¿Conoce usted a La Francasci?-Ella es Francisca Martinoff
«Quien llega una vez a visitar a la joven escritora, cuya figura esbelta, casi aérea, envuelta en elegante vestidura blanca, evoca las poéticas leyendas de la mitología germánica; quien logra el favor de oírla departir con su genial vivacidad y agudeza de observación, pasando sin esfuerzo de las más encumbradas cimas de la intelectualidad artística, a los pormenores de la vida familiar, en donde aparece bajo otro aspecto no menos simpático la esposa buena, la entendida directora del gobierno doméstico, recuerda con íntima complacencia a aquella ilustre Victoria Colonna, sol ella misma del ingenio y de la poesía italiana, esposa, amante y cumplida, que da tierno dictado de il sole mio, en un soneto célebre, a su glorioso marido, el Marqués de Pescara. » MANUEL DE J. GALVAN. [1]
¿Quién conoce a La Francasci, la escritora que inaugura el género autobiográfico en la literatura nacional, que se goza leyéndola, que tuvo poca opinión en torno a sus obras de los “críticos” contemporáneos? ¿Quién conoce a esta mujer que hizo un pacto evidente con “lo inútil” que es el amor carnal para una creadora, que huye de los subterfugios banales y estereotipos de género, que se escapa de la historia convencional, que tuvo una empatía con la transgresión, con lo que se le atribuía como prohibido?
Amelia Francasci fue una escritora desprejuiciada, antiburgués, que peligrosamente pensaba; de extrema sensibilidad, y aguda observación. Es la autora que las otras no conocen, porque estuvo contrapuesta a esa tentativa de ordenar su vida de manera lineal, y ésta es la neurosis existencial que enfrenta desde 1850 a 1941: metaforizar un carácter, un saber distinto al canonizado, escribiendo en un estilo libre, en un lenguaje a veces directo, y en ocasiones entre comillas. Su trampa del destino fue habitar en Santo Domingo, en esta ciudad poco luminosa y poco letrada, que tenía ataduras milenarias. Su espíritu era demasiado intenso para autoexplicarse ante el mundo, por eso se narra en el contexto de situaciones vividas, que se consideraban extrañas al lenguaje femenil.
Ama, le atraen los hombres encantadores; hombres que ha pensado en sus sueños, hacia los que extiende solo alusiones, comentarios. Reflexiona Francisca [2] a sus treinta y nueve años sobre cosas del siglo, sobre las intrigas políticas partidistas, como un thriller, y asume un género que se presume de acción conflictiva, donde los personajes se “cuestionan” lucidamente en un escenario de apariencias y de hipocresías. Los entramados decorativos en la obra de La Francasci pertenecen al espectro de las mentiras impuestas, de las convenciones sociales que deben ser derribadas, auscultadas con un caleidoscopio secreto. Ella ve al mundo desde sus ojos, y describe los enfrentamientos ideológicos y binarios con un discurso cuestionador, reivindicador, anti machista, antiopresor, y esencialmente propio.
En Francisca Martinoff, la novela clave para conocer su identidad genérica, ella se narra cronológicamente desde el 10 de abril de 1899, y concluye en marzo de 1900; la novela aparece publicada en 1901, en la Imprenta García Hermanos. A través de la lectura de la obra se capta que la autora estuvo bien conectada y al tanto de los episodios que se vivieron en el interrego del ajusticiamiento del dictador Lilís, la Revolución de Ramón Cáceres y Horacio Vásquez de julio de 1899, y la consecuente inestabilidad política. Leía los periódicos; no descuidaba estar informada. Se enteraba de “toda” la historia gubernamental de afuera. Era considerada una patriota; sabía que la tensión social estaba a la vuelta de su casa en la Plaza Central o Plaza de Armas, en las armas, y en los fabricantes de intrigas que envenenan todo. Ella se ocupó -como no lo hicieron otras autoras, escritoras o periodistas de la época- de descuartizar en su narración a los enemigos del país, de ir hilvanando todo lo que acontecía, y de aportar ideas lúcidas, sensatas y bien intencionadas.
Así, Francisca Martinoff contiene las más agudas reflexiones sobre el emergente revolucionarismo en la línea fronteriza, en el Cibao, y en toda la República. Retrata el destino que toca a los tiranos, y forja el perfil de quienes en esa escisión del tiempo conocen la orfandad en que queda la Patria, y la nación con desesperanzas, desestabilizada. A la Revolución de 1899 le dedicó el Capítulo XXI (177-184), el Capítulo XII (185-191), y a la Política el Capítulo XXVI (219-224) de su novela.
Francisca era una mujer de dos siglos. Había cruzando de los novecientos al veinte, por el umbral de su calle, la calle del Arquillo, entre una plazoleta, y la solemne paz de la augusta Catedral. Es posible que Francisca se resguardara de esa sociedad criolla que veía desvanecer sus sueños de grandeza, luego de ser sus ancestros peregrinos por las Islas del Caribe.
La literatura de mujer o la autoría femenina, de principios del siglo XX, hubiera estado en completa orfandad si Amelia Francisca no se consagra a su reclamo interior de ser escritora. Ella narró y registró en sus obras creativas la ideologización y estereotipos impuestos a las mujeres al contar los usos y costumbres de entonces.Los demás hubiera sido dejar a la deriva, al orbe, lo que somos: sujetos culturalizados a través de las imágenes bíblicas, indignas de pensar, de subvertir el orden, de ser hostil a los patrones de conducta heredados decimonónicamente.
En esta tierra remota, en este punto geográfico dividido en dos, en este pedazo de Isla desgraciada, ella tuvo la oportunidad de emprender la huía, de compadecerse a sí misma, de irse a otro lugar menos bastardo, menos exacerbado ante la identidad femenina de las mujeres consideradas “raras” o que optaron por la “soledad”.
Los críticos de antaño -al igual que los de ahora-, en nada se aproximan a descodificar su obra. Unos fueron unos altivos “lectores”, a los que le molestaba lo fecundidad de La Francasci; y sus contemporáneas colegas, prácticamente, fueron ángeles caídos por la envidia. Por ejemplo, las poetas del siglo XIX privilegiaron su acercamiento con el bardo francés Lamartine, lo traducían, lo leían en veladas literarias. Quizás ellas -más hipócritas que todas– tenían la esperanza de aprender a soñar, o hacer realidad sus sueños de gloria y reconocimiento literario, porque es más fácil criticar a otras, cuando tú no sabes ser influyente en el siglo. De ese resquemor, de esa orgía de malos deseos (de que Francisca fuera ignorada), es que Amelia Francasci se hizo una leyenda, un mito, un personaje impenetrable, enclaustrado, y al extremo silenciosa.
Francisca, desde la calle de Arquillo, construyó su escenario, y no lo hizo un “hogar doméstico”, sino la más representativa tertulia adonde acudían políticos, abogados, médicos, militares, y el mitrado arzobispo de la ciudad. No vivió plenamente la vida pública, pero vivió la privada, en una burbuja que lamentablemente nunca fue estable, con la
fama de “buena mujer”, débil, sufrida, atormentada, meditativa, patéticamente neurótica -como todas las escritoras que trascienden-, e irreverente; con recursos propios para editar (que es el anhelo de toda creadora). Fue irreverente porque puso en crisis lo que somos, con religión o sin religión, sin visitar las iglesias o los templos, teniéndolos justo al lado de su casa, pero profesando fe, y misericordia.
Francisca anhelaba ser escritora. Era liberal, del Partido Liberal de la República, y estaba entre los miembros de las clases dirigentes del país. Reconocida como una mujer culta, celebró con los suyos el aniquilamiento del tirano en 1899, cuando las mujeres entonces tenían escasez de derechos o ningún derecho. Cuando la Constitución no nos reconocía como sujetos, ella hablaba del naufragio de la Patria y de las discordias civiles. Pero su tesoro sagrado era el alejamiento total de la mediocridad. No le interesaban los elogios, ni optar por la tutela de los antibardos literarios. No en vano escribió: “Yo no desprecio sino a los necios y a los malos”. [3]
Hablaba ella, a principios de 1900, de un nuevo caudillo proverbial; pero el desengaño vino después, al borde de las furias de la ambición. Quizás desde el siglo XIX no hubo nunca aquí el sueño criollo del optimismo, pero sí del pesimismo, y de ahí parten los vaticinios de ella como sucesos devastadores: el desbordamiento de las pasiones, triunfos colectivos imperecederos, apologías sobre antihéroes, los intertextos de las Proclamas, la falsa democratización, las ideologías reaccionarias, el asesinato de Ramón Cáceres, el conflicto que trajo la invasión de 1916, el gobierno de Horacio Vásquez, y el caos económico; el ascenso de Trujillo, y la violencia de una tiranía que se escudó en la palabra progreso. Todo ese ir y venir de nuevos opresores vivió Amelia, y la “nueva” burguesía de los educados, y de los que dormían siesta al mediodía que se hacían cómplices-leales de ese panorama donde el único bastión posible para combatir era la palabra, pero ésta fue empeñada por toda una generación de intelectuales, que cantaron como ruiseñores loas al tirano de turno.
MUJER CULTA. Una mujer de una cultura europeizante, educada por monjas católicas en el internado de Welgelegen en Curazao, sabía que en medio de las pesadillas hay que aprender a danzar. Su danza fue la escritura, y así su lenguaje se alejó de la agobiante asfixia, de su ruina económica (de ella y de su marido), de todos los que se lanzan en tropel a venderse, a entronizarse en el modelo de una nación que ocultaba su origen de mestizo, más negros que blancos.
Judía, inteligente, desafiante a los cánones sociales, casándose a regañadientes con su primo, siendo ella mayor que él, Amelia sabía que “lo social” es solo una opereta de disfraces, una farsa que hay que saber evadir, en una sociedad de moralidad arcaica.
Ella es la escritora contracultural de la época decimonónica; me basta para hacer esta afirmación leer su novela Francisca Martinoff no comentada por la crítica de entonces, por los opresivos misóginos que están englobados en un mundo patriarcal donde se ahogan en la ideología del género. ¿Qué mujer escritora, en esa época, no sufriría una crisis de nervios enfrentándose a una moral castradora; perturbada por una sociedad que estaba en un limbo, y una clase dirigente política que era una ficción? ¿A quién no se le rompería la mente, si procede a cuestionar al través de la literatura su condición femenina con una voz de novelista a la cual no le importa “el qué dirán”? Y ¿qué consecuencias tendría vivir cerca de la plaza principal del pueblo, y de los enormes muros del templo consagrado a Santa María la Menor, sin hacer los deberes religiosos que esperaban de ella? Su oficio de escritora, entonces, para muchos debió ser un oficio imperdonable en un medio rural, y cuasifeudal, donde los hombres con pistoletazos eran los que imponían las normas (los Ministros del gobierno, los soldados de la guardia republicana, y los curas llegados a Presidentes) con las apariencias mezquinas que da el poder.
¿Mujer de letra, mujer letrada? ¿De cuándo a dónde permitírsele a La Francasci ser la autora que va en contra de la historia oficial impuesta a las mujeres; darle vida a una Francisca que es la apología más acabada de la mujer víctima y victimizada; tirarle a la cara a los otros esos folios de papel mecanografiados, impresos? Era demasiado para una sociedad dual, que subsistía mirándose al espejo al momento de expulsar bocanadas de humos de cigarros o de la pipa. La enorme fortuna de Amelia fue ser fuente de chismografía, la barata y la alta, de respetables esposas, de decorosas santas beatas, y de tribuladas doncellas. Su traje blanco, del cual vestía todo el tiempo, era una afrenta a ellas.
ESPEJO, MIRADA.Amelia Francisca, La Francasci, viste de blanco, y en este está el emblema de su sagrada pureza, o quizás de la afrenta ocultada por ella. ¿Cuántas veces atravesó la calle del Arquillo vestida de blanco, entre encajes, y cintas dejadas al capricho atadas en el pelo con un corazón lleno de dificultades que desterraba el amor del cuerpo y la pasión encendida? Nuestra narradora -se desprende de la lectura de esta novela- hacía el amor con la mirada; su pluma refinada recoge ese mundo idílico de la mirada, del ver, de los ojos, de lo que no se toca, porque se desea inocente.
Hacer el amor desde la mirada, es, quizás, frustrar la realización del amor per se, y de lo que se desea; y su voz narrativa en introspección se ufana de este sentir, y se enriquece, y no permite ser corroído por otros encantos, ni siquiera por el de su gabinete-tocador.
La Francasci es quien primero en la literatura nacional coquetea abiertamente con la mirada. Ni siquiera su rival fue el espejo, porque el amor frustrado que ella tuvo, se ocultó hasta de los favores del espejo. Se dejaba contemplar de blanco, se dejaba ver en el desván o en el sillón donde se reclinaba a soñar, y no le hizo ninguna concepción al lujo de tocarse a solas. ¡Qué sensual es la prosa que engalana la novela Francisca Martinoff, la que escribe en su pieza, en su gabinete al que se llama desde el salón continuo, donde letra a letra nos hace suspirar hasta en el beso dejado al aire! ¿Por qué no leerla ahora, y revivirla, y unirnos a su voz provocativa? Claro, se ha olvidado que a ella le dieron una muerte literaria primero, y luego una muerte civil.
MUERTE LITERARIA Y MUERTE CIVIL. Pero, ¡oh, sorpresa!, el clero la reivindicó casi tres décadas después de su atrevimiento liberal de Francisca Martinoff en 1901, cuando se difunde en 1927 su libro sobre un canónigo de estirpe en una prosa más moderna, que llega al seno de la Iglesia, y que encuentra ecos en los presbíteros y en los prelados, en la familia arzobispal de la República. Su pasión amorosa, su helado corazón roto es otro, pleno de belleza, capitaneado por la voz vivaz de Meriño.
¡Qué ironía! La historia de la condición psicológica de una mujer fue motivo de escarnios, del silencio, y del olvido. La historia de una devota amante que contempla al Verbo hecho carne en sí mismo entre los mortales, fue celebrada. ¡Qué hipócritas todos ellos, que se dejan “conmover” por la ternura de un epistolario!, no por las desgracias de una neurótica que se asume escritora, que explica, además, al canónigo, su realidad humana en oraciones suaves, precisas y cortas, tristísimas, que le escribe desde la “idealidad”.
Simbología del discurso, enunciados, procedimientos narrativos diversos, la voz activa, la voz pasiva, la intertextualidad, el pasado mediato, el discurso indirecto libre, el sujeto de enunciación omnisciente en tercera persona o “actitud deica de omnisciencia”, fueron todos los recursos que empleó La Francasci para autobiografiarse en Francisca Martinoff.
En esta novela Amelia Francasci no les dio autonomía a sus personajes; el montaje es cinematográfico con una secuencialidad narrativa por las descripciones y los detalles, lo cual aprendió en su colegio de monjas católicas con el cinematógrafo feminista. Su gabinete (“Habitación propia”) es donde escribe desarrollando sólo dos planos alternativos (el de ella, y el del sujeto al cual le da voz, o participación activa en el diálogo con ella). Su narración es un juego que se enmarca en la simbología de las flores, que es lo que se hace evidente, que no se margina como leit motiv, que se emplea para revelar los estados de ánimos de Francisca, en medio de los nudos de su narración donde se fragmenta en el nivel subjetivo (pasado inmediato) y en el nivel subjetivo (pasado mediato). Francisca hizo para escribir este Drama Íntimo un esquema narrativo. En XXVIII capítulos cuenta hechos pretéritos desde su niñez hasta su fallecimiento. Se las arregla para dar muerte a la mártir (como se llama así misma al final), y hacer que el desenlace se expresara controversial, romántico, pero inesperado, quedando en suspenso porqué lo hizo, y no mató a Ángel, el otro protagonista junto a ella, su marido.
NOTAS
[1] Manuel de Jesús Galván en Revista Literaria (Vol. I, Santo Domingo, Junio 15 de 1901, Número 5): 2.
[2] Francisca Amelia de Marchena Marchena (1850-1941), posteriormente de Leyba, usó como seudónimo para sus obras el anagrama Amelia Francasci.
[3] Francisca Martinoff. Drama Íntimo. (Santo Domingo: Imprenta La Cuna de América, 1901): 158.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario