La Biblioteca Castro recupera y pone en limpio el intenso relato del descubridor jerezano, que sufrió nueve años de cautiverio en varias tribus americanas, donde alcanzó estatus de chamán
La revisión de sus 'Naufragios' y 'Confesiones', escritas con un realismo brutal, proyecta a una figura que fue crítica con el abuso a los indígenas y, por tanto, repudiado por sus camaradas
Álvar Núñez Cabeza de Vaca nació en Jerez de la Frontera (entre 1481 y 1488, sin otra precisión) y fue el hombre blanco que mejor entendió la realidad indígena en el siglo XVI. Su biografía es estrepitosa y tiene, más allá de los adornos de leyenda, el alto prestigio de conquistar el actual sur de EEUU sin arrasar tribus nativas ni forzar ánimos a machetazos (al menos no como otros insaciables conquistadores). Cabeza de Vaca fue el fundador de otra forma de dominar el Nuevo Mundo: convenciendo a susinquilinos y dispensando friegas de religión en el ánimo de los aborígenes. Llegó a gobernador de Paraguay y del Río de la Plata (Argentina). Y de allí salió engrilletado por defender los derechos de las mujeres indígenas. Si no exactamente derechos, al menos su dignidad. Forzó el cierre de galpones donde manadas de hombres las violaban. Y también intentó impedir que los nativos fuesen estafados en los acuerdos comerciales con los castellanos. Aquello, entre otras comprensiones al indio, le costó el regreso a España, donde vino (enfermo y humillado) a contar lo que vio, lo que probó, lo que ejerció y lo que sufrió.
Álvar Núñez Cabeza de Vaca no sirve de leña para la fogata de la Leyenda negra. Pisó la vida con mansedumbre, sin estridencia. Fue un hombre sobrado de enigmas. Y acumuló en su aventura transoceánica varios récords de extravagancia. El primero es éste: fue uno de los cuatro supervivientes de la expedición de 600 hombres y cinco barcos que Pánfilo de Narváez lideró en 1527, partiendo de Sanlúcar de Barrameda, con apetito de conquistar cualquier palmo de tierra entre Las Palmas y La Florida (descubierta en 1512 por Ponce de León). El resultado de aquel ataque de importancia fue la muerte de 596 individuos, contando al capitán. Otro fracaso king size que se sumaba a los de Juan Ponce de León y Lucas Vázquez de Aillón en México. Aquella expedición, en la que Cabeza de Vaca fue alguacil mayor y tesorero, lo convirtió no sólo en náufrago, también en rehén de varias tribus indígenas. Comenzó ahí el calvario de su extravío, su penitencia en harapos, hambriento por junglas y manglares durante nueve años, caminando miles de kilómetros a pie por Florida, Texas, Nuevo México, Arizona y California: su Ruta 66. Sobrevivió penosamente y aun así tuvo ánimo de contarlo, de escribirlo. Lo hizo a su regreso a España (1537) en unas crónicas de Indias que están entre las más sagaces y extrañas del género: Naufragios, a los que años más tarde se sumó Comentarios (transcritos por el escribano real Pedro Hernández por encargo del expedicionario), que ahora recupera la Biblioteca Castro en rigurosa edición del académico Juan Gil.
El relato es de una vibración que no esquiva el tremendismo ni la ironía. Mientras Bartolomé de las Casas publica su obra de denuncia, Cabeza de Vaca propone una narración con más aventura. Aunque tiene el sello de realidad de quien ha visto y sufrido sin dejarse doblar. Es más que un relato: un extraordinario libro de viajes por tierras casi inéditas donde Cabeza de Vaca y unos cuantos frailes, truhanes, desesperados y vagabundos vivieron en un patetismo abundante: resistiendo nubes de mosquitos feroces, hambre hasta el canibalismo (que documenta por primera vez en hombres castellanos), ataques de indios insuperables con el arco, sed, miseria, golpes, muertes... El testimonio da cuerpo a un libro singularísimo publicado primero de manera furtiva en Zamora, en 1542, y que conoció una versión más trabajada en Valladolid, en 1555. Y el texto es extraño también por esto: «La condición de cautivo, de por sí poco honrosa, está sujeta a mil posibles humillaciones y pocos hidalgos están dispuestos a admitir que han sufrido durante su cautiverio un trato ignominioso, impropio de su rango», explica Gil. «La sorpresa es que en estos Naufragios, contra lo esperado, reina la desinhibición más absoluta: sobre el protagonista vemos llover palos, bofetones o pellas de lodo». Y sin rubor alguno el jerezano admite haber sido esclavo de una familia de tuertos.
Lo vivido está escrito aquí con brutal realismo, como en cueros. Y no asoma por ningún lado el fervor patriótico de otras crónicas, las que ensalzan la conquista del mundo nuevo para el rey -Carlos V- y el cristianismo. En los textos de Cabeza de Vaca nunca aparece, por ejemplo, la palabra «español». Y siendo firme en su devoción, jamás refiere a vírgenes ni santos. Las que sí quedan desplegadas son las barbaries que cometieron numerosos cristianos. Él entre ellos, sobre todo en los años en Paraguay. Su abuso. Su impúdica maldad. Y, a la vez, la crudeza de ciertas tribus, compensada en algunos casos con la hospitalaria condición de otros grupos. «Cada vez se contempla a los indios con mejores ojos, principalmente en los Naufragios», sostiene Juan Gil. Y escribe el cronista: «Nosotros andábamos a les buscar libertad [a los indios], y cuando pensábamos que la teníamos, sucedió tan al contrario, porque tenían acordado [los españoles] de ir a dar en los indios que enviábamos asegurados y de paz; así como lo pensaron, lo hicieron». Era la manera de denunciar al capitán Diego de Alcaraz, un esclavista que se apoderaba de los indios que acompañaban a los viajeros.
Álvar Núñez trastabilló nueve años de su existencia en tierras americanas, preso y rebajado a esclavo, luego fue convertido por azar en chamán de indios y curandero. Regaló a los indios un sinfín de absurdas brujerías: «Los indios se volvieron ricos de cascabeles y cuentas», escribió. También figura ya como pionero de una operación a corazón abierto. Salvó la vida a un indígena al que una flecha le crujió el pecho. Y así pasó a líder. Un flautista hipnótico para centenares de indios que lo siguieron y cuidaron hasta que una expedición española se cruzó en su camino y regresó a España junto a los otros tres sobrevivientes del desastre de Pánfilo Narváez, tantos años atrás.
Crítico con los abusos de otros descubridores
¿Cómo puede un hombre blanco, por mucho antepasado heroico que acumule, sobrevivir nueve años caminando por tierras ignotas, por trochas de selva, malcomiendo carne cruda (cuando había algo que comer), alimentándose de raíces y agua de pantano, de insectos, de curtir con los dientes el cuero de sus caballos por mitigar el vacío del estómago? La dureza de Álvar Núñez Cabeza de Vaca es extraordinaria. El 9 de agosto de 1537 desembarcó en Lisboa, y de ahí a España, donde llegó arruinado. Había descubierto el río Mississippi, el río Grande y Sierra Madre. Pero sin otra fortuna. Dicen que escuchó más de 1.000 lenguas distintas en aquel decenio salvaje. «Fue un jerezano justo y entero, capaz de resistir sin inmutarse los azares de la adversidad», explica Juan Gil. Mientras escribía los Naufragios (que nacieron como relato oral) pidió que lo nombrasen adelantado del Río de la Plata, por ver si encontraba algo de fortuna en otro viaje a lo remoto.
A finales de 1540 emprendió su segunda expedición a América junto a su inseparable Estebanico el Negro (uno de los primeros africanos en pisar el continente americano), entrando por la isla de Santa Catalina.Era enero de 1541. Ya en tierra, guiado por indígenas tupís-guaraníes llegó hasta Asunción de Paraguay. Fue el primer europeo que describió las cataratas de Iguazú. Las llamó Salto de Santa María.
Cuestionado y derrotado al defender a los indígenas de los abusos de los conquistadores españoles que se establecieron en Paraguay y Río de la Plata, regresó a España en 1544 (él también había cometido abusos). Trajo el honor de hidalgo bajo mínimos. Sin hacienda. Pero conservó la bravura de sobrevivir mejor que todos sus verdugos. Mandó escribir las Confesiones. Era la prolongación natural de los Naufragios. Y así lo advirtió Álvar Núñez al pedir a la reina Isabel de Portugal licencia de impresión de ambas obras: «El un libro y el otro era todo una misma cosa y convenía que de los dos se hiciese un volumen».
Es el relato extraordinario de otra conquista, la de la supervivencia. Escrita con pulso de fiebre, conmovió a Felipe II cuando ya Cabeza de Vaca estaba en el último vagido: arruinado y solo. El Rey le concedió una pensión de 12.000 maravedíes. Lo habían condenado al destierro en Orán, pena de la que fue indultado. Los últimos años se retiró a un monasterio, con sus fantasmas. Ningún sueño de tierra nueva llegó más lejos ni hubo gloria de conquista tan devastada. A Álvar Núñez Cabeza de Vaca lo encontraron muerto en su celda. Era 1559. Derrotado, manso, solo. ¡Que las olas me traigan y las olas me lleven,/ y que jamás me obliguen el camino a elegir!
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