La fascinante historia de los hombres que desenterraron Asiria
Dos antiguas ciudades que ahora están siendo destruidas por Estado Islámico (EI) estuvieron enterradas durante 2.500 años. Hace 170 años que empezaron a excavarlas y a despojarlas de sus tesoros. En un giro histórico irónico, se puede argumentar tanto que esas excavaciones allanaron el camino para que EI destrozara lo que quedó, pero también que aseguraron que algunas de las riquezas de una civilización perdida se salvaran.
En 1872, en un cuarto trasero del Museo Británico, un hombre llamado George Smith pasó los oscuros días de noviembre agachado sobre una tableta de arcilla rota.
Era uno de los miles de fragmentos encontrados en unas excavaciones recientes en el norte de Irak, y estaba cubierta de la intricada escritura cuneiforme que había sido usada a lo largo y ancho de la antigua Mesopotamia.
Algunas de las tabletas hablaban de las actividades cotidianas de contadores y administradores: la rueda de una carroza rota, un cargamento de vino retrasado, los precios de cedro; otras registraban los triunfos de los ejércitos del rey asirio o los presagios adivinados por sus sacerdotes en las entrañas de borregos sacrificados.
Pero la tableta de Smith contaba una historia. Una historia sobre un mundo ahogado por un diluvio, un hombre que construye un bote, una paloma liberada para buscar tierra firme.
Historia milenaria
Smith se dio cuenta de que estaba viendo una versión del Arca de Noé. Pero el libro no era Génesis.
Era Gilgamesh, un poema épico que había sido inscrito por primera vez en arcilla húmeda alrededor de 1800 a.C., unos mil años antes de la composición de la Biblia judía (el Antiguo Testamento cristiano).
Incluso la tableta de Smith, que data de algún momento en el siglo VII a.C., era mucho más antigua que el más viejo manuscrito del Génesis.
Un mes más tarde, Smith le leyó su traducción de la tableta a la Sociedad para la Arqueología Bíblica en Londres. El primer ministro William Gladstone estaba entre los presentes.
Era la primera vez que una audiencia escuchaba la "Epopeya de Gilgamesh" en más de 2.000 años.
Lo que Smith leyó causó sensación. A algunos les causó una satisfacción piadosa pues, en su opinión, corroboraba la verdad esencial de la Biblia. A otros les pareció más problemática.
Como dijo el diario New York Times el día siguiente en un artículo de primera página, la "Tableta del diluvio", o la Tablilla XI, había expuesto "varias tradiciones del diluvio aparte de la de la Biblia, que podría ser legendaria como las demás".
Menos de 15 años después de "El origen de las especies" de Charles Darwin, para muchos la "Epopeya de Gilgamesh" era otra gran grieta en el edificio del cristianismo victoriano.
Auge y ocaso de un mundo perdido
La historia de cómo la Tablilla XI emergió del barro del norte de Irak empieza en un lugar llamado Kouyunjik, uno de los sitios arqueológicos que ahora EI está explorando en busca de antigüedades asirias.
Es una historia contada por el profesor David Damrosch de Columbia University en "El libro enterrado: la pérdida y redescubrimiento de la Gran Epopeya de Gilgamesh".
Kouyunjik está ubicada directamente al frente de la ciudad iraquí de Mosul, en la ribera del Tigris, y hace 2.700 años era parte de Nínive, la última capital de los asirios.
En su apogeo, fue un imperio que se extendía desde las costas del Golfo Pérsico hasta las montañas de Anatolia y las llanuras aluviales de Egipto.
Durante un período de unos 300 años (más o menos entre 900 y 600 a.C.), fue la civilización más avanzada que se había visto jamás, una superpotencia tecnológica construida con la riqueza de sus mercaderes y la crueldad de sus ejércitos.
Un grabado encontrado en Kouyunjik muestra al rey asirio Asurbanipal disfrutando de un pícnic en su jardín mientras la cabeza cortada de su enemigo, el rey elamita Te-Umman, cuelga de la rama de un árbol.
No obstante, Asiria no era invulnerable. En 612 a.C., Nínive fue saqueada en una rebelión liderada por los babilonios. Dejaron a la ciudad más rica del mundo en ruinas, con sus palacios ardiendo y sus habitantes muertos o deportados como esclavos.
El polvo se asentó sobre la destruida biblioteca del difunto rey Asurbanipal y la cuidadosamente transcrita "Epopeya de Gilgamesh".
Dos milenios y medio más tarde, en el invierno de 1853, el poema fue rescatado por un hombre llamado Hormuzd Rassam.
Un lugareño muy particular
Rassam había crecido en Mosul, al otro lado del río.
En una época en la que los imperios consideraban a los locales como poco menos que manipuladores de palas y arrieros de burros, él había sido designado por el Museo Británico para liderar la excavación arqueológica más importante de esos tiempos.
Fue el primer arqueólogo nacido y criado en Medio Oriente.
La familia de Rassam era cristiana caldea, descendientes de los antiguos asirios que se habían convertido al cristianismo en el siglo IV y que se habían mantenido étnicamente distintos de las poblaciones árabes y kurdas de Irak.
Se trata de la misma comunidad que, durante el año pasado, ha sido forzada por EI a convertirse al islam, a pagar un impuesto especial, o ha sido asesinada.
La mayoría de los cristianos asirios de Mosul han huido en dirección al oriente, hacia la región autónoma del Kurdistán, o al norte, a Turquía.
Cuando Rassam estaba creciendo, Mosul era un lugar pacífico. La ciudad era parte de un Imperio otomano que se estaba esfumando lentamente y era un lugar provinciano estancado que tenía poco que ofrecerle a un joven lleno de energía y talento.
Pero en 1945, cuando Rassam tenía 19 años, conoció a alguien que cambió su vida: Austen Henry Layard.
Layard era un aventurero que había llegado a Medio Oriente a caballo a finales de la década de 1830, armado con mucho dinero y dos revólveres.
Para cuando llegó a Mosul, ya había visto los templos de Petra y Baalbek, así como las ciudades de Damasco y Alepo. Pero fueron las aún no excavadas ruinas de Irak las que realmente cautivaron a Layard.
"Un profundo misterio flota sobre Asiria, Babilonia y Caldea. Con esos nombres están vinculadas grandes naciones y ciudades... las llanuras en las que tanto judíos como gentiles buscan la cuna de su raza", escribió.
"Cuando se ocultaba el Sol, vi por primera vez el gran montículo cónico de Nimrud erigiéndose contra el claro cielo vespertino. Estaba en el lado opuesto del río y no muy lejos, y me dejó una impresión que nunca olvidaré... mis pensamientos constantemente están en la posibilidad de explorar exhaustivamente con una pala esas grandiosas ruinas".
La cuna de la civilización urbana
Tras años de negociaciones con las autoridades otomanas, Layard pudo finalmente usar una pala en ese montículo de Nimrud, unos 30 kilómetros al sur de Mosul, en el verano de 1845. Ese es el lugar que, según las autoridades iraquíes, EI empezó a demoler el mes pasado.
El primer día de la excavación, Layard encontró el contorno de un palacio real.
Una semana más tarde estaba extrayendo las enormes planchas de alabastro que solían cubrir las paredes, paneles que retrataban el poder del rey asirio y la postración sumisa de sus enemigos.
En cuestión de tres o cuatro años, Layard había desenterrado la civilización de la antigua Asiria -que hasta entonces no había sido más que un nombre mencionado en las páginas de la Biblia- y había llenado el Museo Británico de esculturas y escritos del lugar en el que nació la civilización urbana.
Su historia de las excavaciones, publicadas en 1849 con el nombre "Nínive y sus restos", se convirtió en un éxito de ventas inmediato.
No obstante, como él mismo lo admitía, nada de esto habría sido posible sin Hormuzd Rassam.
Lamassus impotentes
Si bien el inglés sabía cómo conseguir fondos de los patronos del Museo Británico, era Rassam quien sabía cómo lidiar con los aldeanos del norte de Irak y quien hablaba árabe, turco y siríaco, el lenguaje de los cristianos asirios.
Era Rassam quien sabía cómo regatear con los jeques tribales, cómo sobornar al gobernador local con café, cómo contratar a 300 hombres para que arrastraran una colosal estatua de un toro con alas hasta el Tigris y ponerla a flotar en una balsa de tablas de madera y pieles de cabra infladas.
Por más que quisieran, Rassam y Layard no podían embarcar todo para el Museo Británico.
Entre los sitios que excavaron estaba la puerta de Nergal en el muro norteño de Nínive, la misma puerta frente a la que un yihadista de EI se paró en febrero a grabar una diatriba contra el politeísmo y la idolatría del mundo preislámico.
La puerta está flanqueada con lo que Layard describió como "un par de majestuosos toros con cabezas humanas, de 14 pies de largo y todavía enteros, aunque agrietados y averiados por el fuego".
Conocidas como Lamassu, estas bestias eran puestas en las puertas de las ciudades asirias para intimidar a los enemigos y alejar a los espíritus demoníacos.
No pudieron alejar a los vándalos de EI, quienes rompieron la cara del Lamassu con un taladro neumático.
A escondidas de los franceses
A medida que sacaban a Asiria del olvido, Layard y Rassam forjaron una amistad que duró por el resto de sus vidas. Mientras que Layard -como muchos orientalistas europeos- se deleitaba vistiendo atuendos orientales, Rassam hacía lo posible por presentarse como un inglés victoriano.
Cabalgaba por las llanuras de Irak con chaleco y chaqueta, y se convirtió al protestantismo. Pasó 18 meses estudiando en Oxford, desde donde le escribió a Layard: "Prefiero ser un deshollinador en Inglaterra que un pasha en Turquía".
Las excavaciones dependían tanto de Rassam que, cuando Layard se retiró de la arqueología para convertirse en un diplomático y político, el Museo Británico contrató al joven iraquí para que continuara sólo con las excavaciones.
A su retorno a Mosul, demostró una asombrosa devoción a los intereses de su país adoptivo.
La arqueología era central a esos intereses. En la región del Tigris que estaban explorando, los británicos estaban compitiendo con los franceses por las antigüedades de civilizaciones milenarias.
El primero en excavar Nínive había sido un francés llamado Paul Emile Botta y, aunque él había suspendido sus excavaciones para concentrarse en la aldea cercana Khorsabad, se entendía que el lugar seguía estando bajo la influencia francesa.
No obstante, Rassam estaba en su tierra y no iba a dejar que los tesoros de Nínive terminaran en el Louvre.
Sin ningún tipo de permiso oficial y trabajando al amparo de la oscuridad, Rassam hizo que su equipo cavara en la esquina norteña del montículo.
En diciembre de 1853, casi una semana después de haber empezado a excavar, un enorme pedazo de tierra colapsó y Rassam oyó a sus hombres gritar: "¡Suwar!" ("¡imágenes!").
Allí, a la luz de la Luna, estaban unas placas de piedra que habían sido talladas más de 2.500 años antes para las habitaciones del rey asirio Asurbanipal (quien reinó de 668 a 627 a.C.).
Era arte de una calidad que quitaba el aliento: escenas de una cacería de leones en Mesopotamia, de animales que sucumbían a las flechas del rey; escenas conmovedoras con una intensidad dramática que superaba todo lo que había sido hallado en Medio Oriente antes.
"Las escenas de la cacería de leones datan del período más desarrollado del arte asirio", señala John Curtis, presidente del Instituto Británico para el Estudio de Irak. "Son las tallas en relieve asirias más sofisticadas".
Sólo eso ya hacía del palacio de Asurbanipal uno de los hallazgos más importantes del siglo XIX. Pero además el piso del palacio estaba lleno de restos de la biblioteca del rey.
Aunque no sabía leer escritura cuneiforme y todavía no lo sabía, Rassam había encontrado la tableta número 11: la del diluvio.
El que lo supo
Los cajones que contenían los restos de la biblioteca de Asurbanipal llegaron a Londres cuando George Smith estaba terminando colegio. Como Rassam, Smith no era un miembro natural de la clase establecida victoriana.
Su familia era de clase trabajadora y cuando tenía 14 años había sido aprendiz en una firma de grabadores de billetes de bancos.
El chico era un buen dibujante, pero para cuando empezó a trabajar ya estaba cautivado por las intrépidas aventuras de Layard y por las antigüedades que estaban llegando de Nimrud y Nínive.
A mediados de la década de 1850, Smith pasaba su hora de almuerzo en el Museo Británico, fascinado con las tabletas que habían llegado de los palacios de reyes asirios.
A sus 20 años, en 1860, Smith ya había empezado a entender tanto la escritura cuneiforme como el idioma acadio en el que la mayoría de las tabletas estaban escritas. Un año más tarde, lo contrataron en el museo para limpiar y organizar las tabletas.
Contaba con una asombrosa memoria visual así que era capaz de reensamblar y descifrar oraciones casi ilegibles que estaban dispersas en cientos de fragmentos quebrados.
No pasó mucho tiempo antes de que Smith, quien nunca había ido a la universidad y nunca había salido de su país, hiciera importantes descubrimientos sobre la historia y literatura del Imperio asirio.
A Smith le complacía el reconocimiento de los otros asiriólogos, pero lo que realmente quería era algo que lo hiciera famoso fuera de ese círculo, algo que justificara que lo enviaran en una expedición a Irak.
En noviembre de 1872, mientras leía la poesía sobre el diluvio, supo que lo había encontrado. Estaba tan entusiasmado, escribió uno de sus colegas, que "corría por todos lados" y "ante el asombro de todos los presentes, empezó a desvestirse".
Dos meses más tarde, George Smith iba camino a Irak para continuar con las excavaciones que habían empezado una generación antes.
Pero sin la gracia de Layard o la astucia de Rassam, le quedó difícil sobrellevar el calor y la miseria del Imperio otomano.
Le horrorizaba la falta de higiene, la comida le producía asco y era demasiado ingenuo para pagar las propinas que le habrían facilitado cualquier transacción.
Sin embargo, no hay duda de que George Smith era un genio.
Para cuando murió en 1876, consumido por la disentería en Alepo, había publicado ocho libros señeros sobre la historia y lingüística asiria, había hecho decenas de grandes descubrimientos arqueológicos y había redescubierto la primera gran obra de la literatura de la historia. Y sólo vivió 36 años.
Traición imperial
Con la muerte de Smith, el Museo Británico volvió a llamar a Rassam, quien pasó a encontrar y excavar la ciudad babilonia de Sippar y a descubrir las grandiosas puertas de bronce del palacio de Balawat, así como a enviar más de 70.000 tabletas cuneiformes a Londres.
Todos estos descubrimientos deberían haberlo hecho famoso, pero para cuando hizo sus últimas expediciones en la década de 1880, Hormuzd Rassam ya estaba siendo borrado de la historia.
Sir Henry Rawlinson, quien había sido cónsul británico en Bagdad cuando Rassam estaba haciendo sus excavaciones nocturnas en Nínive, se acreditó el descubrimiento del palacio de Asurbanipal.
Rassam, escribió el diplomático, era sólo un "excavador" que había supervisado el trabajo.
Y aún más insultante fue la insinuación, hecha por uno de los curadores del Museo Británico, de que Rassam se había enriquecido gracias al comercio ilícito de antigüedades que había prosperado gracias a las excavaciones en Irak.
Hormuzd Rassam, a quien le habían impresionado tanto los modales de la élite victoriana y quien había dedicado toda su carrera al servicio del Imperio británico, fue blanco de su esnobismo, racismo y menosprecio.
No pudo encontrar ninguna editorial británica que publicara sus memorias y para cuando murió en 1910 hasta su nombre había sido borrado de las placas y guías para visitantes del Museo Británico.
El único inglés que lo apoyó fue su viejo amigo Layard. Rassam era, escribió Layard, "uno de los hombres más honestos y sencillos que he conocido, y sus servicios nunca han sido reconocidos".
Lo que quedó
"Rassam sigue siendo recordado en Mosul", asegura Lamia al Gailani, arqueólogo iraquí de University College London. "Están muy orgullosos de él".
En Reino Unido, sin embargo, su reputación nunca ha sido completamente rehabilitada.
Una generación después de que él se retiró, la arqueología se convirtió en la búsqueda científica y disciplinada del conocimiento: cada puñado de tierra se empezó a colar, cada semilla y diente a guardar, cada fragmento de cerámica a medir y analizar.
Desde la perspectiva de la arqueología moderna, Layard y Rassam, que habían sido pagados por un poder imperial para sacar obras maestras del arte mesopotámico antes que los franceses, no son más que cazadores de tesoros pagados por el Museo Británico.
"Para los iraquíes, por supuesto, el tema es muy emotivo", dice al Gailani.
"Durante mucho tiempo han ido al Museo Británico a ver esas antigüedades y piensan que deberían devolvérselas a Irak. Pero por el momento guardan silencio pues están conscientes de lo que está pasando en su país, y saben que en el Museo Británico y en el Louvre al menos están a salvo".
No todo el mundo está tan dispuesto a disculpar a los poderes coloniales. No obstante, a pesar de todos los tesoros que Layard y Rassam se llevaron de Mesopotamia, respetaron ciertos límites.
En el más pequeño de los dos antiguos montículos de Nínive había un santuario que los locales llamaban Nebi Yunus. Era el lugar donde estaba enterrado el profeta Jonás, según decían. Durante siglos había sido un lugar de oración y peregrinación para los cristianos y musulmanes de Mosul.
Layard y Rassam sabían que descansaba sobre un palacio real asirio, pero era un lugar sagrado, por lo que no podía ser profanado.
EI, sin embargo, no tiene esos escrúpulos. El 24 de julio de 2014, sus soldados llenaron Nebi Yunus con explosivos y lo volvieron pedazos.
Según Qais Hussein Rashid, el viceministro de Turismo y Antigüedades de Irak, obras de arte que estaban debajo del santuario ya han sido contrabandeadas y están en manos de vendedores privados en Europa.
Hay cientos de sitios antiguos en manos de EI en la actualidad.
Pero bajo los restos de Nebi Yunus hay un lugar inexplorado por arqueólogos, que esconde el palacio del rey asirio Assarhadón y que podría contener importantes tesoros artísticos o literarios del mundo antiguo.
Lo más probable es que nunca lo podremos confirmar.
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