El placer de la relectura, “Las ciudades invisibles” de Ítalo calvino.
Publicado el: 25 marzo, 2017
Por: Hoy
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MIGUEL ÁNGEL FORNERÍN
Para un lector asiduo no es fácil encontrar el placer en la lectura. Este es una búsqueda insaciable como el Vellocino de Oro, las Atlántidas, El Dorado, un espacio imaginado que no puede alcanzar. Dijo J. L. Borges, y la razón no le abandonaba, que el arte es como para Ulises Ítaca. Entre más remamos hacia él más lejos nos llevan las olas hacia el otro lado, como Jonás, el sentido es otra ballena. Otra orilla que nos aparta de la dirección deseada.
Vuelvo a Ítalo Calvino, me pierdo en mis notas. En los subrayados de hace quince años; de aquellos renglones que me maravillaron en el batel de la lectura; tomo algunos ejemplos. Recuerdo la lectura de “El Millón” de Marco Polo. Calvino es otro viajero. Miro su retrato. El ceño un poco fruncido, la camisa listada. Está sentado frente al espaldar de la silla. Me mira cuando mira la cámara. Con una mano la sostiene fuertemente, otra cae sobre el brazo de forma muy pausada (como si fuera parte de un movimiento pianísimo, piano, piano o pienopieno, lleno de gracia). El reloj marca la hora. Sus ojos muestran las huellas de las distintas lecturas. Era un editor; rumiaba entre palabras, metáforas, fábulas y pensamientos. En el reloj se marca el tiempo para expresar, como en Piccolo della Mirándola, la tragedia que de suyo es la vida.
Frente a Marco Polo, el Kublai Kan escuchaba. Ítalo habla de todos los trabajos del gran jefe tártaro, de las diligencias, las embajadas y de por qué el oriental escucha al veneciano con tanta atención. Es que en el fondo el gran Kan ha descubierto el valor de la nada. De la inutilidad de los afanes humanos. Escuchar a un viajero hablar de ciudades es para el Kan una forma de ver cómo se deshacen en el tiempo todas las cosas.
El mundo de las ideas, el escritor recurre a dos tópicos: la fugacidad de la vida y la debilidad del poder. A los efectos de la corrupción en el imperio y a la debilidad del Príncipe ante la vastedad del territorio, la ambición de los hombres… También el vencedor será vencido por la ruindad que hizo de los vencidos tributarios y vasallos. Y admiro la siguiente conclusión: “Solo a través de los informes de Marco Polo, Kublai Kan conseguiría discernir, a través de las murallas y las torres destinadas a desmoronarse, la filigrana de un diseño tan sutil que estaba en la mordedura de las termitas”. (21).
La ciudad de la memoria es Isadora. Dice el narrador: “En la plaza hay un murete desde donde los viejos miran pasar a la juventud: el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos ya son recuerdos”. Tempus fugit, el tiempo vuela. Sentado el hombre ve pasar el tiempo y el viejo y el joven se ven con un mismo destino. El viejo ve pasar la juventud. Lo que pasa, lo inmóvil, ¿es lo que queda? Una repetición circular. El deseo y el placer, lo humano es recuerdo. Recuerdo entonces a Azorín, en ver pasar, y recuerdo también a Cardenio en Sierra Morena, cuando en un cuadernito perdido descubre el caballero de la triste figura las heridas de amor de un hombre atormentado. O el entierro del estudiante pretendiente de la pastora Marcela. Allí es recuerdo lo que queda… Los viejos y los jóvenes no son más que tiempo en movimiento porque sentado en el murete de la plaza de Isadora, el hombre está mirando el tiempo pasar como muda el placer, el deseo y las quimeras… Tal vez Isadora sea Dorotea, o Marcela, Beatriz, Laura, o tal vez Roxanne.
Mientras que, en la ciudad del deseo, el camellero llega en la juventud y anhela el bien. Gran hombre de caravanas, de pisadas leves en el rocío que dejan las noches frías de los desiertos, ha descubierto la inmensidad. Las infinitas formas de la arena y el punto exacto donde el hombre es solo un punto iluminado por una lámpara maravillosa: “En los años siguientes mis ojos volvieron a contemplar las extensiones del desierto y las rutas de las caravanas; pero ahora sé que este es solo uno de los muchos caminos que se abrían aquella mañana en Dorotea”.
Cuatro torres y siete puertas, distinguen en el desierto la ciudad de Dorotea. Allí pensando en el placer, el caminante encontró el bien, algo que ansiaba. Sócrates había hablado a sus discípulos mucho tiempo atrás y José Ortega y Gasset había realizado la comparación entre Sócrates y Don Juan, el Casanovas de Zorrillas, por supuesto. La pregunta es si es trabajo útil imponer el bien sobre lo humano, ¿la moral a la vida que está implícita en el deseo? ¿Era don Juan más nietzscheano y Sócrates un poco cartesiano?
La ciudad de la memoria no es solo un recuerdo, sino su recurrencia. No es un diseño que define este arquitecto, sino aquel otro Arquitecto que creó todos los arquetipos y que todas las metáforas las impregnó con su vacío, con su no ser. Kublai podría describir a Zaira, “la ciudad no está hecha de esto, sino de relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado…”. Porque en Zaira el tempo y el espacio (cronotopo) se juntan como en el desierto la inmensidad y los tenues dedos del hombre. Una ciudad es su tiempo pasado. Las esquinas que vuelve a contemplar el viajero. Las reminiscencias. Aquél que llega luego de una larga jornada, como en el poema de Kavafis. Esa Ítaca que nunca se fue y que ahora, ‘verde y humilde’ vuelve en tus recuerdos. Y la gente lo ve pasar, lleno de polvo el traje derruido, y no sabe que está pleno de recuerdos y nadie le podrá quitar la sabiduría que le dio la cabalgadura por tantas ciudades y variados caminos. ¿Fue, acaso, aquella fue la principal razón por la cual Kublai permaneciera tantas horas frente a un viajero como Marco Polo?
Vuelvo a Ítalo Calvino, me pierdo en mis notas. En los subrayados de hace quince años; de aquellos renglones que me maravillaron en el batel de la lectura; tomo algunos ejemplos. Recuerdo la lectura de “El Millón” de Marco Polo. Calvino es otro viajero. Miro su retrato. El ceño un poco fruncido, la camisa listada. Está sentado frente al espaldar de la silla. Me mira cuando mira la cámara. Con una mano la sostiene fuertemente, otra cae sobre el brazo de forma muy pausada (como si fuera parte de un movimiento pianísimo, piano, piano o pienopieno, lleno de gracia). El reloj marca la hora. Sus ojos muestran las huellas de las distintas lecturas. Era un editor; rumiaba entre palabras, metáforas, fábulas y pensamientos. En el reloj se marca el tiempo para expresar, como en Piccolo della Mirándola, la tragedia que de suyo es la vida.
Frente a Marco Polo, el Kublai Kan escuchaba. Ítalo habla de todos los trabajos del gran jefe tártaro, de las diligencias, las embajadas y de por qué el oriental escucha al veneciano con tanta atención. Es que en el fondo el gran Kan ha descubierto el valor de la nada. De la inutilidad de los afanes humanos. Escuchar a un viajero hablar de ciudades es para el Kan una forma de ver cómo se deshacen en el tiempo todas las cosas.
El mundo de las ideas, el escritor recurre a dos tópicos: la fugacidad de la vida y la debilidad del poder. A los efectos de la corrupción en el imperio y a la debilidad del Príncipe ante la vastedad del territorio, la ambición de los hombres… También el vencedor será vencido por la ruindad que hizo de los vencidos tributarios y vasallos. Y admiro la siguiente conclusión: “Solo a través de los informes de Marco Polo, Kublai Kan conseguiría discernir, a través de las murallas y las torres destinadas a desmoronarse, la filigrana de un diseño tan sutil que estaba en la mordedura de las termitas”. (21).
La ciudad de la memoria es Isadora. Dice el narrador: “En la plaza hay un murete desde donde los viejos miran pasar a la juventud: el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos ya son recuerdos”. Tempus fugit, el tiempo vuela. Sentado el hombre ve pasar el tiempo y el viejo y el joven se ven con un mismo destino. El viejo ve pasar la juventud. Lo que pasa, lo inmóvil, ¿es lo que queda? Una repetición circular. El deseo y el placer, lo humano es recuerdo. Recuerdo entonces a Azorín, en ver pasar, y recuerdo también a Cardenio en Sierra Morena, cuando en un cuadernito perdido descubre el caballero de la triste figura las heridas de amor de un hombre atormentado. O el entierro del estudiante pretendiente de la pastora Marcela. Allí es recuerdo lo que queda… Los viejos y los jóvenes no son más que tiempo en movimiento porque sentado en el murete de la plaza de Isadora, el hombre está mirando el tiempo pasar como muda el placer, el deseo y las quimeras… Tal vez Isadora sea Dorotea, o Marcela, Beatriz, Laura, o tal vez Roxanne.
Mientras que, en la ciudad del deseo, el camellero llega en la juventud y anhela el bien. Gran hombre de caravanas, de pisadas leves en el rocío que dejan las noches frías de los desiertos, ha descubierto la inmensidad. Las infinitas formas de la arena y el punto exacto donde el hombre es solo un punto iluminado por una lámpara maravillosa: “En los años siguientes mis ojos volvieron a contemplar las extensiones del desierto y las rutas de las caravanas; pero ahora sé que este es solo uno de los muchos caminos que se abrían aquella mañana en Dorotea”.
Cuatro torres y siete puertas, distinguen en el desierto la ciudad de Dorotea. Allí pensando en el placer, el caminante encontró el bien, algo que ansiaba. Sócrates había hablado a sus discípulos mucho tiempo atrás y José Ortega y Gasset había realizado la comparación entre Sócrates y Don Juan, el Casanovas de Zorrillas, por supuesto. La pregunta es si es trabajo útil imponer el bien sobre lo humano, ¿la moral a la vida que está implícita en el deseo? ¿Era don Juan más nietzscheano y Sócrates un poco cartesiano?
La ciudad de la memoria no es solo un recuerdo, sino su recurrencia. No es un diseño que define este arquitecto, sino aquel otro Arquitecto que creó todos los arquetipos y que todas las metáforas las impregnó con su vacío, con su no ser. Kublai podría describir a Zaira, “la ciudad no está hecha de esto, sino de relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado…”. Porque en Zaira el tempo y el espacio (cronotopo) se juntan como en el desierto la inmensidad y los tenues dedos del hombre. Una ciudad es su tiempo pasado. Las esquinas que vuelve a contemplar el viajero. Las reminiscencias. Aquél que llega luego de una larga jornada, como en el poema de Kavafis. Esa Ítaca que nunca se fue y que ahora, ‘verde y humilde’ vuelve en tus recuerdos. Y la gente lo ve pasar, lleno de polvo el traje derruido, y no sabe que está pleno de recuerdos y nadie le podrá quitar la sabiduría que le dio la cabalgadura por tantas ciudades y variados caminos. ¿Fue, acaso, aquella fue la principal razón por la cual Kublai permaneciera tantas horas frente a un viajero como Marco Polo?
Zaira contiene en su descripción todo el pasado; aunque como dice Ítalo Calvino, la ciudad no cuenta su pasado. Lo contiene como en la palma de su mano, el hombre cree que está dibujado su destino. Recuerdo a una mujer (tan bella como eran las bellas de la Roma de Propercio), vestida de gitana leyendo con sabiduría oriental las líneas de unas manos y pronosticó que tendría muchos viajes… Zaira tiene en sus calles y esquinas un pasado que el viajero al entrar en ellas podrá respirar, como el perfume de sándalo en la recamara donde Kublai escuchaba atentamente a Marco Polo mientras el tiempo de los hombres pasaba soñando el bien de Sócrates, el placer de Don Juan, la razón de Descartes. Ahora, mientras caen en el calendario los días y volveremos, oh amado lector, a dialogar en estas páginas, cotejaré si en “La escritura de Dios” Borges da cuenta de alguna figuración que nos lleve a pensar que el hombre es simplemente una coma, mientras el tiempo pasa como la lectura de un solo libro… Entonces, estas mujeres-ciudades serán de nuevo el continente del mundo.
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