo caso, canibalismo y tortura pasan a ser medios para imponerse a él y, así, la víctima es martirizada y comida en un acto de dominación que, a la vez proporciona la fuerza de ésta.
Iroqueses y hurones también fueron caníbales, al menos hasta mediados del siglo XVIII. Su canibalismo ritual se desarrollaba en un contexto bélico: el consumo de carne humana se celebraba para aliviar la tristeza de las bajas, tal como describieron también los misioneros jesuitas. Estas tribus creían que morirían si no daban satisfacción a los deseos del alma, por lo que el sadismo de sus ritos de tortura formaba parte de la representación externa de los deseos internos indicados por alguien que había tenido un sueño (así se revelaba el alma) o por el pariente que lloraba a un muerto. También aquí había entidades supranaturales que demandaban carne humana, caso de Aireskoi o Jousheka, y también el trasfondo era de hambre.
Parecido y diferente a un tiempo, en las islas Fidji “el canibalismo era el gesto paradigmático central en el que se basaban, mítica y ritualmente, las relaciones sociales ordenadas”, en palabras de la antropóloga Peggy Reeves Sanday. En este caso, la costumbre no se asociaba con el bien ni con el mal sino que se concebía simplemente como un apetito que debía ser satisfecho; algo natural y necesario, una canalización de los instintos básicos como el incesto o el deseo de matar. De hecho, la noche del banquete derivaba en orgía porque antes se había matado a un enemigo, castrado simbólicamente su cadáver y devorado su carne. Al fin y al cabo, basándose en la hipótesis freudiana de respuesta psicológica básica a la ira y la frustración, Eli Sagan ya proponía que el canibalismo “es la forma elemental de agresión institucionalizada” y, por tanto, típica de las sociedades más simples y en las avanzadas en vías de desintegración.
Volvamos a Mesoamérica y al mundo azteca, el paradigma del canibalismo en América. Hay que partir siempre de cierta precaución al afrontar la credibilidad de las fuentes de la época. La mayoría de los cronistas españoles no conocieron las civilizaciones mesoamericanas en su estado previo al choque intercultural, por lo que realizaron sus narraciones a partir de testimonios de otros, unas veces de primera pero otras de segunda o tercera mano. Y, por supuesto, estaban mediatizados por sus propias influencias culturales, algo que por otra parte no se les podía reprochar al ser inevitable. Así, a las hipérboles que se pueden encontrar a menudo en múltiples aspectos se suman deformaciones informativas y en ocasiones manipulaciones deliberadas, como pasa con el famoso Códice Florentino, en cuya versión castellana Bernardino de Sahagún inserta párrafos de su cosecha -que no figuran en el original-, referentes a la cría de víctimas destinadas al sacrificio para el posterior reparto de su carne, con el objetivo de compensar las críticas que se le hicieron sobre su simpatía por la religión mexica. Como ya vimos, el planteamiento de Sahagún estaba muy alejado de la realidad (aunque la versión del Códice se parece bastante a las de Cortés y Bernal Díaz).
Algo peor aún en el caso de otros cronistas más fantasiosos como López de Gómara, que en su afán de ensalzar el papel de Cortés dice tales disparates -como que los mexicanos comían mil hombres diarios- que la misma Corona le prohibió reeditar su obra. O el Inca Garcilaso, que hablando de tribus de la selva, narra que “de las tripas hacían morcillas y longanizas, hichéndolas de carne por no perderlas”, así como que los chirihuanas comían a los hijos de sus cautivas, a éstas al envejecer y a los familiares difuntos. También Pedro Mártir deja una sensacionalista imagen al explicar que mientras las mujeres caribes paren (sin dolor, según Américo Vespuccio), sus maridos “van a la caza de hombres como hacen los cazadores cuando salen al bosque a matar ciervos y jabalíes” que luego cocinan y comen “como vaca que se trae de la carnecería”. No obstante, pese a su escasez, también hay fuentes indígenas que muestran sacrificios y actos de antropofagia, como el Códice Borgia, que es anterior a la conquista.
Entonces ¿qué sentido tenía aquel paroxismo de sangre de los mexicas que tanto horrorizó a los recién llegados? Sahagún habla específicamente del canibalismo en un contexto concreto: el de los ritos sacrificiales que se ofrecían durante las fiestas del segundo, décimotercero y décimosexto meses del año solar de dieciocho meses. No es descartable -al contrario, resulta probable- que el consumo de carne humana estuviera también incluido en las fiestas de otros meses, pero el franciscano se centra sobre todo en el segundo mes, festividad en honor de Xipe Tótec en la que se mataba y desollaba a numerosos cautivos de todas las edades y sexos para después llevar cada cadáver a casa de su captor para ser comido. Xipe Totec era el principio masculino del universo y el señor de la regeneración de la naturaleza espiritual del individuo, por eso se le representaba como alguien envuelto en una piel humana (el Señor Desollado) y sus sacerdotes se ponían la piel de sus víctimas. Huitzilopochtli (el Huichilobos de los españoles) y Tláloc eran las otras divinidades que concentraban las ofrendas humanas. El primero, dios del sol y de la guerra, tenía su fiesta en el panquetzalizti (el decimoquinto mes) y para el segundo, señor de la lluvia, las tormentas y los terremotos, había festividades repartidas por todo el año: el atlcahualo, el tozoztontli y el atemoztli.
“La estructura circular del ego azteca puede observarse en el símbolo del viaje diario del sol, que sale en la mañana del seno de la Madre Tierra, viaja por el cielo y desciende al mundo subterráneo al caer la noche, tragado por el monstruo de la tierra” explica Reeves Sanday ilustrando una teoría del nacimiento, muerte y resurrección que coincide con la definición que Erich Neumann hace de la existencia urobórica, un proceso psicológico circular. Los sacrificios del segundo mes serían así una exteriorización de la lucha del ego para disociarse de la existencia urobática.
El caso es que el canibalismo lo mismo puede ser una respuesta al hambre que escenificar una teoría cultural sobre esa amplia dualidad existencial -el orden y el caos, el bien y el mal, la muerte y la reproducción- que permite regular el deseo y mantener el orden social. Es un símbolo del caos que debe ser dominado, controlado o reprimido en beneficio de dicho bienestar social y la víctima encarna metafóricamente a ese mal al que hay que someter. Alimentando a los dioses, los aztecas reclutaban hombres para su nobleza, de manera paralela a cuando un jefe de las islas Fiji afirmaba su poder por el número de víctimas canibalizables que proporcionaba a su gente o los monstruos de las mitologías indias de América del Norte facilitaban con su presencia el distinguir los comportamientos aceptables de los inaceptables. Asimismo, el sacrificio allanaba el camino para canalizar la energía y liberar sentimientos internos, por ejemplo arrancando corazones como los mexicas; otros, como los navajos, hacían el proceso inverso y en vez de proyectar procesos corporales al cosmos asumían procesos cósmicos en su cuerpo, por eso sus sacrificios eran incruentos.
Dramatización pública de la tiranía humana y divina
Ahora bien, el canibalismo azteca sólo resulta comprensible si se tiene en cuenta su ubicación en un sistema cultural más amplio, empezando por algo tan aparentemente simple como sus símbolos. El águila del escudo mexicano, tomado de la leyenda seminal, representaba el sol y el orden; la serpiente que tenía en su pico era una metáfora bélica y no fue una casualidad que eligieran un ave carnívora, como tampoco que al corazón palpitante extraído de las víctimas se lo llamara “precioso fruto del cacto”, pues ese órgano representaba la fusión simbólica de lo cosmológico, lo sociológico y lo biológico, reescenificando la fundación del universo azteca. Conviene aclarar que en la mentalidad mexica el cuerpo aloja las tres fuerzas principales distribuidas entre el teyolia (el corazón, asociada al sol, al alma que viaja al más allá, a la vida misma), el tonalli (la cabeza, asociada al cielo, al alma, al espíritu, el vínculo entre el Hombre y la voluntad divina) y el ihiyotl (el hígado, asociado a la tierra y al aire de la noche), debiendo estar equilibradas; cuando perdían dicho equilibrio llegaba la enfermedad.
A esa especie de esfera armilar a gran escala se sumaba su representación del universo como un mundo de cuatro ángulos cuyo centro, su axis mundi, era el Templo Mayor de Tenochtitlán; allí se hacían la mayoría de los sacrificios -no todos- de los que el canibalismo no era sino una continuación ceremonial. Por tanto, dice Sahlins, para los aztecas “el derramamiento de sangre era equivalente al movimiento del mundo”, una necesidad cosmológica, una condición para la continuación del mundo. Dado que cuando los dioses tenían hambre podían desencadenar sus poderes destructores contra la Humanidad, para mantener las fuerzas místicas del universo y para sostener el equilibrio social, los aztecas los alimentaban con carne humana. Mediante el acto de consagración, las víctimas sacrificiales eran encarnadas en dioses. Al comer la carne de la víctima, los hombres entraban en comunicación con sus dioses y el poder divino era impartido a los hombres. Graulich completa esta interpretación con una doble visión: la de la tlaxlaua o deuda con los dioses por darnos la vida y la de la expiación como destrucción del cuerpo para sobrevivir a la muerte siguiendo el ejemplo de la Leyenda del Sol y otras parecidas.
La cosmogonía azteca y el ritual asociado a ella fusionan también el bien y el mal en la figura de la madre original. El mito de origen de los aztecas es estructuralmente análogo al formulado por Paul Ricoeur sobre el caos primordial. Los ritos sacrificiales aztecas repiten los sacrificios legendarios que llevaron al mundo a su forma actual partiendo de un estado de caos. En ellos, el hambre humana alcanza un estatus cósmico cuando los dioses hambrientos son alimentados con los corazones de las víctimas y cuando la sangre del sacrificio humano salpica a los ídolos, nutriéndolos (otra imagen que horrorizó a los españoles). Aquí vemos que la esencia vital codificada por la carne y la sangre humanas es intercambiada entre los seres humanos y los seres divinos. Socialización y regulación de la violencia interna en esencia, en formulación de René Girard.
Los mexicas situaban el canibalismo en el mundo de las tinieblas, de la muerte y la destrucción, sólo que según sus conceptos el mundo actual también se formaba a partir de esos presupuestos. Así, sacrificios y canibalismo se integraban en una lógica de muerte y reproducción para impedir el regreso al caos original, librando una batalla cósmica contra enemigos del entorno y políticos. Cuando llegaron al Valle de México, los aztecas tuvieron que escoger entre dos paradigmas sacrificiales para estructurar su relación con los dioses, dice Reeves Sanday: el primero permitió construir un estado basado en el principio del dominio cósmico sobre el mundo humano; el segundo siguió siendo un modelo para una red social integradora guiada por los imperativos morales de la religión penitencial de Quetzalcóatl.
Este dios representaba la creación del orden a partir del caos y trataba de metaforizarse en los sacrificios. Era una divinidad que no exigía sacrificios humanos ni se alimentaba de otros ni necesitaba nada de eso para constituir su ser porque encarnaba el principio del ego autónomo. Concibía la relación entre humanos y dioses a su manera y asumió su responsabilidad autodesterrándose. Los españoles supieron reorientar hábilmente estas características para erradicar los sangrientos ritos. “El sacrificio es una idea que animó a muchos pueblos en su obsesión por construir una sociedad o por mantenerla cohesionada” insiste Reeves Sanday. Al igual que pasaba con los mártires cristianos, las víctimas sacrificiales aztecas morían para renacer en compañía de lo divino. “El sacrificio constituía la base del Estado y el imperio azteca. Si hubiesen adoptado la política de Quetzalcoatl, contraria a los sacrificios, es dudoso que que hubieran tenido éxito en la construcción de un imperio, pues ese imperio dependía de los corazones y la sangre de los vecinos”. En otras palabras, la emulación competitiva del entorno.
Completa esta idea David Carrasco explicando que “la estrategia ritual de alimentar a los dioses se convirtió en el principal instrumento religioso-político para subyugar al enemigo, controlar la periferia y rejuvenecer la energía cósmica”, en un contexto de profundo antagonismo entre el Tenochtitlán convertido en dueño de la región y las ciudades-estado circundantes sometidas. La pregunta, acaso, es cómo empezó todo, teniendo en cuenta que antes del siglo XV el ritmo de sacrificios de los mexicas era mucho más modesto, equiparable a los de los otros pueblos. ¿Quizá en 1430, cuando tras derrotar a los tepanecas, empiezan a imponer su dominio sobre la región? ¿O en 1454, con la gran hambruna y sequía que asolaron el Valle de México llevando a padres a vender a sus hijos y ancianos (al precio de cuatrocientas mazorcas de maíz la mujer y quinientas el hombre)? Es probable. Los nobles se libraron pero idearon un montaje basado en una desmesurada escala de sacrificios -inédita hasta entonces- en lo que constituía una predecible respuesta a las exigencias políticas y ecológicas que amenazaban la estabilidad del sistema de autoridad. O lo que Reeves sintetiza en una “dramatización pública de la tiranía humana y divina”.
BIBLIOGRAFÍA
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SAGAN, Eli: Cannibalism: human agression and cultural form.
SAHAGÚN, Bernardino de: Historia general de las cosas de Nueva ES
El Tio-Abuelo Penradock
Licenciado en Historia y diplomado en Archivística y Biblioteconomía. Fundador y director de la revista Apuntes (2002-2005). Creador del blog El Viajero Incidental. Bloguer de historia, cine, viajes y turismo desde 2009. Editor y colaborador en varios blogs.
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